No me acuerdo qué les dije. Quizá ni les dije nada. Quizá sólo no seguí el guión como se suponía. Estaba sola, en las hamacas. Me dejaba pendular sin fuerza, disfrutando de un momento de introspección y más preocupada por trazar con los pies un surco en la arena que develara la humedad imperceptible bajo el sustrato ardiente del mediodía.

¿El sol quemaba menos en ese entonces? ¿Mi cuerpo infante sentía otras temperaturas? No tengo recuerdos de sufrir. En general, digo. La idea de sufrimiento es algo muy acabado, perfilado, con fuertes componentes de recuerdo y de autocompasión. Es todo un género en sí mismo.

Llegan ellos. La actitud corporal es inequívoca. Eran 3 o 4. Una legión. Qué me dijeron es lo de menos, podría haber sido cualquier cosa, cualquier sonido iba a ser eso: una declaración de guerra.

Me pongo de pie en la hamaca, se me ocurrió ahuyentarlos con una muestra de destreza. Toman arena y me la empiezan a lanzar. Salto de la hamaca y corro. Correr es, por supuesto, una invitación inexorable a ser perseguida. Me toman por el remerón de Snoopy, mamá me compraba la ropa tan grande que esta remera servía de vestido. Ahora estoy rodeada.

Lanzo patadas al aire. Me siento valiente y feroz, pero sé que no tengo chances. Sólo queda pelear por mi orgullo, por el relato, porque realmente ya estoy atrapada. Uno de ellos, el más alto, me entra un gancho en el estómago, caigo de rodillas, como un samurái que va a practicarse el seppuku. Me miran en silencio mientras recupero aire, no me dejaron ni las palabras, así que les tuve que pegar. Le mordí la rodilla al alto muy cerca de una frutilla así le dolía más. Hundí los dientes como si fuera a comer una manzana jugosa. Mis dientes de leche. Todavía en ese entonces me entraban los dientes en la cara. El alto lanzó un alarido. 

Si ellos jugaron sucio, yo fui peor, lo sabíamos todos. Mi jugada los habilitó: me toman de las manos y de los pies, resoplo y tiro coces, furiosa. Me quieren inspeccionar. El alto busca levantarme la remera. Siento la arena húmeda metiéndose por debajo de mi remera-vestido y pienso que lo peor va a ser continuar el resto del día friccionada por la lija de la arena entre todos los plieguecitos de mis regordetas piernas. Grito y araño y me siento un gato. Soy una performance excepcional. El atropello me habilita a hacer mi mejor papel de fiera imposible, agarrada sólo por tres o más investigadores que me tienen que sujetar con todo su cuerpo para descubrir mis secretos. Pero no hay secretos. Apenas levantan mi remera, mi cuerpo es su cuerpo. Estoy segura que no esperaban ese desenlace tan evidente. Los cegó el ansia de cazar y de pronto se sintieron tan estúpidos, tan humillados, de ver su cuerpo en mi cuerpo sucio, arañado, y transpirado. Me quedé quieta y conteniendo el enojo, ya no peleaba porque había algo más poderoso que podía hacer, dejarme ver y verlos comprender que la trampa se las había tendido yo.

Como al grito de una orden, se fueron corriendo, se esfumaron, perdedores sin trofeo, y ahora fugitivos de la justicia, si yo los denunciaba a la profe se les iba a armar flor de lío.

Quedé sola recuperando el aliento. El samurái se acomodó su remerón de Snoopy y volvió lentamente caminando a su hamaca.