La historia de la civilización es la historia de la barbarie que esconde o disimula. Muchas han sido las aproximaciones filosóficas que intentan entender esta compleja dialéctica entre elementos que se piensan opuestos, pero que en realidad están profundamente imbricados uno en el otro. Sabemos que a Sarmiento se le adjudica el acuñar la dicotomía más repetida a lo largo de toda la historia argentina, ese par de “civilización o barbarie” que insiste en cada página del relato que nos conforma. Pero el problema es siempre más complicado, porque en los extremos de la supuesta barbarie encontramos la mirada luminosa de la civilización; mientras que, en los más absorbentes avances de la ciencia, de la tecnología y la razón, anida la violencia salvaje y naturalizada que se quiere disimular como los pasos inevitables del progreso. Esa mezcla tan cautivante está también en Sarmiento, cosa que ya a nadie le sorprende: no hay elementos puros en Facundo, y hasta mirado con los ojos de hoy, después de tantas y tantas lecturas críticas (Piglia, Viñas, trabajos más contemporáneos, como los de Adriana Amante), los puentes que se tienden entre esos opuestos son, ante todo, literarios. Es la literatura la que produce la mezcla, la que propicia el escándalo de la razón, que es que todo pierda inmovilidad para transformarse en un libre juego de contradicciones. La jaula de los onas, última novela de Carlos Gamerro es, ante todo, eso: contradicciones andantes que recorren el mundo, que van de París hasta Buenos Aires, del Polo Norte a Punta Arenas, contradicciones con piernas y voces y costumbres que llevan nombres como Kalapakte o Rosa, como Karl o Marcelito, multitud de personajes que están todos implicados en una danza secreta. Porque, a fin de cuentas, parecen ser movidos por algo que podríamos llamar “destino”, pero que termina resultando tan poco digitado, tan terriblemente caprichoso, que es la viva prueba de que no hay eso, no hay “destino”, y que todos, los personajes y hasta los lectores, somos víctimas del acaso. No hay civilización, no hay barbarie, no hay opuestos, en definitiva: hay mezcla, hay casualidad.

Gamerro parte de un hecho que parece un invento de la más trasnochada obra de ficción para armar esta novela que causa tanta risa como desconcierto, en ese estilo grotesco que tan bien maneja y que ha dado pruebas de ser de la más refinada confianza desde Las islas (1998) en adelante. En 1889, con motivo de la Exposición Universal a celebrarse en París, un empresario de nombre Maurice Maître llevó once miembros del pueblo selk’nam para ser exhibidos en una suerte de zoológico humano. Una pieza de curiosidad ofrecida a la capital de la civilización decimonónica. Sin embargo, las puertas de la jaula fueron abiertas, y los onas encerrados se desperdigaron, tomaron rumbos diversos, hasta que fueron recapturados. Uno, sin embargo, de nombre Calafate (o Kalapakte, tal su nombre en selk’nam), no sólo logró escaparse, sino que regresó a Tierra del Fuego, pasando por diversas ciudades europeas. La jaula, la historia de sus “habitantes”, la aventura de uno que regresó, entre muchas otras cosas más, todo eso conforma el suelo sobre el que se apoya este libro, ficción que procesa y hasta parece completar los huecos de ese otro relato.

"La respuesta es simple. Lo primero fue la anécdota”, asegura Gamerro, tratando de recuperar el momento en donde encontró el germen de La jaula de los onas. “Me suele pasar que por ahí estoy leyendo algo que nada que ver y de repente me aparece una cosa que me llama la atención. Por los años 80 estaba leyendo La Patagonia trágica de José María Borrero y ahí aparece la historia de los once selk’nam que son secuestrados, llevados a París y exhibidos en la Exposición Universal. La idea de esos indígenas de Tierra del Fuego, los de la foto que abre el libro, provenientes de un pueblo de cazadores y recolectores que no habían tenido prácticamente contacto con los blancos hasta ese momento, que, de golpe, se encuentran en la capital del siglo XIX, al pie de la Torre Eiffel, construcción que quería representar la cumbre del progreso humano. Esa conjunción, pensé, era demasiado buena como para dejarla de lado. Había que hacer algo. Quedó ahí, gestándose durante treinta años: encaré otros proyectos y, bueno, cada cosa encuentra su lugar, a la larga”.

En el libro se nota que detrás hubo una ardua investigación, algo que se confirma cuando llegás al final y ves la larga lista de materiales consultados para terminar La jaula de los onas. ¿En que consistió ese proceso y cuánto tiempo llevó?

