¿Quién hubiera imaginado que la historia de un entrenador de fútbol americano de una liga amateur que viaja a Londres para dirigir a un equipo de la Premier League, ahora comandado por la despechada esposa de un millonario infiel y despreciable, se convertiría en una de las mejores comedias de los últimos años? Basta probar con ver algunos de los episodios de la pasada temporada de Ted Lasso para comprender su merecido éxito. No solo recibió 20 nominaciones al Emmy en las candidaturas anunciadas hace dos semanas, sino que su segunda temporada –estrenada el pasado viernes 23 en Apple TV+- consiguió aún mejores críticas que la primera. Es que el mundo creado por Jason Sudeikis y compañía no se ciñe a la lógica de la comedia de deportes, ni al espíritu de ese entrenador optimista en un mundo cínico, ni siquiera a las tensiones entre británicos y estadounidense en las disputas por el idioma. Ted Lasso consigue hacer comedia con lo impredecible de ese encuentro entre una jovialidad inoxidable y un mundo preparado para resistir la entusiasta simpatía de su embate.

La idea de Sudeikis, uno de los alumnos de Saturday Night Live que desfiló por comedias como Quiero matar a mi jefe (2011) y ¿Quién *&$%! son los Miller? (2013), nació de una serie de cortos publicitarios que filmó para la NBC con el objetivo de promocionar la transmisión de la Premier League en los Estados Unidos. Allí se modelaba el personaje de este “coach” con bigote y acento de Kansas City, que ahora llega a Londres como un turista despistado, sin demasiada idea sobre cómo es el fútbol y menos la idiosincrasia británica, dispuesto a ganarse a todos los escépticos con su sonrisa llena de dientes. Sudeikis y sus co-creadores, Brendan Hunt (también actor, intérprete del genial Beard, asistente de Lasso en su epopeya futbolera), Joe Kelly (guionista de SNL y de sitcoms como How I Met Your Mother) y el más veterano Bill Lawrence (productor de series como Spin City y Scrubs), expanden esa caricatura del americano rústico al convertir su entusiasmo en algo más que el barniz de su ignorancia.

Desde el instante en que pone un pie en el club AFC Richmond, Ted Lasso debe encontrar estrategias para enfrentar la hostilidad que lo rodea. Los insultos de los hinchas, el destrato de los jugadores y las conspiraciones de su jefa que ha decidido utilizarlo como prenda de venganza para castigar a su ex marido. No es que Lasso ignore esa correosa animadversión que lo rodea, sino que decide enfrentarla con la única táctica que conoce: su pegajosa buena onda. No hay cálculo ni manipulación detrás de sus actos sino esa misma convicción que lo llevó a hacer la valija y mudarse a un país que no conoce, para dirigir un deporte que no entiende. Con algo de esa temeridad cuelga un cartelito infantil que reza “Believe” en el vestuario, se ocupa de aumentar la presión de las duchas y lleva cada mañana unos bizcochos caseros para su jefa, que esquiva la charla pero disfruta la pastelería. Rebecca (interpretada por la estrella del West End, Hannah Waddingham), alta y amenazante como la torre de Londres, es el exquisito contrapunto de la irritante transparencia de Lasso, el espejo británico frente a su campechana bonhomía.

Es que Ted Lasso funciona tan bien porque todas sus piezas parecen estar en el lugar correcto. No solo la decisión de expandir una idea ya transitada como es la del americano en Londres, con sus confusiones verbales y sus quejas gastronómicas, sino sostener ese andamiaje con una perfecta galería de personajes secundarios, diálogos ingeniosos y una persistente expansión de los conflictos y sus derivaciones. Por ello Rebecca es mucho más que una mujer dolida por las infidelidades de su marido y dispuesta a vengarse hundiendo su club en el ridículo; es también quien descubre su propia fortaleza en el apego a un equipo que creía solo la expresión de su enemigo, la delegada de ese nervio británico que Lasso descubre con el ímpetu de un bautismo de fuego, y la inesperada amiga de Keeley, la extrovertida botinera que compone Juno Temple, dando vida a una de las duplas más cómicas de la serie. Son esos pequeños hallazgos los que hacen la distinción: las conversaciones entre Rebecca y Higgins (Jeremy Swift), director deportivo heredado de su marido y convertido en agente encubierto del hundimiento de Lasso, la conciencia de Keeley de su propio personaje forjado en las fantasías sexuales de la era Instagram, el eco divertido del mundo futbolero en la prensa y sus laderos, con las operaciones mediáticas como parte necesaria del espectáculo fuera de la cancha.

Lo que distingue a Ted Lasso como serie, y como personaje, es la insidiosa maleabilidad con la que puede expandir sus estereotipos. Y así como los británicos no son solo estirados que toman el té y gritan “wanker” en el pub frente al televisor, Ted tampoco es el “hillbilly” salido del Medio Oeste que no sabe lo que es un córner. De alguna manera, la vocación de la serie por asumir esas premisas es la que impulsa la curiosidad de Ted por resquebrajar su propia parodia. Para infundir confianza en Sam (Toheeb Jimoh), un jugador nigeriano que parece no adaptarse a la vida inglesa, Ted le regala uno de los soldaditos verdes que le envió su hijo vía encomienda desde Kansas City. Con aplomo y cuidado, Sam le devuelve el pequeño muñequito y le aclara que no todos tienen en alta estima a las fuerzas militares de Estados Unidos. “Oh, claro, imperialismo”, replica Ted desde el ingenio que Sudeikis esconde tras su prolijo bigotito. Cada uno de esos vientos esperanzados que parecen impregnar al relato de una irremediable ingenuidad, son contrarrestados con su acerada consciencia de qué es lo que estamos viendo y porqué nos resulta inevitable reírnos de ello.

El propio mundo privado de Ted Lasso también se deconstruye en tanto lo hace su condición de embajador de una serie de tópicos como el optimismo, la voluntad y el espíritu de superación. Si la verdadera razón por la que Ted acepta el puesto de DT en Inglaterra es el intento de salvar su matrimonio, ya en la primera visita de su esposa descubre que no hay distancia que restituya el amor perdido. Todos los consejos que Ted desplegó con Rebecca y su desencanto marital, o con el capitán del equipo (inmejorable Brett Goldstein) y sus inseguridades amorosas, resultan el vano preámbulo de un ataque de pánico en un karaoke de Liverpool. Las consignas de autoayuda revelan así las mismas limitaciones que los prejuicios que signaron su desembarco frente al Big Ben. Ted Lasso, como cada uno de sus personajes, es la expansión de ese diseño de apariencias, la riqueza detrás de la primera impresión, la convicción de que la comedia es más que una suma de risas al igual que el fútbol es más que el dibujo de una estrategia.