El gendarme que me detuvo en el control exigió mi pase de esencial, dispuesto en la pantalla de mi Android, con tapa cuarteada con un sticker de Homero.

Dijo el tipo: -Todo en regla. 

Asomando su hocico miró en mi asiento libre y pudo leer con una vista fenomenal las cajitas de medicamentos: "Amlodipina, Bayaspirina, Tamsulosina, Fluoxetina", deletreó.

Y, como en un dictamen médico, declaró: -El señor es cardíaco, tiene problemas de estómago, próstata y anda deprimido.  

-Y... estamos en Argentina -le contesté para rimar. 

Se parecía a Leuco. Estacione al costado, susurró con el ceño fruncido: "Y espere con las luces prendidas". 

Se me encendieron las alarmas: sabía que a pesar de que me buscaban los enemigos de la Patria una detención no era inusual, pero nadie aisla un ciudadano solo por llevar drogas legales. Lo vi comunicarse por handy. Me sobresalté y puse el cambio. 

Salí en segunda arando en pleno parque Independencia. Tomé la rotonda y doblando por Montevideo entré a una cortadita y detuve mi coche delante de una chata blanca. Apagué las luces, sentía como una tromba mi respiración y el bombeo del corazón. Me agaché en el asiento y repasé los indicios de la semana completa. Desde el lunes que venía olfateando que me perseguían: un churrero con la cara de Lombardi pasó varias veces frente a mi casa, haciéndose el desentendido. La señorita que me cobró en Santa Fe Servicios tenía la misma faz caballuna de Laura Alonso y su antipático marco de lentes. En la verdulería, un tipo igual a Marcos Peña me ofreció bananas verdes y en un kiosco, Arribas con su calvicie prontuariada en Alcatraz me dio mal el cambio. Estaban de vuelta y me sentía rodeado. Con nadie hablé del asunto pero percibía su accionar.

-Es la paranoia post covid -dictaminó mi psicólogo por teléfono. 

Hablaba con acento concheto que me hizo acordar al Gato. Me volvió a llamar reiteradas veces y llegué a pensar que tal vez el profesional ya había sido abducido por el enemigo. No lo atendí. Se hizo de noche. Decidí no volver a mi casa. Una leve garúa empezó a caer y creí ver los mismos copos de nieve que flotaban en el Eternauta. 

-Estos tipos son capaces de todo: de esconder los héroes, de adulterar los billetes cambiándolos por animalitos, de robar créditos, de asesinar mapuches y Santiagos, de golpear maestros, destruir jardines, cunitas y hospitales. ¿Cómo no iban a actuar así con vos?. 

Este comentario pertenecía al coatí Juan Domingo que me acompaña en estos días de paranoia y que llevo escondido en el saco. 

Yo intuía por qué me buscaban: tenía en mi poder las cintas grabadas de sus actos más innobles –datos inéditos sobre Favaloro por ejemplo- y otras minucias que no me atrevo a poner en oración alguna. Guardaba todo ello en un pen que había cosido a uno de mis calzoncillos. Los lavaba y volvía a poner en el reborde del elástico. 

Bajé del auto y tomé un taxi. Una voz conocida me condujo hacia un hotel en pleno centro: ocultaba su carucha con un barbijo y me pareció que era Brandoni. 

-¿A usted le gustan las empanadas? -susurré.

-No, ¿Por? -me contestó con voz canchera. 

Le dejé un puñado de billetes y bajé casi corriendo. Un ciruja me extendió la mano, era igual a la Bullrich. Me anoté con nombre falso. Detrás del mostrador: Morales Solá y Nelson Castro tomados de la mano. Subí por el ascensor. El botones, con cara de Majul, me murmuró melifluo: -Que descanse. 

Abrí la habitación, bajé las persianas y me derrumbé en la cama. Siendo madrugada intuí una presencia y un aliento azafranado, a colonia rancia me envolvió. Quise levantarme pero una rodilla me presionaba el pecho: las luces de neón descubrieron quien era aquella dama. 

Lilita, sonriéndome como una diabla habló con voz ronca: -Ahora estás perdido, zurdito. Fuiste, morocho, sos boleta.

-Está bien -dije resignado.

-¿Quieren la info? Aquí está -y señalé mis partes bajas. 

Entonces ella, enorme y poderosa, envuelta en un haz luciferina abrió su bocaza roja y se acercó a deglutir mi encapsulado secreto. 

Quise pedir auxilio a mi coatí Juan Domingo pero ya estaba empeñado en atropellar las ancas gigantescas mientras me guiñaba un ojo y largaba un suspiro de placer. 

-¡Al menos disfrutemos! -murmuraba entre chillidos. 

Lanata, desde su silla de ruedas, filmaba todo y creo que hasta se frotaba.

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