-La investigación tuvo distintos caminos, que incluyó conseguir libros, como los de Anne Chapman (que fue la última etnóloga en estudiar con interés la cultura de los selk’nam), los de Lucas Bridges, los del sacerdote y etnólogo Martín Gusinde, entre otros. Chapman, en este caso, fue fundamental porque trabajó con las mujeres selk’nam, cosa que no pasa con los otros dos autores que te mencioné. Después, mucho material referido a situaciones más internacionales, como la Exposición en París, la de Chicago, la huelga ferroviaria en Estados Unidos. Traté también de viajar a las locaciones: el único lugar que no pude conocer fue Groenlandia. Me servía hacer esto como para chequear a ver si las fotos y el material que tenía se ajustaba o no a la realidad. Por eso, prioricé viajar antes de terminar cada capítulo en cuestión, aunque eso no sucedió con todos. Metodológicamente, armé un ritmo de trabajo que consistió en investigar mucho para armar cada capítulo y, una vez terminado tal o cual, recién encarar la investigación para el siguiente. Todo ese proceso duró cinco años de dedicación a tiempo completo. Cuando yo laburo en serio, laburo a full, sin parar. A veces, cuando miro hacia atrás, me asusto un poco de lo que fue el proceso, debo confesar.

Bueno, la lectura de estos libros y de tanto documento  también debió tener mucho de descubrimiento, de viajes de la imaginación, de aventuras.

-Hay, claro, en esa investigación, descubrimientos asombrosos. El libro de Lucas Bridges, El último confín de la tierra, me parece una de las grandes obras de crónica y autobiografía de nuestra literatura, pero está como fuera del corpus de lo que se lee habitualmente. Bridges fue una de las personas que más contacto tuvo, y durante más tiempo, con los selk’nam en su forma de vida tradicional. Y, de hecho, las estancias de los Bridges, una en Harberton, sobre el Canal de Beagle, y otra en Viamonte, al sur de Río Grande, fueron construidas para poder darles un lugar de refugio a los llamados onas. Algo de ese mundo ya sabía, pero cuando decidí comenzar con la novela, empecé por la Exposición Universal. Me apareció la historia del pabellón argentino, que es deslumbrante. Justo se dio que una ex alumna mía de la Facultad, Alejandra Uslenghi, que está dando clases en Chicago, trabajó sobre el tema: me pasó sus libros, me dio acceso a la documentación original de la comisión argentina, del pabellón, y de nuevo se armó otro contraste. Ya tenía la jaula con los onas y la Torre Eiffel y ahora aparecía la jaula con los onas y el pabellón argentino. Así que te diría que ahí arrancó. Después, se iban sumando historias. Esta es una novela del siglo XIX que, poco a poco, se va convirtiendo en una novela del siglo XX, porque sucede justamente en un momento de pasaje entre los dos siglos. Yendo al principio de esta historia, a esa anécdota, cuando pensás en el pabellón argentino y en la jaula de los onas, pensás en el retorno de lo reprimido, es casi de manual. Uno diría que, si no fuera porque es un hecho real, parecería una ficción claramente apoyada en esa idea psicoanalítica para resaltar una especie de negación y borramiento de lo indígena. Pero no es algo inventado, pasó.

ESPEJITOS DE COLORES

Hay algo en la narrativa de Gamerro que tiende al reflejo. Pero, claro, un tipo de reflejo distorsionado: sus novelas tienen tanto el atractivo como el terror de encontrarse con uno de esos espejos de las ferias de pueblo que tanto se ven en las películas norteamericanas, donde el reflejado se encuentra distorsionado, y la reacción del reflejado se queda a medio camino entre la risa y el pánico. En La jaula de los onas, ese reflejo alterado, que tiene tanto de verdad como de invento, opera de manera facetada: cada capítulo trabaja con un género diferente en función de su material, y lo que terminamos encontrando es este camino irregular en donde nos topamos con diversos mecanismos que “reflejan” a sus personajes, pero siempre desde ángulos diferentes, con técnicas distintas, haciendo de cada episodio una novela en si misma, casi.

¿Por qué las diferentes estrategias narrativas en los capítulos? ¿Fue algo planteado adrede o exigido por el material?

