I.

Lo crié de potrillo. Me permitieron tenerlo hasta que no ocupara demasiado espacio en el patio de atrás. Por las mañanas jugaba con él debajo de la estrella federal. Lo montaba y me llevaba lejísimo sin necesidad. Lo alimentaba con zanahorias, le daba agua, lo bañaba. Por la tarde lo llevaba al jardín y se echaba junto a los agapantos. Para mi fortuna nunca creció. Sólo para mí iban pasando los años.

II

Dentro/fuera,

en las orillas de ese objeto extraño llamado vida o llamado literatura, trotaba mi potrillo.

Detrás de las cortinas era como un cadáver más, pero en cuanto lo nombraba se convertía en un animal sin dueño,

feroz/dulce,

raro/simple,

más raro aún para los que no esperaban, de esa bestia diminuta y enrevesada, la menor simplicidad. Hacia atrás y hacia adelante se movía el bicho raro con cuerpo de anguila hecho de líneas diminutas,

una

debajo

de

la

otra,

a veces/casi siempre/versos.

Hasta que comenzó a engordar y su cuerpo se extendía de margen a margen, ya no era anguila, el potrillo, sino galaxia/oso/caverna, y entonces vino el dios santo de las etiquetas y le puso una estampilla en la frente unicornia: prosa poética. Chicha/limonada.

Carajitos de palabras una después de la otra, mueca de ni fu ni fa, una discusión detrás de la otra, un juicio sobre otro, un ejemplo ejemplar, un manual incontinente, la vejiga espontánea, un pasaje al cielo o al purgatorio. Mi potrillo comenzó a relinchar todas las noches de sus días y todos los días de sus noches.

III

La kermés del inferno desplegaba su hoja en blanco y el potrillo escribía, escribía sin saber que había un pasaje reservado hacia el cielo de los potrillos/anguilas, o hacia el purgatorio del ni fu ni fa. Todavía tenía chance de menear las rayitas hechas de palabras. Dame una rayita y te daré el paraíso, decía el santo dios que ponía las etiquetas en la frente/culo del género poesía. Y el potrillo le iba a dar la rayita pero no, porque inmediatamente los carajitos se le rebelaron y fue entonces que comenzaron a obesar, se extendieron de margen a margen, y qué te fumaste, le decía el dios santo de las estampillas, y el potrillo se replegó, giró sobre su propio eje, estornudó y se le salió el alma, tosió y se le salió el corazón, lloró y se le inundó el sótano. Escribió.

IV

La vida era poiesis.

El pájaro era perro.

El bicho que ladra/lame las palabras también quería su poiesis.

Allí sólo había un furor/obstáculo.

El potrillo venía cabalgando desde el silencio y su relincho no salía por la boca sino que entraba, entraba por todos los orificios de la literatura, creando una multiplicidad de vasijas/huecos con los hilos del lenguaje y los carajitos del silencio.

Apretaba el lápiz sobre el papel, las pezuñas sobre el teclado. Los ojos acá y allá. Salían las palabras de sus casillas. Infinidad de bichos/aisthesis que todavía hoy no hablan pero son, que no escriben pero dicen, que no tienen comienzo ni fin y hacen sus cosas, habitan/orbitan el sótano y el umbral.

V

Y resulta que el potrillo llegó, con sus carajitos, a la kermés del inferno aunque el dios santo de las estampillas hubiera querido que se fuera para otro lado, durante las 24 horas, los 365 días del año, pero el potrillo, hacia atrás y hacia adelante, hacia adentro, cada vez más adentro, se detenía sobre sí mismo, bebía la chicha/limonada mientras pensaba algo sobre el llamativo crepúsculo, la loca susceptibilidad, la queja muda. El género literario entonces tendió la trampa y el potrillo cayó a su manera, un cae/flota, caso en curso, presencia de la ausencia. Tiró una vez más del piolín y llegó el día en el que el dios santo de las estampillas le dijo basta con la palabra basta.

VI

Así fue como el santo dios de las estampillas dibujó el Triángulo de las Bermudas, la Santísima Trinidad y las Trillizas de Oro. Una línea iba de un punto a otro. De allí salía otra línea hasta otro punto y de éste salía una tercera línea hasta el primer punto. Adentro del triángulo puso la zanahoria y los laureles, pero el potrillo…

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