Un teatro en llamas. Quizás esta sea una de las imágenes más contundentes a la hora de explicar lo que significó el arte y la cultura para la dictadura cívico-militar iniciada en 1976. Durante la madrugada del 6 de agosto de 1981 un comando militar incendió las instalaciones del Teatro del Picadero tan sólo una semana después de la inauguración de Teatro Abierto, aquel ciclo mítico impulsado por un colectivo de dramaturgos que Osvaldo Dragún definió alguna vez como “marginal, contrabandista y fuera de todo circuito de promoción”. A 40 años del trágico episodio, algunos de sus protagonistas reflexionan sobre el papel que tuvo aquel espacio como símbolo de resistencia.

El primer dueño del Picadero fue Antonio Mónaco, actor, director y docente que hoy reside en Mar del Plata recuerda, en diálogo con Página/12: “Estábamos en plena dictadura militar con prohibiciones, desapariciones, clausuras de salas, bombas en los teatros, pastillas de gamexane en las funciones; era muy difícil expresarse, hablar de política, de justicia. Si uno leía la cartelera teatral de ese momento, eran todos espectáculos pasatistas”. A inicios de los ’80, Mónaco daba algunos talleres y con un grupo de alumnos empezó a trabajar La otra versión (o El Jardín de las Delicias), una pieza inspirada en la famosa pintura de El Bosco que tenía apenas dos páginas de texto y exploraba el teatro de la imagen en una época en la que ni siquiera existía como tal. La necesidad de expresión y esa estética disruptiva demandaron un nuevo espacio: “Descubrimos que no podía ser metida en una sala convencional porque nos iba a condicionar”.

Dentro de ese grupo había una joven alumna de cuya realidad personal Antonio conocía muy poco: Guadalupe Noble, hija de Roberto Noble (fundador y dueño del diario Clarín) junto a su primera mujer, Marta María Guadalupe Zapata Timberlake. “Ella me dijo que disponía de dinero para alquilar o comprar un espacio y la propuesta me sorprendió gratamente. Después de mucha búsqueda, encontramos esa maravilla que había sido una fábrica de bobinados y bujías, ubicada en lo que era el pasaje Rauch. Cuando se formalizó la sociedad se me concedió el 50% de las acciones, pero lo cierto es que todo el dinero lo había puesto ella; yo no tenía un peso, viajaba en colectivo y vivía de mis clases. Ese gesto de Guadalupe me conmovió mucho y me pareció de una enorme generosidad”. El nombre y la arquitectura de la sala evocaban los orígenes del teatro argentino –el circo criollo de los Podestá– y la programación inaugural era en sí misma una declaración de principios: una charla a cargo de Pepe Soriano (quien estaba prohibido por la dictadura); otra de los actores Inda Ledesma y Luis Brandoni; un unipersonal de Walter Santa Ana; un show de Marilina Ross (recién llegada de su exilio en España) y un recital del Cuarteto Zupay (también prohibido). “Quería que en esa programación no hubiese equívocos; muchos me decían que era un acto suicida”, recuerda Mónaco.

“Un día vino a verme Osvaldo Dragún, con quien nos teníamos mucho afecto y respeto. En ese momento eran cinco autores (estaban Cossa, Gallípoli, Somigliana, Gorostiza) pero tenían la idea de formar un grupo de siete para escribir sobre los pecados capitales y hacer una programación semanal al mediodía. Me pidieron el espacio y propusieron que dirigiera una de esas obras. Empezamos a trabajar en Argentores y la idea fue creciendo. Teníamos esa sensación de clandestinidad, estábamos inventando algo que era un grano. Y todos eran artistas prohibidos”, dice Mónaco. El proyecto creció tanto que la cantidad de autores previstos se triplicó y la fórmula consensuada fue: 21 obras breves (de media hora) distribuidas en 7 días. 

