En aquella extraña habitación parecida a un estudio fotográfico con objetos de entretenimiento para niños, iban a ocurrir cosas antinaturales. Confieso que me acometió una ligera timidez, una resistencia interior, una duda de si mi persona tenía sitio en esa empresa. Pero entonces el director del experimento me encargó sin yo pedirlo el control del médium, a mí y a la casera de Willi, la señora P., y empezó enseguida a instruirme en su ejercicio práctico. Fue muy práctico de hecho, amplio en extremo y tranquilizador. Tenía que acercar mi silla y ponerla enfrente de la del joven, sujetar sus dos rodillas entre las mías y cogerle las manos, mientras la ayudante le sujetaba las muñecas. De ese modo Willi estaba bien sujeto, lo admito, y nos quedamos sentados mirándonos como tontos mientras la concurrencia ocupaba sus asientos, charlando relajadamente. 

Inclinado, incómodo, sin apoyo para la espalda, pero insensible a tales desventajas, aferré las muñecas de Willi, conmovido por su esfuerzo. Nos sacude, bombea, tiembla, se lanza hacia delante y se retuerce, susurra jadeante. 

Un pañuelo se había levantado del suelo y había ascendido. A los ojos de todos, con un movimiento rápido, seguro, enérgico y casi hermoso, se elevó desde el fondo de las sombras hasta el rayo de luz de la lámpara, que lo tiñó de rojo... he dicho ascendió, pero no es correcto, no fue que se elevara aleteando en el vacío, sino que fue tomado y elevado, había un soporte activo dentro de él, que se marcaba en la parte de arriba con unas prominencias similares a nudillos, y del que caía en pliegues: era vivamente manipulado desde dentro, sometido a presiones y sacudidas durante los dos o tres segundos en los que fue sostenido a la luz de la lámpara... y luego regresó al suelo con un movimiento igual de rápido y seguro. 

Entonces, un poco más atrás, ante el fondo oscuro de la cortina, se produce, rápida, apresurada y fugaz, una pequeña revelación. De allí se destaca una manifestación, un Algo alargado, esquemático, de brillo blanquecino, del tamaño y forma aproximada de un antebrazo con la mano cerrada... no puede precisarse con exactitud. Asciende un par de veces, rápida y ostentosamente, ante nuestros ojos, se ilumina mientras lo hace con un breve relámpago blanco que surge de su flanco derecho, que borra por completo la forma de la cosa... y desaparece.

¿Qué era, pues, lo que había visto? Dos tercios de mis lectores me responderán: “embustes, juegos de mano, engaño”. Algún día, cuando el conocimiento de estas cosas haya avanzado y este ámbito se haya popularizado, negarán haber juzgado así, e incluso ahora, si me toman por un entusiasta crédulo y sugestionable, debería hacerlos vacilar el testimonio de experimentadores competentes, como el erudito francés Gustav Geley, que concluye su informe con la categórica declaración: “No digo que en estas sesiones no se haya engañado, sino que no se daba la posibilidad de un engaño”. Ése es mi caso, y la situación interior, tan excitante como complicada, es precisamente que la razón ordena reconocer lo que a su vez la razón quisiera descartar por imposible. La esencia de las manifestaciones descritas conlleva que incluso aquel que las ve con sus propios ojos no pueda evitar pensar en el engaño, especialmente a posteriori; y una y otra vez se ve refutado y anulado por el testimonio de sus sentidos, por la conciencia de su probada imposibilidad. 

Fragmentos de “Experiencias ocultistas”, texto aparecido en Die NeueRundschau, Berlín, 3 de marzo de 1924.