A celebrar, que Luis García Berlanga cumple cien años y ello es, ni más ni menos, un homenaje al cine mismo. Director prolífico y genial, responsable de algunos de los títulos mayores del cine español y de la historia del cine en general, censurado y poético, de humor corrosivo, autor de títulos todavía increíbles para los años franquistas en los que fueran filmados, y de otros ya libres de aquel yugo al que ridiculizó como el artista sin par que fue.

En el marco de su centenario, los centros culturales de España en Argentina –CCEBA, CCPE, CCEC– ofrecen un ciclo de cine virtual, integrado por cuatro títulos que podrán ser disfrutados de manera libre y gratuita los días viernes 3, 10, 17 y 24 de septiembre, a partir del horario de las 15 y durante 48 horas. La actividad es organizada por el Instituto Cervantes, en colaboración con la Filmoteca de la AECID, el ICAA y su Filmoteca Española, AC/E y la Academia del Cine. La información de acceso para cada película figura en https://ccpe.org.ar.

El próximo viernes se podrá ver Esa pareja feliz (1953), su primer largometraje, realizado en coautoría con Juan Antonio Bardem. Protagonizado por Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintilla, el film recrea la barriada popular de Madrid en los sinsabores de una pareja humilde. Ella es una costurera que confía en su suerte y en el sorteo de un jabón de tocador que busca una “pareja feliz”. Él trabaja en el mundo del cine, es un técnico y un aficionado a la electricidad. La modernidad se inscribe en la misma puesta en escena, cuando van al cine y él le explica los recursos técnicos que ella no ve porque está encantada por la historia. Un gesto por lo menos admirable, que pone en evidencia el truco cinematográfico mientras, ni más ni menos, cuenta también una historia. Un acto de consciencia cinematográfica que es marca de época, de un cine que ha crecido y tiene aquí, en su primera obra juntos, a Bardem y Berlanga antes de las respectivas Muerte de un ciclista y ¡Bienvenido Mister Marshall!

Ya desde el título, Esa pareja feliz implica una ironía que Berlanga cultivará a lo largo de toda su obra. La felicidad será puesta en entredicho, pero también (re)descubierta en los detalles mínimos, en los matices que guarda el recuerdo y cimentan el cariño de esta pareja, mientras la realidad de las paredes del cuarto de pensión no cambia. En estos flashbacks, la rememoración que ambos hacen de su historia de vida confunde imágenes y diálogos, como si estuvieran fuera de sincronía. Otro gesto moderno, que evidencia el acto prestidigitador del montaje mientras suscita algunos de los momentos más sensibles de la película. Al mismo tiempo, el mentado concurso del jabón los llevará a tener un día de lujos, zapatos y caña de pescar (entre otras cuestiones), que no harán otra cosa más que ratificar, a través de una admirable progresión dialéctica, que la felicidad nunca estuvo allí donde la prometían.

El viernes 10 será el turno de Calabuch (1956), la historia del científico que construye bombas atómicas pero escapa y se esconde en este pequeño pueblito, situado en la costa mediterránea. El film contó con la participación del actor norteamericano Edmund Gwenn (el Santa Claus de Milagro en la calle 34, y actor de Hitchcock en ¿Pero quién mató a Harry?) en la piel de este hombre cansado de crear cohetes para la muerte. El pueblito de Calabuch se ofrece risueño, y oficia casi como un lugar utópico, en donde las instituciones existen –escuela, iglesia, ejército– pero el cine es más importante: a la función concurren todos y al detenido se lo libera de la cárcel, porque es el único que sabe operar el proyector.

Es en este clima de sueño sencillo, donde se juega al dominó en el bar y el cura intercambia jugadas de ajedrez por radio con el encargado del faro (el gran José Isbert, protagonista de El verdugo), el profesor Hamilton redescubre su afición atómica en los fuegos artificiales, capaces de celebrar la alegría comunitaria, ajena a la de sus anteriores creaciones. Pero los sueños en algún momento culminan, y en este sentido hay algo cercano a cierto cine de Frank Capra, como sucede en Horizontes perdidos (1937) y su Shangri-La. Calabuch ofrece algo similar, en plena guerra fría, con el cine como antídoto poético ante tanta ciencia puesta al servicio de la muerte.

El viernes 17 estará disponible Plácido (1961), una de las mayores películas de Berlanga, habida cuenta del humor negrísimo que (todavía) destila. De nuevo, un pueblito “ideal” (socarronamente “ideal”) es el escenario donde pergeñar una de las mayores bufonadas de la historia del cine: se aproxima Navidad y una de esas (tantas) asociaciones de señoras dedicadas a la caridad propone, literalmente, “sentar un pobre a la mesa”. Con matices cercanos al cine de Billy Wilder (Una Eva y dos Adanes, El apartamento, pero fundamentalmente Cadenas de roca), Berlanga se da la gran fiesta con una premisa que lleva a los extremos más delirantes: todo un show se monta alrededor del desafío benéfico más bienintencionado e hipócrita de todos los tiempos.

Que esta película sea una genialidad se explica también por la participación en el guión de Rafael Azcona, con quien Berlanga conformará un dueto indistinguible, de una complementariedad ejemplar que continuará con títulos como El verdugo (1963) y La escopeta nacional (1978). El éxito de esta última propició una trilogía, de la cual el ciclo ofrecerá el segundo de sus títulos: Patrimonio nacional (1981) (el viernes 24). Y es muy fuerte, claro, saber que los personajes de este film coral –éste es un rasgo evidente en el cine de Berlanga: los personajes son muchos y conforman un todo maleable, que puede ser más o menos monstruoso– se sitúan en una España sin Franco, mientras navegan en una aristocracia vencida que todavía reclaman.

Con Patrimonio nacional, Berlanga y Azcona profundizan en la vida de los Leguineche, ahora vueltos a la ciudad con la intención de recuperar sus propiedades tras el exilio. Esto del “exilio” es un ardid falaz, uno de los muchos que estos truhanes practican, escudados en una tradición que les exime, por ejemplo, de trabajar y pagar impuestos. El plano secuencia (la toma sin cortes) es aquí puesta en práctica de manera acorde con la profusión de personajes y acciones: todos están en el cuadro, todos hablan y hacen, con una coreografía compleja que es evidencia del disfrute. La deben haber pasado bárbaro actores y actrices mientras filmaban, tras los pasos de este marqués de abolengo roído, que interpreta de manera tan dúctil como inolvidable el grandioso Luis Escobar.