En aquel grupo estaba Roberto “Tito” Cossa, quien asegura: “Teatro Abierto es mi mayor recuerdo vinculado con el teatro. Fue un fenómeno que empezó como una protesta y se convirtió en una epopeya cuando incendiaron el Picadero. Este arte nuestro que a veces hacemos para entretener y que tiene algo de pequeñoburgués se convertía de pronto en un acto de resistencia contra esa dictadura siniestra. El recuerdo es imborrable y está en la memoria de mucha gente”.

El movimiento se gestó como respuesta a dos episodios muy concretos que los autores vivieron como una humillación: por un lado, la sentencia de Kive Staiff (por entonces director del Teatro San Martín), cuando en una conferencia de prensa de 1980 respondió a un periodista que la programación del año siguiente no incluiría dramaturgos nacionales porque “no existían”; por otro, la supresión de la cátedra de Teatro Argentino Contemporáneo en el Conservatorio de Arte Dramático por acción de la interventora. “Esos autores que habían sido prohibidos no podían vivir de su trabajo, necesitaban llevar el pan a su mesa y no tenían cómo porque su oficio estaba prohibido. Y cuando se los negó –esto no sólo era un hecho económico sino también moral– decidieron reaccionar y ponerse en peligro”, destaca Mónaco.

El día del incendio, él terminó de ensayar la pieza de Máximo Soto que le había tocado dirigir (Trabajo pesado), subió a su oficina para buscar un paraguas y, antes de salir, hizo lo que hacía siempre: bajó la llave de luz general que estaba junto a la puerta de entrada. Se fue a su casa que quedaba a unas quince cuadras del teatro, pero a la madrugada alguien llamó al portero eléctrico y dijo: “Antonio, se está incendiando el Picadero”. Era el esposo de una empleada del teatro que trabajaba como taxista y, desde su coche, había visto el pasaje repleto de patrulleros, camiones de bomberos que no tiraban agua y gente amontonada. El hombre vio el derrumbe del techo y las llamaradas de varios metros de altura: después de ser retenido por la policía, le ordenaron que fuera a comunicárselo al dueño. Cuando Mónaco fue a denunciar el hecho, lo retuvieron en la comisaría hasta la tarde del 6 de agosto. “Se ocuparon de hacerme asustar. Después me enteré que habían llamado a la compañía de seguros para consultar el importe y, cuando comprobaron que no cubría ni el costo de una lamparita, me largaron. La intención era acusarme de quemar el teatro para cobrar el seguro”, explica.

Una de las que llegó ese día a la puerta del teatro fue la actriz Rita Cortese, quien participó del ciclo en Lejana tierra prometida (obra de Ricardo Halac dirigida por Omar Grasso): “No me voy a olvidar nunca de ese día porque el 5 de agosto es mi cumpleaños y esto pasó en la madrugada del 6. Yo iba en mi auto cuando nos enteramos que habían incendiado el Picadero; no podíamos creerlo. En ese tiempo los actores nos encontrábamos en la calle, había una vida muy particular en la noche y en calle Corrientes. Era imposible no enterarse porque todo estaba en el aire. Recuerdo que nos encontramos todos los compañeros. Fue una gesta magnífica, única, irrepetible y hecha en el campo popular”.

El dramaturgo Roberto Perinelli –quien participó del ciclo con su pieza Coronación– evoca sus impresiones ante la noticia: “Hubo un primer momento de desazón porque nos habíamos empeñado en generar un acontecimiento (aún no era un fenómeno), una respuesta de los débiles hacia los fuertes. Y los fuertes demostraron que lo eran. Pusieron una bomba en el medio de la platea. También hubo miedo porque uno no sabía hasta dónde podía llegar esta gente, y después sentimos una especie de furia. Creo que fueron 24 horas de desconcierto hasta una famosa reunión en el Lasalle que fue decisiva. Ahí advertimos que no estábamos solos: vino la intelectualidad, el periodismo, gente de teatro y también aparecieron los políticos que empezaban a sacar la cabeza. Parecía una reunión de la democracia aunque estábamos en plena dictadura. Eso nos hizo seguir”.

