Con la intención de beber sin el incómodo gotero, Esteban Espósito no vacila en quebrar el pico de una botella de whisky contra una mesada de mármol. Acusa poco más de treinta años de edad y es un alcohólico consumado. La novela se llama El que tiene sed y apareció en abril de 1985. Seis años después, en Crónica de un iniciado, nos volveremos a topar con Esteban Espósito, en este caso cuenta con veintiocho años, bebe con moderación y está dispuesto a cambiar su vida por la literatura. Esteban Espósito, qué duda cabe, es el alter ego de Abelardo Castillo, quien, como el personaje que creara, alguna vez fue un alcohólico consumado y desde siempre decidió cambiar su vida por la literatura. 

   Ignoro en cuanto tiempo escribió El que tiene sed, puedo afirmar, el propio Castillo lo ha dicho, que demoró treinta años en escribir Crónica de un iniciado. La novela apareció en octubre de 1991. Muchas de las 458 páginas que narran la iniciación del joven Esteban Espósito, su modo de sentir la literatura y su pacto con el Diablo, yo no las había leído sino escuchado en la propia y contundente voz de Castillo, mediante lecturas que comenzaban pasada la medianoche y terminaban al pie de la madrugada. Ahora, por fin, podía leer aquella novela tantas veces escuchada. Pocas semanas después me referí a ella en un comentario publicado en el suplemento de Clarín, que por aquellos días se llamaba: Cultura y Nación. No tengo copia de ese texto, aún no utilizábamos las computadoras para escribir, por lo que no había modo de guardar lo escrito en las adecuadas carpetas que hoy brinda Word, pero tengo presente cómo cerré la nota, palabra más, palabra menos, afirmé: “Una novela a la que necesariamente habrá que acudir cada vez que se hable de la gran literatura argentina”. 

   A veintiséis años de aquella afirmación, sigo pensando exactamente lo mismo. Crónica de un iniciado, El que tiene sed, La casa de ceniza, El evangelio según Van Hutten, así como sus piezas teatrales y todos sus cuentos, que invariablemente rozan la perfección, hacen de Abelardo Castillo uno de los mayores escritores de este tiempo y le otorgan, sin más vueltas, su condición de clásico. Aquí se hace necesaria una advertencia: cuando digo “clásico” no me refiero a esas obras citadas sin descanso, pero que rara vez son leídas, estoy hablando de aquellos textos que, más allá de la época en que fueran concebidos, mantienen su contemporaneidad, no envejecen bajo ningún concepto. En esta categoría se inscribe la obra de Castillo.

   En la mayoría de los casos, cuando evocamos a alguien que conocimos, que fue nuestro amigo, fatalmente acabamos hablando de nosotros mismos. Esta nota no será la excepción de esa regla. No hay duda de lo que significa Abelardo Castillo para la literatura en nuestra lengua. ¿Pero cuánto significó, cuánto significa, para mí? Muchísimo. Esto nunca se lo dije y justamente lo hago público ahora que él no está para escucharme. Lo conocí a comienzos de los sesenta, yo era un jovencito de veintiún años que se pretendía escritor; Abelardo, que me llevaba cinco, ya lo era: su formidable libro de cuentos Las otras puertas y su pieza teatral El otro Judas daban definitiva cuenta de ello. Entonces dirigía El escarabajo de oro, me invitó a incorporarme al grupo y yo acepté de inmediato, durante diez años fui uno de los responsables de esa revista, a la que tildábamos de católica: “sale cuando Dios quiere”, decíamos, bromeando. Lo cierto es que, con o sin ayuda de Dios, regularmente El escarabajo de oro estaba en numerosos quioscos del país. Un par de décadas más tarde, algunos catedráticos, sin bromear, la consideraron “una publicación mítica que influyó enormemente a los jóvenes escritores de entonces”. 

   Estuve diez años en la revista, pero esta cifra no debe leerse como un mero dato estadístico. En lo que a mí hace, significaron mi formación como escritor. El escarabajo de oro y Abelardo Castillo fueron los responsables de esa formación. En los sesenta, Cuba se constituía en el primer país socialista de América, comenzaba a ser posible lo que hasta entonces había sido una mera utopía. No es casual que la tapa de El escarabajo de oro tuviese como acápite una frase de Goethe: “Gris es toda teoría y verde el árbol de oro de la vida”. No nos costaba mucho imaginar a los Andes como la Sierra Maestra de América, se hacía posible replantear al marxismo desde el existencialismo, Jean-Paul Sartre era un modelo a seguir y ¿Qué es la literatura? nuestro libro de permanente consulta. 

   Abelardo Castillo sabía adaptar, darle voz argentina, a cada una de esas nuevas propuestas que surgían en este lado del mundo. Las notas editoriales que número a número aparecían en El escarabajo de oro son una buena prueba de ello. Arte y literatura estaban íntimamente ligados y el compromiso político no tenía por qué perturbar al compromiso literario. Castillo ayudó a comprender que Borges, además de ser nuestro mayor escritor, es un autor genuinamente argentino, logró que fueran desterrados para siempre aquellos ridículos cantos de sirena que lo tildaban de europeizante. La literatura debe ser un modo de vida, nunca un medio de vida, repitió hasta el cansancio y jamás se apartó de esa consigna. En Ser escritor, un libro que debería constituir lectura obligada para todos aquellos que se inician en la escritura, podemos leer: “Si la palabra mercado te hace pensar ‘persa’, quizá no seas muy original pero todavía estás a tiempo. Si la palabra mercado te hace pensar en la venta de tu libro, no insistas con la literatura”.

   Hay etapas para todo. A comienzos de los setenta decidí que la mía en El escarabajo de oro llegaba a su fin. Junto a Mario Goloboff fundé y codirigí la revista Nuevos Aires. Tres años más tarde me fui a Barcelona, regresé una década después. Cuando me reencontré con Abelardo sentí que el tiempo no había pasado, fue como retomar una charla que habíamos suspendido un par de días atrás. En 1997 edité su libro Ser escritor, igual que en los años de El Escarabajo de Oro, trabajamos de noche, con el mismo entusiasmo y la misma alegría de nuestra juventud. 

   Comencé esta nota hablando de Crónica de un iniciado. Tengo el libro en mis manos y releo la dedicatoria: “Después de treinta años de amistad se puede decir que dos hombres son casi hermanos”, escribió Abelardo. Aquella vez le dije: “¡No exageres, che!”. Ahora me llena de orgullo saber que fuimos amigos y que, a nuestro modo, también fuimos casi hermanos.