Hay algo que inicialmente ‑y saludablemente‑ desconcierta en El peso de la ley, uno no sabe si reír o tomar con pesar lo que sucede: Gloria (Paola Barrientos) se recibe de abogada, pero un accidente casi fatal arrebata la alegría y marca una elipsis brusca. Con el transcurso del film, lo que se devela es una puesta en escena consciente, que trasluce una mirada precisa. Es una ópera prima, no es un detalle menor. Además, es el mismo Fernán Mirás quien asegura: "Sentiré que soy director después de la tercera película que haga, porque hay algo que tiene que ver con poder cotejar, con aprender, y como actor sé cómo es el proceso entero, he visto muchos cortes distintos de las películas donde actué, es un trabajo que lo terminás de cerrar con el tiempo".

En diálogo con Rosario/12, el novel cineasta cuenta que al momento de enfrentar el rodaje, "si bien el primer día tuve pánico, luego me di cuenta de que había estado en primera fila con muchos y buenos directores, como (Alejandro) Doria, (Marcelo) Piñeyro, (Javier) Daulte, (Daniel) Veronese, (Alejandro) Agresti; los vi trabajar, resolver cuestiones técnicas. Según el conflicto, un día me servía uno y otro día, otro. Un director tiene que ser un gran estimulador. Yo me imagino una historia en donde hay ciertas cosas que no sabés por qué están, pero sabés que deben estar; lo que hace que el otro te pregunte '¿por qué es renga?'".

Lo dicho revela sobre la afección que sufre Gloria, como si cargara con una marca en el cuerpo, en tanto alguien distinta, capaz de mirar con otros ojos lo que todos los demás desprecian. Es así como llega a sus manos un expediente con el rótulo "Violación". El hecho tuvo lugar en un pueblo del interior, de localización imprecisa, tanto como lo son su geografía, sus lugareños. Como si Mirás se hubiese decidido por el registro de una impresión, de un recuerdo desarticulado. Más aún, el film transcurre en una frontera difusa entre los tiempos de la última dictadura cívico‑militar y los albores de la democracia. Hay un estado de ánimo que vuelve a las paredes de las oficinas descascaradas, nada funciona bien, el inodoro pierde agua, la abulia del trabajo es interminable.

Los expedientes se amontonan, pero en los ojos de Gloria hay un brillo que es puro contraste con los de la fiscal Rivas (María Onetto), su antigua profesora. En la primera hay dolor de trabajo, anonimato de archivo; en la segunda hay ascenso social, prestigio de bronce en puerta. Entre las dos, las chispas surgen pronto. Y todo por ese expediente. "Lo que hice fue rodearme de gente que supiera más que yo, que respetara que la decisión final fuera mía porque si no la película no tendría unidad. Yo tuve que contagiarles mi fantasía, para ver cómo se la apropiaban y hacían crecer. En este proceso, vos sentís que estás loco por probar ciertas cosas, pero terminás descubriendo que funcionan y que la gente con la que trabajás lo entiende también así; por ejemplo, trabajamos un año entero con Cecilia Pugliese sobre variaciones musicales, con reversiones, fue un trabajo que no sé si volvería a hacer".

El duelo entre Gloria y Rivas tiene eje en el juez que compone Darío Grandinetti. "La audiencia de ellos tres no tenía duda de que fuera una puesta clásica", aclara Mirás, mientras que a otros sucesos igualmente decisivos el film elige volverlos elusivos. "Lo que me pasa es que me gusta todo, el cine es todo; es Tarkovski ‑para mí es Dios‑ y es Spielberg. Todo el cine te nutre y te enseña. Me interesaba encontrar un punto desde donde poder profundizar un tema, quería que fuera una película con cierto vuelo, algo extraña, pero no aburrida".

El film tiene otro mérito: toca una tecla social, sensible. En Rosario se proyectó el miércoles como premiere. Ese día, se conocía la decisión de la Corte Suprema en beneficio del represor Luis Muiña. El mismo Mirás se enteraba del hecho durante una de sus rondas radiales. Es saludable, más que nunca, la coincidencia con la película, en donde el ejercicio de la justicia devela un costado clasista, "meritocrático", pero sin embargo provisto de algunas personas que portan, todavía, una noble armadura.