A la estancia italiana, un año de convivencia con mi hermano Heinrich en Roma y su entorno rural, pertenece la primera novela que me decidí a escribir, o al menos sus comienzos. Me refiero a la novela hanseático-patricia Los Buddenbrock, a la que le di el subtítulo de “Decadencia de una familia”. En Roma leí entonces la novelita Renée Mauperin, de los hermanos Goncourt, y quedé entusiasmado, de forma productiva según se vería, con el encanto y claridad de composición de ese libro dispuesto de breves capítulos; tan entusiasmado que hice acopio de valor y me dije: tú también puedes hacerlo. Buscando un tema que pudiera servirme, el que naturalmente me estaba más próximo era mi experiencia individual de infancia, la historia de mi propia familia; como entorno: mi ciudad natal. Había planeado una novela de entre doscientas y doscientas cincuenta páginas, siguiendo el modelo de las novelas de sagas familiares nórdicas. Pero resultó que el libro tenía voluntad propia, que iba mucho más allá de mis intenciones y que iba a convertirse en una novela de dos tomos sobre la burguesía alemana que, como tarea, superaba con mucho en realidad a mis vacilantes fuerzas y mi inexperiencia artística, y representaba por tanto una carga que sólo pude superar con los dientes apretados y sometido a máxima tensión. Llevé de vuelta a Múnich aquel manuscrito hinchado por encima de toda expectativa, y allí le puse fin hacia fin de siglo, después de dos años y medio de trabajo, a menudo interrumpido. El manuscrito fue enviado a Fischer, a quien me sentía vinculado desde El pequeño señor Friedemann. Todavía recuerdo cómo lo empaqueté: tan torpemente que me dejé caer una gota de lacre hirviendo encima de la mano y me hice una ampolla terrible que me atormentó durante mucho tiempo. El manuscrito era imposible. La máquina de escribir aún no era entonces una herramienta obvia de todo escritor... de modo que lo que entregué en Correos era un paquete manuscrito, sí, el peor de los desafíos al lector y al cajista: ¡estaba escrito por las dos caras! Pero el joven autor no pensaba en eso, sino que llenaba tan sólo un miedo: que debía confiar al correo el único ejemplar de su trabajo. Originariamente había querido copiarlo –¡a mano, por supuesto!–, pero luego, cuando su volumen se había desbordado, había renunciado a hacerlo. Precisamente porque sólo había uno, decidí asegurarme y, junto a la indicación de contenido que decía “Manuscrito”, puse en el paquete la suma su valor: 400 dólares. El funcionario de la ventanilla sonrió…

No siempre las obras más grandes son las que han sido escritas con las mayores intenciones. Al contrario, creo que la regla general es que las grandes obras han sido el resultado de intenciones modestas. La ambición no puede estar al principio, no puede ir delante de la obra. Tiene que crecer junto a ella, y pertenecer más a ella que al ego del artista. Nada es más erróneo que la ambición abstracta y preliminar, la ambición en sí e independiente de la obra, la pálida ambición del Yo. 

Fragmentos de “On Myself”, conferencia en dos partes pronunciada en el seminario del profesor Hans Jaeger sobre “Literatura alemana de los siglos XIX y XX” en la Universidad de Princeton, los días 2 y 3 de mayo de 1940.