De entre todas las cosas fantásticas que pasan en un cuento como Blancanieves, la más extraña, aunque no parece que a nadie le llame la atención, es que el príncipe se enamore del cadáver hermoso de la chica que los enanitos lavaron, vistieron y pusieron en un ataúd de cristal, al menos en la versión de los hermanos Grimm. Blancanieves está muerta más que dormida, pero su cuerpo no se descompone, y al verlo el príncipe está dispuesto a pagar con monedas de oro para llevárselo consigo. Sin embargo las versiones de Grimm suelen suavizar detalles escabrosos de los cuentos de hadas que otros autores recogieron, y así, en La bella durmiente de Giambattista Basile (que se llama Sol, Luna y Talía), un rey llega hasta la habitación donde duerme la princesa hermosa, la acuesta sobre una cama y la viola, por lo que ella queda embarazada. Se trata de cuentos que están alejados de nosotrxs por varios siglos, claro, pero lo que dicen sobre los cuerpos de las mujeres, sobre su disponibilidad absoluta para el goce del varón y su pasividad, quizás no haya cambiando mucho.

La aprehensión hacia los cadáveres y lo que revelan sobre nosotrxs mismxs es comprensible y hasta vital, pero cuando se trata del cuerpo muerto de una mujer, siempre hay un plus. Porque las chicas muertas, esos cuerpos que incluso sin vida mantienen la belleza y hasta despiertan obsesiones varias, están en el imaginario desde siempre, como objeto de deseo o pesadilla. A veces incluso, como las dos cosas a la vez. A diferencia de La bella durmiente y Blancanieves, que enamoraban príncipes y reyes, las novias macabras de Poe, por ejemplo, poseían una belleza terrible que acarreaba la muerte del varón, seducido y repelido sin poder evitarlo. Pero ni siquiera

hace falta irse tan lejos para pensar estas cuestiones cuando tenemos en nuestro haber la historia más macabra sobre el general obsesionado con el cadáver de Eva Perón, preservado como la princesa de un cuento. Parecería ser que en esta sociedad que pretende tratarnos como a cuerpos, desprovistos de voluntad, disponibles para el sexo, el trabajo no remunerado o la reproducción, el cadáver hermoso de una mujer es algo así como la realización de los peores sueños del machismo, algo convertido finalmente y de una vez por todas en objeto.

Por todo eso, una película como La morgue –llamada original y mucho más atinadamente The autopsy of Jane doe–, centrada en el cadáver de una mujer, se deja ver en estos tiempos como una sucesión de imágenes cargadas de sentido hasta lo intolerable, que cala hondo en nuestras pesadillas más profundas como solo el cine de terror puede hacerlo. En La morgue, la tercera película del director noruego André Øvredal, que se hizo conocido con Trollhunter (2010), hay un padre y un hijo que comparten una profesión espeluznante. Son forenses, y además ni siquiera trabajan en un hospital, sino que tienen la morgue instalada en el mismísimo subsuelo de su casa.

Una casa que está, por otra parte, bastante alejada de la ciudad. Por eso La morgue es una película de aislamiento que opera con tres personajes apenas, y es muy inteligente al crear una situación que se mantiene durante toda la película y es una fuente de tensión inagotable: se trata de la presencia, sobre la mesa de disección, del cadáver de una mujer bella y desnuda.

No se sabe quién es, o quién era, esa mujer, cuyo cuerpo aparece semienterrado al comienzo de la película en una escena del crimen que la policía investiga (como nota de color, a la actriz que interpretó al cadáver, Olwen Catherine Kelly, la eligieron por sus conocimientos de yoga, que le permitieron manejar la respiración y no delatarse con algún movimiento inoportuno). La primera vez que se lo ve, el cuerpo emerge parcialmente de la tierra que lo cubre, y solo la cara, un hombro y una teta, torsionados en una posición de entrega casi erótica, resaltan con una blancura imposible. La película genera la expectativa de ver el resto, incluso se podría decir el deseo (¿o lo teníamos ya?), y pocos minutos después lo satisface cuando al cadáver, ya en la morgue, lo sacan de su bolsa. A partir de entonces estará siempre ahí, como una piedra luminosa, que genera un efecto macabro y fascinante a la vez, porque lo que capitaliza la película no es solamente el juego del deseo con los límites del ver, como todo el cine de terror, sino también esa cualidad imantada que ciertos cuerpos de mujeres –cuerpos “perfectos”, como se los considera–, agitados incansablemente ante la vista, llegaron a tener. Quizás lo más brutal que La morgue nos arroja frente a la vista como espectadorxs es esta relación tan estrecha entre la mujer hermosa, el cuerpo como objeto y el cadáver, que pliega en una sola imagen.

En este caso se trata de un cuerpo “al natural”, cosa que por supuesto no existe más que como construcción, con ese aire de mujer original, de Eva, que le dan el pelo castaño desparramado sobre la mesa, las tetas no demasiado grandes y el vello púbico abundante, alejado de otros tipos de cuerpos más intervenidos. Pero no debe olvidarse que ese cuerpo está ahí porque esconde un enigma, un misterio, y es lo que el padre y el hijo forenses deberán averiguar en una noche en la que, por supuesto, se desata una tormenta, cada vez más furiosa en sus truenos y golpes de lluvia a medida que ellos van abriendo el cuerpo, aserrándolo, extrayendo sus partes y corriendo órganos para hurgar todavía más adentro.

Lo primero que surge de ese examen es que se trata de un cuerpo torturado, pero a lo largo de la película se revelará que es, mucho más que una víctima, un cuerpo indestructible que permanece para siempre enigmático y para siempre peligroso, que atraviesa los siglos para seguir arruinando a los hombres. Todo en La morgue gira alrededor del acto de abrir a una mujer –más precisamente a una mujer joven y hermosa– para descubrir sus secretos, pero a esa omnipotencia de científicos sobre un cuerpo indefenso, los protagonistas la pagarán muy cara.

Porque La morgue trabaja con ese poder femenino que en nuestra cultura es producto de los sueños aterrados del machismo, el mismo que violadores y femicidas buscan neutralizar en el cuerpo de cada víctima. Por la misma razón, es una experiencia inquietante ver una película como La morgue en el cine, donde siempre se tiene el consuelo de estar ante una ficción, y a la salida encontrarse con las imágenes reales del cuerpo de Araceli Fulles, por nombrar lo más reciente, en una cultura donde demasiados participan del festín macabro, buscando y compartiendo las imágenes, pero casi nadie se arriesga a plantearse alguna conexión con esta circulación de los cadáveres, o entre la circulación, mediante imágenes, de los cuerpos muertos y los cuerpos vivos.