Es la entrega de los Premios Grammy de 2008. Una voz en off anuncia los próximos artistas encargados de presentar el premio al Mejor Disco del Año: Tony Bennett y Natalie Cole. La cámara muestra ahora a Amy Winehouse, una de las nominadas, que asiste a la ceremonia de manera remota, ya que los Estados Unidos no le permitieron acceder a un visado por sus asuntos con las drogas. Su participación ocurre vía satélite, desde Londres, donde espera rodeada de sus músicos, amigos y familia. La locutora menciona los nombres de los presentadores y entonces hay un instante, un fragmento de tiempo congelado en el gesto de la cantante que observa la entrada de Bennett y Cole al escenario. Un rictus de vulnerabilidad, miedo, parálisis. Una reacción tan íntima e inmanejable, ahí, en vivo, vía satélite para todo el mundo: “¿Esto realmente me está pasando a mí?”, en una mueca casi de dolor, más que de alegría. La vida de Amy Winehouse se puede resumir en esa imagen: enrarecida ante el éxito, insegura ante las miradas de los otros que cada vez son más y más penetrantes, impermeable al reconocimiento profesional. No hay manera de traducir esa expresión en palabras, pero ella tenía la hermosa habilidad de poner esas sensaciones tan íntimas en canciones. Aunque eso le haya significado volverse demasiado extraña de sí misma. Incomprendida, utilizada, abandonada, juzgada. Hoy viernes se cumplen diez años de su muerte.

Winehouse dejó solamente dos discos editados: Frank, de 2003, y Back to Black, de 2006. Pero hay algo que trasciende los álbumes y que está grabado en la (breve) trayectoria de la artista, y es ese punto de singular sinceridad que la atravesaba. El pop está construido sobre la base de una cierta identificación que el público puede sentir con lo que un artista canta. ¿Quién no sufrió por amor alguna vez? No es necesario que el hecho que relata una canción haya ocurrido realmente, la sensación de “esto es exactamente lo que me pasó a mí” es anterior a la cuestión verdad/ mentira. Y además, ¿qué es verdad y qué es mentira en el arte? Pero lo que pasó con Winehouse fue diferente. Back to Black, su “disco de separación”, reflejó sus sentimientos más profundos y desgarrados, y con ese dolor y esa desesperación hizo lo único que era capaz de hacer: convertirlos en canciones. Cada uno de los tracks de ese álbum es una llaga por donde Winehouse se dejó sangrar y entonces otra vez: esa intimidad se volvió repentinamente parte de lo público una ve que quedó al descubierto ante la mirada de miles y miles de personas, y habilitó un espacio de escarnio. Lo privado dejó de existir porque el límite se borró involuntariamente en el preciso momento en que su voz cantó por primera vez aquello de “Ni tiempo me dio para arrepentirme que ya estaba mojando la pija con su anterior apuesta”.

Winehouse escribió su obra definitiva con el corazón roto y la cabeza intoxicada. La historia es conocida: su novio, Blake Fielder-Civil, la había dejado para volver con su ex. Ella comenzó a hacer visible su grave problema de adicción al alcohol y su manager de ese momento, Nick Shymansky, intentó convencerla para que ingresara en una clínica de rehabilitación. Para ello, involucró al padre de Amy, Mitchell, pero él consideró que lo de la internación era excesivo, que no hacía falta. “Escribo canciones porque estoy cagada de la cabeza y necesito ponerlo en papel”, explicaba la cantante en su momento. Dicen que las adicciones tienen que ver con lo que no se dice. Winehouse las cantaba. Una extensión de sus experiencias. Un lugar donde dejar de manifiesto las cosas que la atraviesan. “Quieren hacerme ir a rehabilitación y yo digo no, no, no. Sí, tuve un momento oscuro, pero ya estoy de vuelta, ya lo sabes: no tengo tiempo, y mi papá piensa que estoy bien”, cantaba en “Rehab”. Era el año 2006. Poco tiempo después, el inefable Blake volvería a la vida de Amy. En 2007, ella sobreviviría casi milagrosamente a una sobredosis.

Ah… ¡Los padres! Todo un tema últimamente, a raíz de la relevancia que tomó el caso de Britney Spears y su lucha por deshacerse de la tutela de su papá, que la tiene sometida a una especie de esclavitud legal bajo la forma de conservatorship. Es inevitable pensar en estos días qué habría sido de Winehouse si su padre hubiera actuado de otra manera. Porque Mitch no necesitó tutela legal para convertirse en una figura cuanto menos revisable en la vida de Amy. Un hombre que no pudo (o no quiso) poner un límite al autosabotaje al que su hija se sometía desde mucho antes de ser una estrella mundial. Ella era una chica con una personalidad completamente autodestructiva, propensa a los consumos problemáticos, a las relaciones tóxicas, con serios desórdenes de alimentación... ¿cómo se pone por delante una carrera musical? O peor, ¿cómo se elige construir el personaje y su notoriedad más sobre el material que produce para las revistas y los programas de chimentos que a partir del caudal arrollador de talento para la composición y la interpretación? ¿Qué temía Mitch? ¿Que sin drogas, alcohol ni escándalos en su vida privada lo otro pudiera desaparecer?

De vuelta en la entrega de los Grammy. Tony Bennett abre el sobre y anuncia que Winehouse es la ganadora del premio que disputaba nada más ni nada menos que con Rihanna, Beyoncé, Justin Timberlake y Foo Fighters. En Londres, el estallido de todas las personas que están ahí para acompañarla es como el de una tribuna de cancha durante un gol en la final del Mundial. Pero ella se queda estática, congelada. Otra vez ese gesto casi de desesperación. A su alrededor todos gritan y saltan, y ella se agarra del pie del micrófono, con la mirada perdida tan lejos y tan para adentro. Está vestida, pero se la ve desnuda. Son sólo unos segundos los que permanece en ese estado de soledad tan inconmensurable. Hasta que se da vuelta y camina unos pasos hacia atrás, donde se funde en un abrazo con su banda. “Esto es tan aburrido sin drogas”, se le quejaría más tarde esa misma noche a Juliette Ashby, su amiga de toda la vida.

Es muy difícil hablar de un legado cuando se trata de una artista que murió tan joven. También es injusto hacer ucronías acerca de cómo habría sido su vida si en vez de decir no, no, no, hubiera accedido a ir a rehab en su momento. O si su padre hubiera hecho un poco más que contar dólares cuando tomó las riendas del asunto. O si su madre la hubiera tomado en serio cuando la chica, a los 13 años, le contó que había descubierto una nueva dieta que consistía en comer todo lo que quisiera, y luego simplemente ir al baño y vomitar. Lo cierto es que diez años después de su muerte, la figura de Amy Winehouse merece ser recordada no por sus errores (y los de otros), sino por su calidad y altura musicales, por ser capaz de imprimir cada centímetro de su torturado ser en canciones que todavía hoy suenan con la frescura, la irreverencia, la profundidad, la sinceridad y la transparencia que tenía como artista