En mayo de 1977, en Mar del Plata, los Pereira Pérez recibieron una carta sin firma. Decía que Martín, segundo de cuatro hijos, había sido secuestrado en Villa Crespo. Tenía además una lista de instituciones a las que debían recurrir: Amnistía Internacional, APDH, obispados, ministerios. Era la primera noticia de Martín en un proceso devastador que recién empezaba. “Sabíamos lo que estaba pasando, todos lo sabíamos”, dijo ayer su hermano mayor, Gonzalo Pereira Pérez, a los jueces del Tribunal Oral 2, en la causa por crímenes de lesa humanidad en el circuito represivo Atlético, Banco y Olimpo.
“Voy a reconstruir la historia de mi hermano desde la perspectiva de la verdad histórica, desde la perspectiva familiar y de lo que significó el terrorismo de Estado”, adelantó ante una pregunta de la fiscal Gabriela Sosti, quien sugirió que comenzara contando el momento en el que supieron qué pasó con su hermano. Gonzalo, entonces, habló de la carta. “Para mi padre todas las organizaciones mencionadas en la carta manipulaban el dolor con fines políticos. Eso sí, escribió al Ministerio del Interior. Y presentamos un habeas corpus, que fui siguiendo yo en cada viaje a Buenos Aires, y del que obtuvimos respuestas siempre negativas.” 
La historia de los Pereira Pérez se escuchó entre una diversidad de testimonios y sin la presencia de los nueve acusados: una decisión del tribunal que nuevamente fue recordada por los testigos a modo de impugnación. 
Martín se había mudado a Buenos Aires en 1972. Estudió historia, después “consiguió un trabajo en el Hogar Obrero donde fue ascendiendo y terminó como delegado de sección. Para entonces tenía una militancia sindical. Estuvo en Ezeiza con una lectura muy clara de las facciones que estaban en pugna. A fines del 74, lo perseguían los grupos paramilitares y en 1975 la Triple A. Martín estuvo en Montoneros.
Gonzalo viajaba a Buenos Aires una vez por semana a estudiar violonchelo. Ahora es músico de la Orquesta Sinfónica de Córdoba. Veía a Martín en cada viaje. “Y creo que éramos un poco mellizos porque teníamos una evolución en paralelo. Cada viaje era un reencuentro. Estaba la vida política. Martín me invitaba a reuniones que eran cada vez más serias a medida que el clima se iba poniendo más serio. Y le dije que yo había encontrado mi vocación con la música.”
La casa de Mar del Plata comenzó a estar vigilada. Martín pasaba cada verano allí, pero para 1977 sus padres le dijeron que no viajara porque era peligroso. Gonzalo lo vio en marzo. Quería saldar una discusión familiar. “Hablé muchísimo para aclarar los malos entendidos. Lo despedí. Nos despedimos. Nunca más iba a volver a verlo.”
Héctor Pereira Pérez, el padre, era médico sanitarista, director de Reconocimientos Médicos en Mar del Plata. Lo cesantearon. Se embarcó con un contrato en un pesquero de altura. Pero Gonzalo dice que sus embates y contradicciones no le impidieron llevar adelante la situación con coraje. En ese sentido su testimonio también buscó homenajear o reparar la memoria de sus padres, dijo. Establecer un diálogo con sus viejos debates. Pero también volverles a decir en la audiencia que nunca estuvo de acuerdo con que no siguieran la lista de esa carta, que incluía a las asociaciones de familiares con redes y tramas colectivas, también de reparación. Porque eso, dijo, era también jugar todas las cartas. 
Para entonces los cuatro jueces dejaron computadoras y papeles de lado y se pusieron a mirarlo. Gonzalo habló como si dibujara en el aire una de sus partituras. La sala estaba llena como en cada audiencia de este juicio.
Para entonces –continuó– desapareció una gran amiga de Susana, su madre: su nombre era Alicia y tenía una hija casada con un joven militante (...) Mi padre regresó 24 horas más tarde. Y se fue a golpear las puertas del cuartel. Ahí lo recibió el coronel (del Ejército Pedro Alberto) Barda. Mi padre se presentó como doctor. Barda lo confundió con un abogado. Nadie lo aclaró. Barda dijo que no sabía nada, pero Alicia apareció al otro día. Estaba golpeada, torturada, con el cuerpo quemado y había sido violada. ‘Pero no les dije nada de ustedes’, le dijo a mi madre, cuando los militares le preguntaron por los nombres que aparecían en una carta de su hija. El pánico en ese momento era tan grande que mi madre se desmayó”. 
Al cabo de meses sin resultados en la búsqueda de Martín, Pereira Pérez padre fue nuevamente a ver a Barda. 
“Esa vez, la escena fue totalmente desopilante, si no fuese realmente trágica. Lo atendió una persona: 
–Yo soy Barda –le dijo. 
–Usted no es Barda –respondió mi padre. 
El hombre entró en cólera. ‘Soy yo’, repitió. Y trajo a otras personas para confirmarlo. En medio de ese escenario en el que la última esperanza se hacía fantasma, comienza la devastación”, dijo Gonzalo. “Mi padre se fue consumiendo en una depresión silenciosa. Literalmente se moría cada día. Y resucitaba al día siguiente. Mi madre había perdido su fe (...) Nunca más fue a misa. La familia se sumió en un ostracismo, en una suerte de exilio interno, producto también de la sociedad, de una mezcla de fastidio, cierta compasión, lástima, que te obligaba a sentirte silenciado.”
Diego, el hermano menor, comenzó un proceso que lo llevó a la psicosis; terminaría desapareciendo en 2006. Gonzalo agradeció que sus padres ya no estuvieran vivos porque les evitó atravesar nuevamente el infierno de la búsqueda que le tocó repetir a él. En 2012, Diego fue declarado muerto. Dice Gonzalo que Diego parece haberse ido asociando a la imagen de su hermano. 
–¿Y qué supieron después sobre Martín? –preguntó la fiscal, sacudiendo esa especie de ensueño de la sala. 
–En todo este desmoronamiento y con sus contradicciones, con el regreso de la democracia mi padre consiguió una especie de salvoconducto o pase libre para hacer una pesquisa. Estuvo en La Plata. Revisó fichas odontológicas del Hogar Obrero. Buscó en tribunales. Ahora supe que viajó hasta a San Luis.
La familia supo a través de otra carta que Martín estuvo secuestrado en el Atlético. Miguel D’Agostino, uno de los sobrevivientes, logró verlo detrás de una mirilla pintando números en una puerta. “Mi padre le pidió a Miguel que haga una pantomima de esa imagen. Miguel no entendió. Pero lo hizo. Primero levantó la mano derecha pero después cambió de brazo porque se dio cuenta que mi hermano usaba la izquierda. Eso a mi padre le dio un dato fehaciente: era verdad. Esa certeza fue una suerte de cierre. Creo que la desaparición es una infinita perversidad. Es anular a la muerte. Impedir poner la etiqueta sobre una lápida a un ser querido, imponer así una clausura se hace imposible porque no hay nada. Sólo hay vacío.”