-Es algo que venía apareciendo en libros previos. En Ulises, claves de lectura o estas dos novelas emparentadas, que son Las aventuras de los bustos de Eva y Un yuppie en la columna del Che Guevara, aparecen diversas textualidades: no es la misma textualidad homogénea de principio a fin. Pero sí hay una voz que, un poco, te lleva desde que girás la primera página hasta el final. De alguna manera, esa voz va incorporando esos materiales. Sin embargo, ya en Cardenio noto que aparece un efecto de montaje, de collage, sin un narrador que unifique. En ese sentido, creo que hay antecedentes que dejaron su huella: el Ulises lo tengo presente (siempre lo tengo presente), y también, para esto mismo, tengo referentes argentinos fuertes, como las novelas de Manuel Puig, por ejemplo. Lo que te puedo decir es que no hay un recurso arbitrario de las formas, eso es cierto. Vale decir que en todas las novelas anteriores trabajé con un mundo. En Cardenio tuve que reconstruir cómo era Londres en tiempos de Shakespeare y cómo era el teatro. Con esa información, con esos discursos, pude armar toda la novela. En La jaula de los onas, en cada capítulo tenía que llevar adelante el mismo tipo de trabajo que antes me reclamaba una novela entera. Digo, en términos de construir una realidad. Frente a cada capítulo me tenía que enfrentar a eso: y ahora, ¿cómo sigo?, ¿cómo lo cuento?, ¿de qué manera?, ¿cuál podría ser el mejor estilo o género discursivo para esta situación? Algo que creo que se ve en el caso más extremo cuando llego a Buenos Aires a principios de siglo con todo el tema de la inmigración, el tango, la gauchesca, los conventillos, etc. Con todo eso en el mismo caldo, en el mismo mundo, ¿a qué género recurrir para poder hacerse cargo de lo que pasaba? Ahí apareció el teatro popular. No había un género narrativo en ese momento que pudiera captar ese mosaico: recién después con Leopoldo Marechal, con Roberto Arlt, la narrativa puede de alguna manera alcanzar al teatro. Así, los géneros se me imponían.

Apenas arranca la novela, trabajás con la voz de la clase pudiente, de la oligarquía. Ahí, las voces en francés no están en bastardilla, como si no fueran otra lengua. ¿Qué apareció en el trabajo de ese material?

-La verdad es que me divertí mucho con ese primer capítulo, y hasta le terminé teniendo un poco de cariño al personaje de Marcelito, si bien después no le va tan bien. De nuevo, ahí, empecé leyendo. Por ejemplo, esa novela bastante mala de Eugenio Cambaceres, Música sentimental, en donde lo único que le interesa mostrar al autor es que él es más francés que los franceses, que comparados con él los franceses son unos grasas. Algo parecido aparece en Lucio V. López, esta cosa de que, afuera, un grupo de argentinos están haciendo un papelón y los otros argentinos se hacen los que no entienden nada, los que no saben castellano y no lo conocen. Incluso esa obsesión con la palabra “rastacuero”, que los franceses aplicaban a los sudamericanos ricos y nunca a los norteamericanos ricos, se convierte en la obsesión de Marcelito. Y, por supuesto, uno de los grandes orgullos de Marcelo, que habla perfecto francés, o mejor francés que sus compatriotas, fue algo que saqué como idea de la documentación original de la comisión argentina, en donde se quejaban de que la embajada les mandaba gente que no sabía hablar bien francés y que eso era un bochorno. Todo el tiempo esa preocupación, de que los franceses no nos vean como bestias, como bárbaros, como salvajes, como indios, como rastacueros. Por supuesto, todo eso queda en evidencia en el pabellón argentino que, para que no queden dudas, lo mandan a diseñar en Francia, con arquitectos y escultores franceses.

CONQUISTA DESIERTA

En Indios, Ejército y frontera, David Viñas, a cien años de la llamada Conquista del Desierto, pone, como solía ser su sana costumbre, el dedo en la llaga. Y lo hace en uno de esos gestos que marcan tanto su capacidad intelectual como su gusto por la afrenta, por decir las cosas en la cara: habría que pensar a los indios como los desaparecidos de 1879. De una u otra manera, el tema de los pueblos originarios termina regresando a la literatura, a la política, a todo lo que tenga que ver con lo argentino, porque sigue siendo un asunto no del todo resuelto que implica un esfuerzo de nuestra parte por poner en evidencia, por mostrar, por seguir mencionando. La jaula de los onas es un libro que, con el modelo de una novela de aventuras, con la audacia de una escritura que va cambiando de géneros como si se pusiera y sacara algún ropaje, cambiando, mudándose, puede hablar de la barbarie civilizada que llevó a un europeo a exhibir a miembros selk’nam en un zoológico humano sin ser moralista o armar una pedagogía biempensante acerca de lo que se debió haber hecho y no se hizo. No juzga a sus personajes, los muestra, tanto a Maître en un interrogatorio, evitando hacerse cargo de los indios en fuga, como a Kalapakte en los diversos momentos de un viaje que lo lleva desde el Polo Norte hasta Tierra del Fuego, aliado a Karl, un anarquista que decide acompañar a su amigo y vivir con él las más diversas aventuras. La tensión entre siglos se ve ahí: en las figuras en retirada y en las que identificaran, de algún modo, los derroteros del siglo XX, y del nuestro. Un ona cosmopolita es, después de todo, la síntesis virtuosa entre civilización y barbarie, los lados que Sarmiento impuso en la hermenéutica nacional.

