La originalidad y la audacia son dos cualidades del “surrealismo chatarrero” del poeta Mario Ortiz. En Bahía Blanca, su ciudad natal, los restos de un viejo televisor Zenith, encontrado en una esquina y llevados por el poeta al patio de su casa, son desperdicios que se transforman. Convencido de que tiene que abrir “un taller y reparar el mundo tal como le llega, por fragmentos”, consigna que adoptó del poeta francés Francis Ponge, Ortiz es un reparador atento a los ciclos de la vida y la destrucción. En su taller experimenta y capta como sólo él puede hacerlo –la genialidad existe, aunque no lo crean- una madeja de figuras y sentidos entre las palabras y las cosas. A su obra en construcción, que se publica bajo el título general de Cuadernos de Lengua y Literatura se incorpora el volumen XI, titulado Tratado de Iconogénesis (Leteo), donde intenta responder algunas preguntas: ¿Cómo nace una imagen? ¿Cómo se origina la palabra que escribimos sobre una hoja?

Ortiz (Bahía Blanca, 1965), docente e investigador, aprovechó la pandemia para estudiar y escribir “desaforadamente”, pero esta vez no es otro cuaderno de lengua y literatura, sino “una investigación que involucra al mismo tiempo aspectos históricos, legendarios, filosóficos y teológicos”, cuenta el poeta en la entrevista con Página/12. “Bahía Blanca tuvo otras vidas que fueron silenciadas o masacradas –recuerda Ortiz-. La plaza central de nuestra ciudad donde se ubica la ‘perfomance surrealista chatarrera’ fue escenario de una monstruosidad sin nombre precisamente en nombre de la ‘civilización’: la quema de cadáveres de aborígenes luego del último malón en 1859. Ellos vuelven a la vida textual para recordarnos que también somos parte de esa historia. Debemos repararlos, debemos repararnos transformando un lugar de masacre en algo habitable”.

-“Esta época también es compleja e injusta, por momentos insoportable”, escribiste en “Tratado de Iconogénesis”. Como el libro lo terminaste en 2019, esa insoportabilidad refiere al macrismo. Pero ahora adquiere otro espesor a partir de la pandemia, ¿no?

-En efecto, cuando escribí esa frase venía de soportar cuatro años de un gobierno de “niños chetos y ricos” que ni siquiera tuvieron la coherencia de ser plenamente liberales como Cavallo. Pero en verdad, el carácter insoportable venía dado por un factor que, lejos de desaparecer, se ha radicalizado: el universo digital-ciberespacial favorece un acceso extraordinario a la información, pero al mismo tiempo potencia lo peor del ser humano. Vivimos una edad de furia y ansiedad, bombardeados por operaciones tóxicas y teorías conspirativas cultivadas en granjas de trolls; vivimos pendientes unos de los otros a través de las redes sociales, expuestos a un estado de panoptismo voluntario y militante. En estas condiciones, para decirlo con palabras de Sartre, el infierno es el otro.

-¿De qué modo la escritura “repara el mundo”? ¿Qué efectos produce en quien escribe y quien lee?

-El texto debería ser el espacio donde salgan al encuentro los dialogantes, donde el otro se despoje de ese carácter infernal sartreano y recupere su dignidad de amigo, de semejante, de hermano lector. Además, dado que la escritura es objetivante, aquello que permanecía sin nombrar adquiere la palabra. El texto también es el espacio que se abre para que algo inefable tenga lugar y eso repara porque establece un nuevo orden de cosas. Transforma el entorno al mismo tiempo que el entorno irrumpe en el texto y se vuelve “escribible”. Una rosa de los vientos de adorno que está en la plaza central de Bahía Blanca se convierte mediante la palabra en un vórtice caleidoscópico y nos muestra a todos los que habitamos esta ciudad que existe una posibilidad de ser de otro modo: la geografía y el tiempo bahienses se curvan hasta desembocar en una nueva dimensión poética.

-Quizá uno de los hilos conductores que hay en los “Cuadernos de Lengua y Literatura” tenga que ver con los ciclos de la vida y la destrucción. ¿Por qué te interesa esta cuestión?

-Me interesan mucho las ruinas y las cosas viejas, abandonadas y destruidas, porque allí se encierra una historia de uso. Eso tuvo vida. Alguien lo empleó, lo habitó, lo transitó. Esto es particularmente dramático en una sociedad de consumo masivo y descarte, donde todo se vuelve efímero. Entonces recuperar la destrucción y llevarla al lenguaje es una forma de devolverlo a la vida, a un uso imaginario. La escritura lo repara. Esto también cuenta para los seres humanos. Haber escrito un cuaderno anterior donde tematizaba la muerte de mi padre fue reparador para mí. Sentí por un momento que él vivía de nuevo en mi escritura y que estaba feliz.

-¿Qué es el surrealismo chatarrero? ¿Un nuevo género inventado por Mario Ortiz? ¿Una performance que funde experiencia, laboratorio, taller y escritura?

-No había pensado el surrealismo chatarrero en esos términos ni en ningún otro en particular. Era más bien un chiste que retomaba las aproximaciones insólitas de Reverdy-Breton a partir de unos desperdicios electrónicos arrojados en medio de un yuyal. Pero esa definición que proponés me parece muy sugerente y productiva. En la idea de performance que funde experiencia, laboratorio, taller y escritura hay algo muy propio de las vanguardias y que para mí tiene plena vigencia aún hoy: la necesidad de unir arte y vida, es decir, que la literatura sea algo más que una actividad fantasmática que queda encerrada en las páginas de un libro. Y se trata de armar un taller con lo que hay, con lo poco o mucho que tenemos a mano, con los restos reciclables de la existencia misma. Una “tecnología pobre”, como dijera Sebastián Bianchi. Me voy a apropiar de tu definición. Después arreglamos el precio por mail (risas).

-Este cuaderno, como los anteriores, está atravesado por muchas preguntas. Una es: ¿Por qué volver a pensar en la imaginación cuando vivimos en medio de un desborde incontrolable de imágenes? ¿Encontraste una respuesta más convincente después de terminar este libro?

-Como dijera Didi-Huberman, hay que aprender a orientarse en medio de las imágenes y recuperar, descubrir o inventar aquellas que son valiosas, aquellas que dan vida. Y sí, encontré la respuesta, una más que satisfactoria. Hay una panadería cerca de la plaza que se llama “Al pan pan”. Yo imagino que el pan que sale de allí es absorbido por la fuerza convectiva de la rosa de los vientos, y al pasar por sus pétalos que giran a toda velocidad, es arrojado a la Catedral donde el “pan ya no es pan” sino que se transforma en Cuerpo de Cristo. Después de estas experiencias escriturales y a raíz de otros eventos que sería largo detallar ahora, pude comprobar que eso no es imaginación, que ese pan es verdaderamente Cristo, una milagrosa realidad cotidiana que supera todo lo imaginable.