Sobre el negro, aparece una palabra escrita en una lengua desconocida. Pienso que se trata de una mezcla de árabe y hebreo. Contraigo los abdominales para levantarme y ver desde una posición más cómoda, y casi se me va medio hemisferio izquierdo con la bandeja de acero inoxidable apoyada sobre los almohadones que ocupaba Marianela. Siento el dolor agudo en la sien, parece meterse en la piel y escarbar algunos milímetros como una esponja. Nota del editor. Una voz en off oficia de traductor. El sueño me cierra los ojos y le pido un café a Marianela que acaba de volver de la cocina. Marianela me dice un café por una lectura big++4, y se detiene para advertirme que está sangrando ligeramente mi frente izquierda. En efecto, es un hilo de sangre que alcanza a rozar el párpado; un raspón rabioso y sin verdadera importancia.

Escribo, y leo: Revista o libro que contiene material sensacionalista, característicamente impreso en papel basto, no refinado. Gerardo, Javier, Guillermina y Romina ríen a carcajadas en la cocina. Trato de comprender lo que intentan decirse; no estoy seguro, creo que Gerardo habla de una fiesta para año nuevo en la casa de Guillermina, según las versiones que maneja Javier, y que para el veinticuatro no hay dudas de que a las dos de la madrugada nos encontramos en La Mansión Divina. 

La cámara desciende y se pierde en las piedras desparramadas sobre la acera. En uno de los extremos de la pantalla dos hombres retuercen el pescuezo de una docena de gansos silvestres y cuelgan los cuerpos de los animales en un tendedero de acero montado sobre el aparcadero. Son trabajadores, visten mamelucos y calzan botas de cuero; como los carpinteros en los dibujos de texto escolares, llevan en sus pantalones un sin fin de herramientas de tamaños y funciones diversas; pinzas, tenazas, martillos, llaves, objetos que vemos deambular de mano en mano prestos para ser usados cuando lo exija la emergencia. La acera por momentos se hace más escueta, y a pocas cuadras se divisan las calles asfaltadas de un barrio descolorido o hueco. Guillermina dice que somos unos desconsiderados porque comenzamos a ver la película sin que ella estuviese presente. El chofer comenta que todo está bien y que no hay de qué preocuparse. Primer plano: los labios empujando el bigote del anciano, el hombre repitiendo los mismos significados con distintas palabras. Exactamente cuando el anciano pronuncia la última palabra una pelota de fútbol se estrella contra el parabrisas del coche mientras éste ingresa a la primera calle de asfalto. Guillermina grita del susto, y ante la maraña de críticas y alusiones groseras se esconde de la vergüenza ajena en su silla. El anciano clava el pie en el freno, y la fuerza del impacto le hace mover la cabeza varios segundos. Se relajan tensiones, hay niños jugando en la vereda, y los cajones de una verdulería entorpecen el paso de los peatones.

El nombre de la calle por la que transitamos es Anterre, comenta el anciano, y con puntual parsimonia nos cuenta la historia del barrio, de sus orígenes, de su esposa, de su madre, de sus tres hijos mayores y de los nietos o pequeños demonios que se cuelgan de sus rodillas cada vez que cruza la ciudad para verlos. El periodista le pregunta la edad de sus nietos, y Omar le contesta 8 la menor, Antonella; 9 la más inquieta, Jorgelina; 11 Beatriz, mi perdición, y 12 Miguel Ángel, el único varón. Es un hombre elegante, amable, dueño de una cadencia que se me ocurre latina (carcajadas: Gerardo cuchichea con Marianela y dejan su sugerencia: trasandina), pescador hasta hace dos años y chofer por necesidad en la actualidad; de ideas comunistas o políticamente desinteresadas, pero amante incondicional del fútbol y de la derecha de Batistuta pateando tiros libres o penales. Los semáforos titilan en amarillo, el anciano gira a la derecha y cruza el paso a nivel que divide al viejo del nuevo barrio; la construcción es irregular, casas con techos a dos aguas de chapa colorada, terrenos baldíos, montañas de escombros y objetos domésticos diversos. La voz del locutor de radio anuncia que son las 10 de la mañana, y que la temperatura es de 16 grados. “Hoy es un día muy importante para todos nosotros… -se quiebra, intenta tragar saliva-. Hace un año, durante el bombardeo que el Frente Contra la Muerte reconoció y bautizó como daño colateral un mes más tarde, fueron asesinadas ochenta y cinco personas y cientos de familias se vieron destrozadas”.

