Defendemos tanto la necesidad de hablar, de decir lo que pensamos, que hemos olvidado el valor del silencio. No hablo del silencio cómplice ante las injusticias. Ni del silencio del oprimido. Hablo del silencio que debería existir entre conocer algo y juzgarlo. Entre saber una cosa y transmitirlo. Me refiero al silencio de la reflexión. De la duda. Del descubrimiento.

Una cosa más que hemos perdido en esta histeria nuestra de cada día. Ya todo es ruido, opiniones, juicios, discusiones y chicanas. El mundo está ensombrecido por una nube de ruidos que ya no dejan pensar. Y uno, muchos, todos, hemos caído en esa trampa, agregando ruido al ruido, opinión a las opiniones, palabras a las palabras.

Así, entonces, cuesta diferenciar a los que tienen algo que decir de los que no. A los que nos hablan para vendernos buzones de los que buscan consolarnos, ayudarnos. Todos es hablar, opinar, casi siempre a las apuradas. La distancia entre pensar y hablar se ha achicado hasta casi desaparecer.

Que esto no se confunda con pedir la censura de nadie. Quizá yo sea el primero que deba hacer silencio. Me esfuerzo, no crean. Pero sucumbo con facilidad y levanto la voz porque para hacerse oír entre tanto ruido hay que gritar. Y más grito yo, más grita el vecino y el vecino del vecino. Y así.

Pero, además, qué gran oportunidad ésta de hacer un poco de silencio, al estar rodeados de tanta muerte, ilógicas la mayoría. Silencio de respeto y de esperanza a la vez. Silencio que acompaña el dolor. Silencio al saber que estamos viviendo un tiempo al que no se lo puede arreglar con palabras, es decir con ruidos.

Pero no. Leemos una nota por la mitad y salimos a opinar. Una muerte más y salimos disparados a decir algo como buscando participar en esa porción de la historia. Parecemos vivir dentro del chiste de Jesús que desde la cruz llama al soldado romano para que no se pierda la oportunidad de salir en la foto.

Hacer silencio por un rato sería una respuesta, momentánea pero una respuesta al fin, a tanta charlatanería que anda por ahí, despotricando contra todo, incluso contra la vida. Dejarlos hablando solos, como si lo que dicen no importara, no tuviera valor.

Quizá ustedes no probaron hacerlo. Yo sí. Escuchar un comentario de café, de sobremesa, y simplemente responder con silencio. No el silencio del que no tiene nada que agregar. El silencio de la conmiseración. El silencio del que no quiere hacerle pasar vergüenza al otro delante del resto. El silencio del ninguneo, del “no me importa”.

Yo hablo de un silencio personal. De uno callando un poco. De dejar pasar algunas oportunidades de opinar, de agregar palabras que seguramente ya están dicha por otros, escritas en algún libro.

Y hablo también de un silencio colectivo. De elegir como cultura un rato de calma, un momento donde buscar entender sería más importante que apurarse para opinar. Un rato nomás sin tantas sentencias, sin tantos juicios.

Pero hablo además de un silencio institucional. De un gobierno que no salga a contestar todas las idioteces de los idiotas. De un estado que elija hacer sin necesidad de explicarle nada a los obtusos, o los impresentables, a los horribles.

Una pausa. Un respiro.

Un momento para tratar de entender en qué se transformó el mundo y cómo funciona. Y, sobre todo, cómo funcionará en el futuro inmediato. Después, quizá sí, recuperar las palabras para seguir adelante con las luchas de todos los días.

Y ya que hay tantos onomásticos al divino botón, podríamos crear el “Día del silencio”. Se festejaría con gente caminando por la calle sin hablar, incluso sin arrastrar los pies para no arruinar esa efímera paz. La gente en los bares solo miraría por la ventana para disfrutar ver pasar otra gente en silencio. Se me hace agua la boca (cerrada) de sólo imaginarlo, vea.

Pero saben qué, no nos van a dejar. Porque nos quieren aturdidos, zombis, ensordecidos, boxeados por el ruido de las palabras vanas y de los simples ruidos. Es por eso que entrás a un bar y te martirizan con la música o el televisor, y a veces con las dos cosas. Por eso hay tanta gente cacareando en el vacío en cada programa de televisión o de radio que ponés.

Es como si dijeran: por las dudas, ruido.

Un rato de silencio estaría bien. Un rato, nada más. Y quién dice que no sea una manera de recuperar sonidos olvidados, perdidos en el devenir de la modernidad: el silbato del tren, el gallo que te despierta, la pava que silba, la bombilla en el mate vacío, los pájaros en el patio de los abuelos, las bicicleteadas de los obreros camino a la fábrica, la pelota que rebota en el patio de la escuela. El mar, el viento.

Y como si la vida fuera un oxímoron perpetuo, quizá haciendo un poco de silencio terminemos por escuchar y entender mejor.

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