En aquellos tiempos hacer teatro no era fácil. Había artistas prohibidos, exiliados, e incluso ya se habían registrado casos de desapariciones en el campo teatral: el 19 de junio de 1976 fueron secuestrados los actores Gregorio Nachman y Luis Conti, mientras que Carlos Waitz había sido detenido-desaparecido el 26 de enero de 1977 en plena función teatral, durante la puesta de Israfel. Cortese recuerda que de camino al Teatro Tabarís eran perseguidos por los tristemente célebres Falcon verdes, y también menciona un hecho vivido por el actor Ulises Dumont: “Él hacía una obra en calle Corrientes y tenía doble función, entonces se iba a tomar un whisky a un bar muy conocido de la zona. Entre función y función, vino la policía y se lo llevó porque sí. Fue una resistencia muy activa y muy peligrosa, no era chiste. Estamos hablando de una dictadura que tiraba gente de los aviones y que hizo desaparecer a 30 mil personas. Mirá el acto que cometen: ¡quemar un teatro!”.

“En esa época no se jodía. Hace poco escuchaba a alguien decir que la derecha mata y es cierto; la derecha no jode. La dictadura militar lo demostró claramente: amenazan, matan, desaparecen, torturan, incendian, meten bombas. Teatro Abierto tuvo dos cosas que fueron muy notables: el nivel de entusiasmo y energía –había una adrenalina que desbordaba todo– y, paralelamente, la conciencia del riesgo”, dice Mónaco, y recuerda la lectura del manifiesto escrito por Carlos Gorostiza en una de las tantas asambleas: “Se leyó ese texto cuyo último párrafo decía: ‘Hacemos Teatro Abierto porque amamos dolorosamente a nuestro país’. Cuando terminó de leer, todos aplaudimos emocionados porque era un texto muy sentido que nos representaba, pero se levantó una mano para pedir la palabra: era Carlos Carella, un actor inmenso y un tipo increíble, militante, muy valiente, que había sido secretario general de la Asociación Argentina de Actores y estaba acostumbrado a la lucha. Carella preguntó: ‘¿Por qué amamos dolorosamente a nuestro país?’. Ahí surgió una conversación sobre lo que nos pasaba íntimamente. Y Carella, un tipo con esa trayectoria y esa capacidad de lucha, dijo: ‘Tengo miedo’. Cada vez que cuento esto me pasa lo mismo que me está pasando ahora, me atraganto. Nos podía pasar. Alguien dijo que éramos un blanco fácil porque estábamos bajo las luces frente a una multitud a oscuras”.

Pacho O’Donnell, por su parte, recuerda que fue convocado por Dragún cuando acababa de regresar de su exilio. “Yo me había ido en el ’76 y acababa de llegar. Fue una experiencia muy importante encontrarme con actores, actrices, directores y técnicos dispuestos a jugarse el pellejo por demostrar que había gente que no estaba de acuerdo con la dictadura cívico-militar, gente que quería una Argentina libre, democrática, republicana. Por supuesto, se hizo con miedo porque eran tiempos de terror. Y la forma de conjurar el miedo fue estar juntos”, dice el autor de Lobo… ¿estás?, una pieza con elenco multitudinario cuyo título remitía a aquel juego infantil asociado al miedo. “Creo que la imagen más fuerte es la del Picadero incendiándose de noche, una imagen fuertísima. El objetivo era amedrentarnos para que las obras bajaran y, sin embargo, nos envalentonó. A partir de este ciclo se generaron otras iniciativas como Danza Abierta, Literatura Abierta, Música Abierta. Otros rubros se animaron también a plantear sus disidencias”.

