La primera vez que lo escuché hablar fue hacia fines de los ’90 (creo que era el año 1999) en un aula repleta de estudiantes, mezcla de clase abierta y asamblea. Yo cursaba en los primeros años de la carrera de ciencia política y una compañera de militancia me había invitado.

El nombre de Horacio González resonaba en los pasillos de la facultad, por lo bajo, entre las militancias. A mí se me había grabado, me daba curiosidad (y gustaba) que la persona a la que me presentaban como un docente “compañero” y uno de los intelectuales más importantes del país tenía un apellido tan común, nuestro, plebeyo.

Horacio había escrito una carta abierta contra el intento de reforma del plan de estudios de la carrera bajo el auspicio del FOMEC (Banco Mundial). La propuesta recortaba la carrera a cuatros años, imprimía un perfil bien tecnócrata en los contenidos y pasaba de obligatoria a optativa la materia “Proyectos Políticos Argentinos y Latinoamericanos” de la cual Horacio era profesor titular, quitando la única cátedra de toda la carrera donde leíamos y estudiábamos a pensadores argentinos y latinoamericanos.

Esas palabras desataron la autoconvocatoria de estudiantes del ciclo superior y una fuerte movida en la facultad, que terminarían por cajonear el intento de reforma.

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En 2003 empecé como ayudante de cátedra en su materia. Era un año de fuertes entusiasmos y esperanzas políticas y así lo vivíamos. Horacio nos había propuesto organizar en Rosario las primeras “Jornadas de Pensamiento Argentino” del país.

Las semanas previas y esos días fueron una locura. Todas las noches me llamaba y yo le pasaba el parte de situación, con los avances, complicaciones, detalles organizativos, cuestiones pendientes.

Las jornadas terminarían siendo una convocatoria multitudinaria con pocos precedentes que sólo Horacio podía reunir, con salones desbordados y un peregrinar interminable de asistentes y expositores durante tres días, entre la sede de gobierno de la UNR y la Facultad de Humanidades y Artes.

Ese mismo año con un grupo de compañeros y compañeras lanzamos una agrupación estudiantil en la facultad (“la Martín Fierro”). La actividad de presentación era la Cátedra Libre John William Cooke y como no podía ser de otra manera Horacio oficiaba de expositor.

Desde ahí en más estaría en cuanta actividad militante lo invitáramos. Muchas, muchísimas, incontables. Como si nada se tomaba el colectivo en Retiro, venía y se volvía a Buenos Aires a la noche, tarde. Cuando más de uno nos clavaba a último momento, Horacio siempre decía presente y llegaba (haciéndonos transpirar algunas veces, pero siempre llegaba), con su maletín a cuestas, el andar sereno y su sonrisa bondadosa imperturbable.

Todavía lo recuerdo con una pechera de campaña en La Toma acompañando nuestra candidatura para las elecciones locales. ¡Sí, Horacio González! El intelectual más importante y potente de nuestro tiempo, pero también el más generoso, el más compañero, el que hacía siempre lo que sentía y pensaba, y el que nunca calculaba costos o beneficios.

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Todos fuimos alguien antes y otros después de Horacio.

La ética de la amistad que desparramaba, su ironía filosa, la humorada a mano, la hondura, los hallazgos imposibles y la capacidad de invención de su pensamiento, hacían de cada conversación, charla o clase, un lugar casi mágico y único, que nos atravesaban como un flechazo imprimiendo un sentido totalmente nuevo a nuestros modos de pensar, hacer, ser o leer.

Durante años tuvimos un ritual. Las clases de los lunes. Y después de las clases, el Bar Blanco. “¿Y… cómo están las cosas por acá?”, era la pregunta de Horacio que disparaba una abarrotada conversación sobre todo: la coyuntura política, la Universidad, el gobierno nacional, los desafíos del porvenir, etc., etc. Entre chistes y cervezas, analizábamos la realidad sin piedad e imaginábamos el país y el mundo que queríamos.

Horacio te empujaba a la pileta. Ese era su método, profundamente político. Hacerte sujeto, de lectura, de pensamiento. Así fue la primera clase que di, casi sin saber darla, siendo todavía estudiante, a las pocas semanas de haberme sumado a la cátedra, con un Horacio atento y sentado en un pupitre como un estudiante más.

El saber, para Horacio, era/es arrojo, riesgo, aventura, sensibilidad, voluntad, algo que se toma, sin pedir mucho permiso. No se puede transferir ni pasa por la explicación repetida. De ahí su permanente machaque para que escribamos y publiquemos.

Frente a los que pretenden monopolizar y privatizar el saber, Horacio (sí, el que más sabía) creía que el saber era algo que fluía, que no siempre se poseía y que permanentemente había que ponerlo a prueba y tensionarlo con otrxs. Porque esxs otrxs (estudiantes, amigos, compañeros, contendientes) también eran portadores de saberes, incluso sin saberlo. Comunitarismo del pensamiento. Horizontalismo. Igualitarismo profundo. Humanismo existencial, cotidiano, en acto, excepcional en el campo de la cultura intelectual.

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La última vez que compartí un panel con él fue en el 2018 con motivo del homenaje a Cooke que se hizo en el marco del Congreso de la Democracia en la Facultad de Ciencia Política. Casualidad o no, sobre Cooke fue la primera charla que compartí con Horacio en un panel, en la misma facultad, quince años atrás.

Pero la última vez que lo vi fue en Capital, en el acto de entrega del pañuelo que le hicieron las Madres de Plaza de Mayo hacia fines del 2019, leyendo uno de los más bellos escritos que alguien le dedicó a las Madres y su lucha. Quise estar, tenía ganas de verlo.

Habíamos quedado en que volvería a Rosario a dar la primera clase de “Proyectos Políticos…” (su materia) al año siguiente. Después vino la pandemia y no quedó otra que escribirle por whatsapp o mail, intercambiando miradas sobre la marcha del gobierno, a partir de algún comentario sobre alguna nota suya u opinión que le mandaba.

El último correo que tengo es la respuesta a una consulta que le hice por la ciencia política en los años ‘60/’70. Me dice que la expresión politología estaba disminuida respecto a la expresión sociología. “Hoy creo que es al revés. ¿A Carri dónde lo pondrías? Sería bueno que vieras donde se origina esa escisión, un poco arbitraria, considerando las figuras de Weber, Marx, etc.”

En estos días de dolor me dediqué, casi compulsivamente, a recolectar cuanta foto, grabación, video, conversación y mensaje tenía de Horacio, atesorando para siempre esos recuerdos, imágenes, encuentros y charlas en su paso por la ciudad.

Porque Horacio también tuvo algo de rosarino. Rosario era una de sus paradas obligadas. La Universidad lo tuvo como profesor por más de treinta años. Venía siempre a presentar sus libros. Alguna vez, en una charla lejana, nos dijo que debíamos “pensar desde el río Paraná”, en un llamado -con no poco de gesto jauretcheano- a pensar desde acá y desde un diálogo vital con la cultura de la región y la naturaleza.

Ese Horacio que siempre estuvo cerca hoy partió, pese al ruego de miles durante semanas. Su luminosa presencia siempre tuvo el don de hacernos mejores, por eso queríamos/necesitábamos que siga por acá. Nos queda como legado una obra infinita, una vida plena e intensa y una huella imborrable que deberemos honrar con tenacidad en la diaria. Porque buena parte de nuestras posibilidades y desafíos futuros están en ese manantial de ideas que nos dejó.

 

Ahora sí, querido Horacio, maestro, compañero y amigo: hasta siempre y hasta que todo sea como lo soñaste.