Sí, queridos oyentes, he odiado a los miserables que han llevado a Alemania y a Europa a la degeneración, con un odio mortal e incondicional, del que no tenía porqué avergonzarme, del que podía estar orgulloso, y precisamente la profundidad de ese odio puede hacer disculpable el pensamiento, del que no me libraba, de que si ese odio hubiera sido compartido real y profundamente por la ciudadanía, por el pueblo alemán, Alemania no habría tenido que llegar a lo que ha llegado. La guerra que ese régimen llevaba en su interior desde el principio, que llevaba escrita en la frente para cualquiera que tuviera ojos, y de cuyo resultado, como sin duda alguno de ustedes aquí, nunca dudé. Varios de mis hijos, extraño juego del destino, tomaron parte en ella del lado americano, yo mismo tomé parte en ella con mis muchas proclamas a través de la radio británica, y sé bien que en Alemania eran escuchadas a pesar del peligro. Quien las haya oído, o las haya leído reunidas, tal como están impresas hace tiempo, sabe que en ellas no insulté, traicioné ni negué desde la lejanía segura a mi patria, Alemania, como me reprocha la malvada ignorancia, sino que cada insulto, cada ardiente palabra de rabia y aversión, sólo iba dirigida a los dirigentes que llevaban a Alemania al extravío y a sus crímenes; que estaban imbuidas del pánico al abismo que ellos abrían entre Alemania y el resto del mundo, de la seguridad de adónde iba a terminar Alemania si esa gente seguía dominándola; imbuidas también por supuesto, del deseo de insuflar valor a los alemanes que sentían lo mismo que yo, a un mundo atemorizado y espantado por las falsas victorias de Hitler, y en el fondo a mí mismo, el deseo de darnos a todos la seguridad de que esas victorias no significaban nada, de que ese régimen imposible ante Dios y ante los hombres no podía perdurar, que “a pesar del esfuerzo y la violencia” tenía infaliblemente asignado un fin vergonzoso. Se pretende que yo no sentía ese conflicto, que no tenía ni idea de la violencia del terror, del desvalimiento de un pueblo ante el ruidoso, cerrado sistema de opresión del Estado totalitario; inconsciente y carente de experiencia, en la más confortable de las situaciones, yo habría mirado de lejos la tragedia de mi pueblo y hablado sin saber. “Él puede decir –escribió alguien, parafraseando libremente a Goethe–, puede decir que no estuvo allí”. 

Pues no, sí estuve allí. Que alguien que haya leído ese libro indemnizatorio que es Doctor Faustus aún pueda decir que no estuve allí, que la lejanía y la seguridad personal me impidieron estar más fuerte y profundamente allí que más de alguno que lo estaba en persona, que lo entienda quien quiera y quien pueda. Literatura del exilio. Pero la obra de un exiliado que le ha dado toda su capacidad de experiencia, que ha compartido la desdicha alemana. 

Fragmentos de “Alocución en el año de Goethe de 1949”, discurso pronunciado en la celebración conmemorativa de Goethe en la iglesia de San Pablo de Frankfurt am Main el 25 de julio de 1949 y en el teatro nacional de Weimar el 1° de agosto de 1949.