En esa línea, Perinelli señala que con frecuencia “los golpes se transforman en un boomerang: si no hubieran hecho nada, Teatro Abierto quizás hubiera sido solamente un acontecimiento de cierta consideración, pero ante el incendio se convirtió en un fenómeno que recibió el apoyo de mucha gente”. A la hora de identificar las fortalezas del movimiento, todos señalan el espíritu solidario: “La premisa era horizontalizar: todos éramos iguales, no había figuras de primera o segunda línea y nadie ganaba plata. Teníamos mucha conciencia de que el proyecto estaba por encima de las apreciaciones personales o las posiciones políticas de cada uno. Ese fue para mí uno de los rasgos más notables de Teatro Abierto. Fuimos capaces de posponer las disidencias políticas (algunas muy serias); discutíamos fuertemente pero siempre quedábamos un paso antes de la ruptura. Fue algo de una nobleza impresionante”, destaca Mónaco.

Después del incendio, los artistas llamaron a una conferencia de prensa en el Teatro Lasalle y se ofrecieron 17 salas para continuar con el ciclo, muchas de ellas comerciales. Alejandro Romay –a quien ya le habían incendiado un teatro– le dijo a Mónaco: “A mí el fuego me excita, así que ofrezco mis salas”. La opción elegida fue el Tabarís, que hacía poco lo habían tomado Carlos Rottemberg y Guillermo Bredeston para hacer revistas

Teatro Abierto fue, además, un ciclo popular. Las localidades eran accesibles –costaban la mitad de una entrada de cine– y los espectadores llegaban al pasaje Rauch desesperados por ocupar las graderías del Picadero: “Cuando terminaban las obras, el público se ponía de pie y empezaba a gritar ‘bravo’, no terminaban nunca”, recuerda Mónaco, y Cossa agrega: “Reaccionaban como hinchas de fútbol más que como espectadores. Teatro Abierto fue un fenómeno puramente político; la mayoría de las obras se crearon a partir de la convocatoria y suelo decir que lo mejor que escribieron muchos de aquellos autores fue para el ciclo. La calidad era muy buena y contó con un gran apoyo popular”.

“Ahí funcionó una cosa que no funciona en ningún lado: el ‘habría que’. Si alguien decía ‘habría que pintar esto de azul’, al otro día eso estaba pintado de azul y no sabías quién lo había hecho. Personas que apenas se saludaban, se daban una mano para correr los trastos. Fue algo muy extraño que nunca más volví a vivir”, cuenta Perinelli, quien a la hora de rastrear las raíces del fenómeno se remonta al pasado: “Estábamos hartos de los movimientos militares; esto venía de Onganía. Se dijo que el germen de la dictadura fueron los fusilamientos de José León Suárez y alguien –creo que con más acierto– dijo que en realidad fueron los bombardeos de 1955”. Mónaco ve en Teatro x la Identidad un hijo directo de aquel ciclo, y concluye: “Teatro Abierto no era sólo una necesidad de los artistas, era una necesidad de la gente que quería escuchar eso que decíamos, que alguien dijera lo que ellos no podían decir. Fue un movimiento muy conmovedor”.

 

En La biblioteca de los libros perdidos, Alexander Pechmann cuenta que el dramaturgo francés Jean Racine estudiaba en un estricto monasterio hasta que un día cayó en sus manos Las Etiópicas, novela de Heliodoro repleta de aventuras e intrigas amorosas. Cuando un clérigo lo descubrió, resolvió que el libro era inapropiado y lo arrojó al fuego. Racine consiguió otro ejemplar que corrió la misma suerte así que decidió memorizar el tercero y, después de entregarlo voluntariamente a las autoridades, dijo: “Ahora pueden quemarlo, como los otros dos”. La escena podría asociarse a Fahrenheit 451, pero también a la gesta de Teatro Abierto, que supo articular arte, política y memoria para preservar aquello que el fuego no puede ni podrá consumir nunca porque –tal como sostiene Pechmann– ninguna quema organizada logró desterrar por completo una idea.