“El libro de Viñas me acuerdo que me lo recomendó Beatriz Sarlo cuando dio por primera vez Literatura Argentina en la facultad, allá por los 80”, dice Gamerro. “Hay que recordar el contexto: Viñas escribe ese libro cuando los militares estaban armando ese gran festejo de la Conquista del Desierto. Sacaron un montón de publicaciones, incluso, por Eudeba. Hablando, justamente, de su gran hazaña épica, que fue masacrar a todas esas tribus sin hacer ninguna distinción entre indios amigos e indios que todavía seguían peleando, entre indios bautizados o no: no les importó nada. Lo único que querían era la tierra. Liquidaron a todos y, cien años después, querían hacer la gran celebración de su hazaña. Sacar ese libro en plena dictadura, en el momento en que los milicos están haciendo esa fiesta, es un gesto político clarísimo. Mi novela, ahora, tiene un gesto distinto: es una novela que en algún momento iba a escribir, fui escribiendo las que iban saliendo, ordenándose por una especie de dinámica propia. La relación que pueda tener la novela con la coyuntura actual es algo que puede suceder, no es algo que yo pensé. Y, por otro lado, el tema del indio, la relación con el indio o la idea de la no relación, es algo que impregna la cultura argentina. Claro que eso hay que dividirlo en regiones. No es la misma figura del indio la que aparece en la Patagonia, la relación que se tiene allí, o la idea de esa relación que se tiene también en el norte, pero sí aparece esta idea de falta de vínculo en una franja del centro. Incluso, se vuelve evidente con toda la aparición de este tema que se dio luego de la frase de Alberto Fernández, frase que me interesa menos por lo que puede llegar a decir o no acerca del individuo y mucho más acerca de lo que termina destapando en torno a ese sector de la sociedad que secretamente piensa de verdad eso. 

En La jaula de los onas, el cambio de géneros habilita otros puntos de vista, pero, salvo momentos muy puntuales, no implica que los indios hablen por sí mismos, como si siempre fueran vistos e interpretados por la mirada del otro. ¿Por qué te parece que se da eso en la novela?

 

-En algún momento de la redacción me pregunté si podía escribir alguna parte desde la perspectiva de los selk’nam. Yo siempre tuve en cuenta que la relación de ellos con el mundo que se les abre forzosamente sería lo mismo que si los hubieran abducido los extraterrestres y los hubieran llevado a otro planeta, un poco como le pasa al personaje de Kurt Vonnegut en Matadero 5. Es lo mismo. No eran ni los mapuches ni los tehuelches, en donde ya había un larguísimo proceso de cruce, de mestizaje, de aculturación. Habían adoptado el caballo y cambiado a una economía de explotación y trabajo con el ganado. Acá los selk’nam seguían con el mismo tipo de prácticas que probablemente tenían desde hacía mucho tiempo atrás. Y, de repente, los agarran, los meten en un barco y después los desembarcan en París. Los meten en una jaula. Otro dato no menor: nadie hablaba su lengua. Después, en el transcurso de 1890, empiezan a aparecer intentos de entender esa gramática, como sucede con Bridges y, ya en el siglo XX, la etnología empieza a ocuparse más de esta especie de misterio. Los selk’nam tampoco hablaban ninguna de las lenguas de los blancos, por lo que la comunicación se hacía escasa, sino imposible. La incomunicación es total. Hay un capítulo dentro de la novela dedicado a las misiones salesianas en donde muestro que ahí tampoco se hablaba la lengua de los onas. Y el castellano que les enseñaban a los indígenas que tenían ahí recluidos era bastante rudimentario. Entonces, vos ves que la respuesta en general de los selk’nam frente a todo esto fue el silencio. Pretender ponerle palabras a ese silencio, desde el punto de vista narrativo, va camino al fracaso. Soy muy sensible como narrador a lo que siento como insinceridad, falseamiento, cuando veo que un procedimiento no resulta honesto. Además, ¿qué clase de operación es tratar de poner en palabras lo que históricamente fue una forma de resistencia basada sobre todo en el silencio?