La escena se funde en rojo. Corte A: Títulos de crédito Los cañones bombardeaban Sarajevo y yo sin Philip Morris. Comerciales. Suena un celular que lo atiende Romina, la rubia, la que tiene culo de manzanita (Javier me dijo que las tetas son hechas, pero no parecen); Romina dice que sí, que ya lo estamos viendo, pero que si querés pasar, pasá, que no hay problema; yo me río, más bien sonrío: tiene el cabello rubio y apenas ondulado, los ojos celestes de gata siamesa, pero la sonrisa inocente, plácida, de niña rebelde desvirtúa su esfuerzo encantado. Bueno, no es para tanto. Javier se acerca y nos cuenta que anoche estuvo con Virginia, ¿quién?, Virginia, la que llamó por teléfono, y que no nos podemos imaginar cómo chupa pi pi. Gerardo se levanta del sillón y reproduce el gesto tuerto de una foca, el zumbido de un pato, los movimientos hiperkinéticos de una gallina… Qué hija de puta, ¿no?, digo por lo bajo, y nos echamos a reír a carcajadas. 

En la pantalla una niña atiende el teléfono y habla con su padre; siempre me detengo a ver esa propaganda cuando la pasan, es una publicidad buenísima, y bellísima: el padre le dice a su hija que le diga a la madre que no lo esperen a comer (¿o que lo esperen con invitados?), porque tiene mucho trabajo por delante. La hija, una niña prodigio, le dice a su madre todo lo que el padre debía decirle y por falta de tiempo no puede: que esta noche vienen a comer invitados, claro, que prepare los tomates rellenos que a él le gustan tanto, etc. 

Marianela me dice algo al oído que no comprendo. Está hojeando tapas de Vogue (1994, jul. 26, $8,50, Fra). Le pregunto quién es: Sofía Andrada. Me pregunta de qué nos reíamos tanto con Gerardo, y le contesto que de una película, Jamón Jamón, el mejor film del director español Bigas Luna. Me dice que quería preguntarme algo del film y no recuerda: trabaja Penélope Cruz, le digo, y este actor famoso, español también, que caracterizó a este otro hombre que ya no quiere vivir, ¿cómo se llama?; no, ¡tonto!, me dice ella: del film sobre Sarajevo (faux pas por la Libertad, la Fraternidad, y la Solidaridad Ajenas). 

Le cuento a Javier que hace dos semanas me pasó algo extraño, incomprensible: creía que tenía que encontrarme con una chica que no conocía; estaba seguro, no me importaba otra cosa más que comprobarlo en los textos que aparecían en el diario. Y cuando llegué a la plaza era cierto, me estaban esperando; ella, esa chica, junto a una amiga que se me acercó y movió sus cejas para decirme que era la otra, su amiga, quien quería preguntarme algo. Javier me habla de Vincent y del Lobo, cuando Vincent le dice al Lobo que aquello que le está pidiendo, a él y a Jules, lo podría pedir diciendo por favor. No entiendo, le preguntó a Javier qué quiere decirme; entonces Javier me dice que Vincent tenía esquizofrenia, que por eso reaccionaba de esa manera, identificando aquello que le pedía el Lobo con lo que creía resonaba en su personalidad, o era propio de su forma de ser en la actualidad. 

Corte B: Pequeño título sobre negro: "Deducción, inducción, abducción". Corte B: Interior. En la cocina. De noche. No hay un alma en la calle que se ve desde la ventana, solo el título de un libro reflejado en el vidrio que la cámara progresivamente muestra junto a los ojos marrones del anciano y una voz en off que lee en voz alta: "Abducción: desviar la percepción actual y comprender que no puede haber solución de continuidad entre ésta y la atribución de un significado". Después la cámara desciende hasta una foto de Charles Pierce y una seguidilla de imágenes contrapuestas. Como si a tantos kilómetros de distancia fuera tanta o más necesaria una mediación para coexistir pacíficamente. Estábamos ahí, lo recuerdo; pero no podía recordar por qué me había alejado insensiblemente. Ayer, hoy, siempre.