La funeraria                           6 puntos

Argentina, 2020

Dirección y guion: Mauro Iván Ojeda

Duración: 86 minutos

Intérpretes: Luis Machín, Celeste Gerez, Camila Vaccarini, Susana Varela, Hugo Arana

Estreno en las cadenas Cinepolis y Unicenter.

“A ver si le decís a tu padre que se vaya de una vez, no se puede quedar a vivir toda la vida con nosotros”, se le queja Estela a Bernardo, durante uno de sus cruces de dardos verbales en la cocina. Lo raro es que Salvador, el padre de paradójico nombre, no está lo que se dice… hmmm… vivito y coleando. Con la funeraria que les da de comer instalada en el mismo terreno en el que se asienta su casa, los muertos no son sólo vecinos de Bernardo, Estela e Irina, la hija de ella. Son también, por lo que parece, sus huéspedes. “Al menos no matan a nadie”, dice Estela. “Son los vivos los que asesinan y maltratan”. El maltrato es el pan cotidiano para esta familia incómodamente ensamblada, cuyos fantasmas parecen cobrar cuerpo por las noches. Con un amplio recorrido internacional, que incluyó estreno en Estados Unidos, Gran Bretaña y la friolera de 500 salas en Rusia, la correspondencia entre lo natural(ista) y lo sobrenatural es lo más interesante de La funeraria, opera prima de Mauro Iván Ojeda, que tiene sus altos y bajos.

Bernardo es un tipo abrumado y tristón, de la clase que sólo el mechón de pelo caído de Luis Machín sabe dar. A Estela (Celeste Gerez) se la ve tan pálida y ojerosa como un cadáver, e Irina (Camila Vaccarini) lo único que quiere es huir de ahí para vivir con la abuela, que parece quererla más que la mamá. Todos tienen sus razones para lucir como lucen, o comportarse como se comportan, en una casa tan sombría como una tumba. Tienen costumbres un poco raras, que más tarde van a hallar explicación. Hacer sus necesidades en un balde, por ejemplo. Rogarle a voz en cuello a una vieja novia muerta que se haga presente, en el caso de Bernardo. Convivir con un hombre al que no ama, en el de Estela, porque la opción era, según le recuerda a su hija, “eso o la calle”. Esta familia tiene muchos muertos en el placard. También en el baño, y a veces en las habitaciones.

Con un guion (del propio Ojeda) concienzudamente masillado, los horrores psicológicos de La funeraria funcionan mejor que los del otro mundo. La pegajosa sensación de sordidez se transmite de modo casi físico, generando rechazo y atracción a la vez, porque esas relaciones están bien construidas. Tanto como el fuera de campo al que se alude, que al principio no se entiende bien por lo extraño de su naturalización, y de a poco va tomando cuerpo. Allí empieza el problema: se siente como si los cuerpos cenicientos y venosos, ciertas manos terminadas en garras, los mensajes en papelitos o en las ventanas empañadas, interrumpieran el espeso caldo familiar, en lugar de explicarlo, reforzarlo o complementarlo. 

Como el decurso de la película deriva en forma progresiva hacia las convenciones del cine de terror, incluyendo la llegada de una “chamán” que viene a desfacer espíritus, La funeraria va indefectiblemente de mayor a menor. Se diría que la película hubiera logrado su plenitud si en lugar de esa dirección hubiese optado por la contraria: hacer crecer el peso de lo siniestro fuera de campo y no en campo, a la manera de Casa tomada.