Pinamar, la segunda película de Federico Godfrid –la primera que dirige en solitario–, comienza con un viaje y una despedida. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) son dos hermanos que viven en Buenos Aires y viajan a Pinamar para vender el departamento de su madre, que ha muerto recientemente en un accidente. El viaje es silencioso, mitigado por los chistes de Miguel, por los avisos y las reprimendas de Pablo. Pablo y Miguel viven juntos desde hace cuatro años pero sus miradas son distintas, sobre la vida y sobre el duelo. Pablo es el mayor; es estricto, responsable y autoexigente. Su introspección es la que elige Godfrid para conducir el relato, su dolor inexpresable, esa falta que se hace asfixiante como un nudo en la garganta. Apenas llegan al balneario, Pablo le recuerda a Miguel que debe regresar a Buenos Aires ese mismo día, luego de resolver el trámite de la escritura. No hay espera ni dilación posible, todo debe venderse así como está, aún con los vestigios de un pasado demasiado reciente para poder cerrarlo, para poder dar vuelta la página. Miguel, en cambio, es caótico y desordenado, es extrovertido en sus actos y sus pensamientos. Su orfandad se esconde en ese aspecto infantil y despreocupado, en su bohemia algo calculada, todavía imprecisa. Ambos llevan su pena silenciosa a cuestas, junto con los retazos de esa infancia costera que ha quedado guardada desde hace tiempo en la casa de veraneo. La Pinamar de Godfrid es una ciudad apenas real, solitaria y vacía en un otoño tardío, que también es el que la impregna, como la niebla a sus personajes, a sus recuerdos, a su imprevista soledad. 

La Tigra, Chaco (2010), la ópera prima de Godfrid codirigida junto a Juan Sasiaín, también contaba la llegada de alguien a un pueblo, en aquel caso no a la orilla del mar sino en el medio de la provincia del Chaco. Más allá de las diferencias de urbanización, dimensiones y cantidad de habitantes entre La Tigra y Pinamar, en ambas sobrevuela una singular quietud que expresa cierto reposo un tanto inquietante. No hay demasiada gente en la calle, los ritmos son reposados, como regidos por un tiempo suspendido, el tiempo del que regresa para lidiar con el pasado que allí lo espera. También en La Tigra hay un boulevard que atraviesa el espacio, desolado e impregnado de un polvillo arenoso que nunca termina de asentarse. Allí era Esteban (Ezequiel Tronconi) quien volvía luego de seis años para ver a su padre. Como no lo encontraba, recorría el pueblo y visitaba a distintos personajes: a una tía simpática y conversadora que le ofrecía albergue, a su hermanito con el que jugaba a la pelota, a Verónica (Guadalupe Docampo), la novia del rockero de la que se terminaba enamorando. La mirada cálida y cercana de Godfrid y Sasiaín nunca se dejaba ahogar por la duda que presidía el regreso de Esteban, por sus cuentas pendientes o posibles rencores. Toda inquietud se compensaba con el placer del enamoramiento. Lo que le esperaba cuando encontrara a su padre, lo que tenía que decirle, confesarle o reprocharle, quedaba atrapado en el calor de ese repentino amor adolescente. 

En Pinamar ya no hay nadie que aguarde, no hay encuentro infructuoso y postergado. La madre de Pablo y Miguel ha dejado tan solo una campera naranja, el corpiño colgado en el baño y una urna con cenizas. Su casa está intacta, como si se hubiera ido de viaje olvidando arreglar una bisagra rota o guardar la ropa colgada al sol. No sabemos cuánto tiempo pasó desde su muerte, si fueron días o semanas. El regreso de sus hijos al lugar donde ella vivió, donde ellos pasaron sus veranos infantiles, es el intento ceremonial de una despedida, tirando las cenizas al mar en el que ella siempre había pescado, y es también el trámite de la venta, frío y letal cierre de esa herida todavía abierta. El tiempo de espera impuesto por la operación inmobiliaria abre para los hermanos una conexión inesperada, una convivencia diferente a la que comparten en Buenos Aires. El silencio de Pablo y la verborragia de Miguel dejan entrever ese hueco donde se filtra el pasado, esa ausencia que hace que la soledad sea definitiva e irreversible. Y junto con las fotos de la infancia guardadas en un aparador, y los cassettes que atesoran las voces de antaño, aparece Laura (Violeta Palukas), la vecina de abajo, con su pelo azul y su traje de neoprene, que los sacude de esa letanía, como lo hacía Verónica con Esteban en aquella árida región del Chaco. 

Como en La Tigra, Chaco la atención al romance es un eje central del recorrido de Pinamar. Allí están los hermanos y su tenue competencia, su disputa sorda por el liderazgo, por las decisiones que definen el futuro de la casa de la madre, de sus muebles, de todo su pasado. “Dejame dormir arriba”, le dice Miguel a Pablo con su voz juguetona, entre la súplica y el desafío. El lugar que ocupa cada uno en ese presente de ausencias se dirime en la carrera por el bosque, impulsada por un enojo contenido, difícil de direccionar, de poner en palabras. Pablo y Miguel son chicos y grandes al mismo tiempo, conscientes de una adultez repentina que por lo menos es compartida con quien es también un competidor. Porque Pablo y Miguel dirimen en su secreta competencia tanto el recuerdo materno como el amor de Laura, ese presente que ella representa, escurridizo al olvido, aprehensivo de su condición efímera. Laura es la sirena, la que enamora y abandona a sus amantes en el fondo del océano para luego desaparecer hacia otros mares y otras aventuras. Como los peces de Pinamar que se escurren entre las redes de los pescadores, que se alejan de la orilla para asegurar su supervivencia. 

La cercanía de Godfrid con Pablo establece la atmósfera que define a Pinamar. Ese aire de severidad, de permanente restricción que condiciona a Pablo en su llegada a la costa se va relajando, sorteando cualquier atisbo de solemnidad o catarsis sentimental. Godfrid atiende a los encuadres, sabe cuándo explorar los cuerpos, como en la escena con el hermanito de Laura en la que el baile y el juego infantil distienden la rigidez de Pablo, y cuándo preservarlos en la distancia, dando a esa lejanía un sentido dramático, como en la caminata de Pablo y Laura por la calle desolada donde se hacen evidentes las dificultades de ese acercamiento. Pinamar recorre los días de Pablo y Miguel con una mirada atenta a esa última despedida, haciendo de esa geografía costera, abierta y despojada, un eco de una ausencia repentina. Una ausencia que solo es soportable cuando se vive compartida.