A partir de la irrupción de la “teoría queer” en el feminismo, se ha intentado imponer desde arriba, ya sea desde los círculos académicos como desde las políticas públicas, una forma de pensar la sociedad que pretende que la realidad es una construcción voluntaria y subjetiva. Así, se entronizan los deseos individuales como si fueran derechos colectivos, mientras que otras luchas pasan a segundo plano. Se entabló así una polémica por el sujeto político del feminismo. Las feministas siempre nos expresamos a título colectivo, no batallamos por la defensa puntual de un deseo particular, sino que, por el contrario, luchamos desde hace más de 300 años para que la biología no sea el fundamento determinista de nuestra posición subordinada en la sociedad. Pues sucede que, en nuestro país, cuando una feminista pone sobre la mesa que ser mujer no es un sentimiento ni un deseo, sino una biología sobre la que se apoya una realidad social de opresión, recibe agresiones de todo tipo. Las más escuchadas son las siguientes: TERF (o transfóbica), privilegiada y, el más grave, fascista. Dejaremos para otra oportunidad un examen de la banalización del fascismo aplicado a todo cuestionamiento político y me referiré a las otras expresiones.

TERF es una sigla del inglés, “feminista radical transexcluyente” y se usa para insultar a las feministas que no niegan la realidad material de las mujeres. Cuando una mujer habla de los procesos que experimenta a lo largo de su vida (menstruación, menopausia, embarazo, aborto), de su sexualidad, de su salud sexual y reproductiva, es transfóbica. Todo ello porque se nombra a sí misma y a todas las de su sexo, porque pretende, además (¡cuánta osadía!) luchar por sus derechos y los de todas las mujeres. Porque, en última instancia, corporiza el feminismo.

En el nuevo diccionario queer ya no hay hombres y mujeres, sino que el mundo se divide entre CIS y TRANS. En ese mundo, las “cismujeres” somos privilegiadas (junto con los “hombres cis”, claro), porque nuestra “asignación sexual” coincide con “nuestra identidad” (o voluntad o deseo), como si nosotras detentáramos una serie de ventajas o derechos especiales por sobre otros grupos. Del otro lado, el sujeto de las nuevas luchas: el mundo heterogéneo y diverso de lo TRANS. El resultado de esta ecuación es sencillo: el patriarcado no existe más. No hay tareas de cuidado que se impongan a un sexo, ni violaciones, ni ablaciones, ni femicidios, sencillamente porque no hay mujeres. Más aún, las mujeres que aceptan “ser cismujeres” son consideradas cómplices o traidoras, como si “ser mujer” (biológica) fuera una elección y como si las feministas no supiéramos desde hace siglos que “ser mujer” es, también, una realidad social incómoda que tenemos que desterrar definitivamente.

El queerismo nos llama “personas gestantes” o “identidades feminizadas” y todas esas andanadas de retórica insultante se interponen para silenciar y proscribir a las feministas críticas. Lo más grave es que, con esa maniobra, se niega a toda la población la posibilidad de conocimiento, dado que, como las bases del queerismo no son científicas, deben operar, por lo tanto, censurando a quienes tenemos mucho para decir. Las feministas sabemos que hay mucha gente dispuesta a escuchar y todas las mujeres, esas que no tenemos privilegios, nos negamos a desaparecer del diccionario y, por supuesto, de la vida política. 

Rosana López Rodriguez es docente de Historia Argentina III, Facultad de Filosofia y Letras (UBA). Trece Rosas - Razón y Revolución.