En la primera escena de La directora, Ji-Yoon Kim (Sandra Oh) ingresa a su flamante oficina como directora del departamento de Literatura Inglesa de la ficticia Universidad de Pembroke, en el noreste académico de Estados Unidos. Ataviada con una abrigo pesado y con los ojos cargados de entusiasmo, desenvuelve el cartel que carga su presentación irónica: “Fucker in Charge of You Fucking Fucks”, escrito por su amigo y colega Bill (Jay Duplass) con más sentido del que se puede traducir. Mira a cámara con su sonrisa radiante y se acomoda en su nuevo trono. Pero, como un anuncio de que el ascenso a la cima solo puede prologar una caída en picada, la doctora Kim se desmorona ante nuestros ojos. El gag, escrito por las creadoras Amanda Peet y Annie Wyman, es más que la introducción al tono de la serie, es la síntesis visual de que el mundo académico que condensa Pembroke está corroído desde sus mismos cimientos.

La serie estrenada en Netflix el pasado viernes 20 de agosto es una de las grandes apuestas de la plataforma de esta temporada, no tanto por su marketing y difusión sino por su exquisito manejo de la sintonía con los temas actuales. No solo recoge el guante de la cultura contemporánea de la cancelación, las diferencias generacionales que tensan universos como el universitario, y el rol de las mujeres en las viejas estructuras patriarcales, sino que abre una reflexión desprovista de tecnicismos y moralina sobre la asimilación de los recientes debates públicos por parte de la ficción. Y su estética no se define por el exceso de autoconsciencia o el pastiche visual, que suele asediar a las comedias en su intento de sintonizar con la reinvención actual de la sitcom, sino por el ensayo de un gesto disruptivo desde sus bases, que enfrenta a las generaciones en la disputa por un espacio simbólico -el de la cultura académica pero también el de la voz política- , el mismo en el que la serie quiere batallar.

La doctora Kim no solo empieza su primer día en su nuevo cargo con un tropiezo en la silla que sostiene su poder sino con una serie de reclamos que describen a la perfección la crisis que atraviesa Pembroke. En primer lugar, el rector la convoca para decirle que la matrícula se adelgaza día a día, que es necesario despertar entusiasmo en los alumnos y para ello debe licenciar a los profesores de más edad y salarios más elevados. La “recomendación” a Kim se enlaza con la estrategia del desgaste que imponen las autoridades, como recluir a la eximia feminista y especialista en Geoffrey Chaucer, Joan Hambling (Holland Taylor), en un cuarto en el sótano sin wifi ni mobiliario decente. En segundo lugar, Kim contrataca intentando revitalizar la inscripción de un veterano literato como Elliot Rentz (Bob Balaban) al fusionarla con la cátedra de la prometedora Yaz McKay (Nana Mensah), titulada “Sexo y novela”, especie de faro en la conexión con las demandas del alumnado. Como representante de una renovación generacional, como mujer y asiática, Kim carga con la responsabilidad de aggiornar a la anquilosada Pembroke para satisfacer tanto a los estudiantes, enérgicos y politizados, como a los directivos que quieren mantener el estado de cosas con apenas una lavada de cara progresista.

Pero los desafíos no terminan allí. Peet y Wyman consiguen delinear un escenario que no se agota en la academia sino que encuentra su inteligente continuación en el mundo personal que envuelve a Kim en un persistente torbellino. Madre adoptiva de una niña de origen mexicano, hija de un padre coreano que puja por mantener sus raíces, tironeada por sus compromisos laborales y sus deberes familiares, Kim se desplaza toda la serie de un espacio a otro, cargando en su cuerpo las exigencias que conlleva mantenerse a flote en todos los territorios, atender todas las demandas, no fallar en ninguna de las asignaciones. Y Sandra Oh demuestra que es una actriz extraordinaria para ello, siempre con su mirada fija en un punto de desconcierto, perfecta en el equilibrio entre la dimensión cómica de ese derrotero inesperado y la expresión de sus dudas y temores más profundos. A sus 46 años, Kim es el eslabón intermedio entre la generación de su padre y sus maestros, que se siente desplazada del mundo actual e intenta aferrarse a él a toda costa, blandiendo edad o privilegios resignados, y la de sus alumnos y su hija, a quienes anhela acercarse en un manotazo cálido y desesperado.

Como si algo faltara para completar el caos que define el comienzo de la gestión de Kim al frente de su alicaído baluarte, su amigo Bill Dobson no elige mejor forma para lidiar con su crisis existencial que representar un saludo nazi en una clase repleta de estudiantes y terminar confinado al linchamiento público y a los memes de las redes sociales. Reciente viudo y especie de rock star literaria, el personaje de Duplass bucea con dificultad entre su atracción por Kim, sus miedos generacionales y el descubrimiento de que el humor ha perdido su sentido crítico contra la tiranía de la literalidad. La escalada de protestas por su supuesto nazismo, el intento de preservarse de la dirigencia y el trasfondo económico de demandas y sustituciones es retratado con la gracia perfecta, coronada con uno de los mejores chistes de la comedia reciente que involucra las aspiraciones doctorales de un genial David Duchovny haciendo de sí mismo en su anhelado regreso a la vida universitaria.

La sátira ideada por La directora se enriquece de su conocimiento del mundillo académico, al que retrata con humor pero con cierto orgullo disciplinario, y al mismo se permite observar esa disputa generacional desde sus múltiples aristas, sin ganadores ni perdedores definitivos. Es iluminadora, en ese sentido, la tensión entre el veterano Rentz y la ascendente McKay, que dirimen no solo sus diversas perspectivas sobre la enseñanza sino también sobre el legado literario del pasado sin renunciar nunca a una posible alianza. Lo mismo ocurre con la filosa mirada de la profesora Hambling en su defensa de la modernidad de Chaucer, al mismo tiempo que recuerda su difícil recorrido como mujer de aquellos tiempos menos deconstruidos. Los temas que a menudo vemos insertados en las ficciones como tópicos de agenda sobre los que poner un tilde y seguir adelante, aquí se convierten en conflictos reales que hacen carne en sus personajes, que demuestran que nada es tan fácil de discernir en el presente en que se lo vive, y que la ficción debe nutrirse de la realidad pero nunca rendirse a su lógica.