Prolífico, ecléctico, oculto durante años tras un seudónimo y conocido como artista sólo por un público de culto, el diseñador y artista plástico Carlos Aguirre tiene por fin una muestra individual para el gran público. En la hermosa y reciente sala para exposiciones individuales del piso 6, el espacio de arte de la Fundación Osde ofrece la primera de una serie de muestras de artistas contemporáneos de Rosario. La curadora, Clarisa Appendino, viene dando a conocer a creadores de la ciudad de la generación nacida en los '80, con una obra ya madura pero aún poco vista y comprendida.

Reuniendo en assemblage heterogéneo pinturas, dibujos, esculturas, objetos, objetos intervenidos y piezas realizadas en técnicas originales y diversas, El fuego camina conmigo es una experiencia de inmersión intensiva en un universo mítico, mágico y plástico singular. Nieto del escritor, cronista del arte y compilador de leyendas aborígenes Luis Ernesto Aguirre Sotomayor, hace unos años Carlos Aguirre dejó atrás la radiante paleta de colores vivos de su obra firmada como El pibe efervescente para dedicarse a explorar la riqueza de esa herencia, tanto familiar como ancestral.

Una serie de autorretratos funcionan como hitos de una búsqueda que lo llevó a desprenderse de aquella piel pop tornasolada y emerger como un experimentador serio del primitivismo. Al recobrar técnicas originarias de modelado en barro en pequeño formato, Carlos Aguirre se convierte quizás en el único representante local de una tendencia más expandida en la región que reescribe en clave moderna y contemporánea no sólo esas técnicas sino la imaginería zoomorfa de esa tradición.

No conforme con eso, retoma además cierta carga mágica implícita en el sentido "primitivo" de la representación. Cuenta para ello con un aval en la vanguardia europea: el neochamanismo existencialista del alemán Joseph Beuys. Las pinturas negras de Aguirre, que expuso hace unos años en su espacio privado Tambor de Truenos, infunden un temor reverencial. Toda la carga terrorífica del exotismo parece condensarse en un par de ojos que espían como desde un mundo sobrenatural a través de un rostro que no es más que una mancha alquitranada. La seguridad de hallarnos ante una mera representación es minada por el trabajo de rápida ejecución en una materia insólita y cargada de energía. En un pequeño empaste blanco sobre papel madera, un rostro elemental parece haber aflorado por sí solo en el soporte. Un friso narrativo, máscaras geométricas y pinturas de paisaje enriquecen esta cosmovisión única.