La muerte de una hija se parece al accidente nuclear de Chernóbil: una nube radiactiva de dolor, pero sin chances de evacuación. El escritor y editor Tiago Ferro perdió a su hija de 8 años, a causa de una miocarditis fulminante, el 26 de abril de 2016. Escribir no lo cura ni lo salva. Ofrendar una crónica hubiera sido como inmolarse; la ficción, en cambio, potencia la ausencia sin golpes bajos. En El padre de la niña muerta (Tusquets), su primera novela, aparece una estrategia narrativa que se podría denominar “la mano de Ferro”: una narración fragmentaria a través de una suerte de diario dinamitado -donde pasado, presente y futuro están intervenidos por la tragedia- que incluye retazos de correos electrónicos, mensajes de whatsapp, esquirlas de guiones de películas, sueños, obituarios, poemas estallados, voces en primera, en segunda y en tercera persona y entradas a un diccionario íntimo, tan corrosivo como delirante.

Ferro (San Pablo, 1976), uno de los fundadores de la editorial de libros electrónicos e-galaxy y de la revista de ensayo Peixe-Elétrico, es magíster en Historia Social por la Universidad de San Pablo. El autor de El padre de la niña muerta -que recibió el Premio Jabuti en la categoría novela y el Premio São Pablo de Literatura 2019- participará del festival de literatura Filba Internacional, que se realizará del 20 al 24 de octubre, con actividades presenciales y virtuales. Hay una tensión irresoluble respecto de la identidad: “No quiero ser El Padre de la Niña Muerta. Siempre seré El Padre de la Niña muerta”, afirma el narrador en la novela. “La tensión que mencionas, de hecho, recorre todo el libro. Incluso proporciona el título. Tras ser arrancado de la vida cotidiana, con su baile de máscaras y sus roles sociales muy bien organizados, el narrador empieza a intentar rechazar la nueva identidad que se le impone desde el afuera: ‘el padre de la niña muerta’, mientras que se niega a asumir las antiguas -padre de familia, buen empleado-. El drama es que en este vacío no hay una esencia auténtica que se pueda encubrir con identidades. Si nuestra personalidad es una construcción formada por estas etiquetas más o menos impuestas, nada queda cuando las rechazamos, o tal vez sólo la locura... y el arte”, plantea el escritor paulista.

-¿De dónde viene ese “reproche moral” de haber sido un “pésimo” padre?

-Un padre que pierde un hijo es siempre alguien que no ha cumplido el “acuerdo”; sea esto cierto o no, es la imagen que en menor o mayor medida pasa por la cabeza de todos. Nadie necesita hablar abiertamente de que sos culpable. El propio funcionamiento de la vida en sociedad con sus “preguntas educadas” va envenenando nuestras certezas, creando una cierta duda sobre la responsabilidad de lo ocurrido. Y empezás a preguntarte "¿Y si hubiera ido al hospital una vez más? ¿Y si me hubiera negado a aceptar el diagnóstico inicial?" En el libro transformo este mecanismo difuso en escenas concretas y violentas de la culpabilización del padre para exponer el movimiento cruel de la sociedad, que juzga y condena en silencio a quienes ya han recibido la peor sentencia posible en el momento en que perdieron un hijo.

-¿En qué sentido escribir un libro como El padre de la niña muerta te coloca en la posición del “aguafiestas”?

-Me di cuenta de que me había convertido en un “aguafiestas” cuando pasó el tiempo tras la muerte de mi hija y la gente empezó discretamente a no querer tocar más el tema. Al principio muchos quieren estar cerca, algunos incluso por curiosidad, como esas personas que reducen la velocidad de su auto en la ruta para mirar un accidente. Pero nadie quiere ver ese tipo de accidente todos los días. Gracias a que me di cuenta de que ese papel de aguafiestas era también un lugar privilegiado para observar a la sociedad, pude transformar esas impresiones difusas en material de ficción.

-La novela parece estar escrita contra el drama que implica la muerte de una hija, ¿no?

-Entiendo que no es el tipo de libro que se espera sobre un tema como este. Hay poco dramatismo y no se apela fácilmente al lado sentimental del lector. Todo lo contrario. El lector se verá a menudo desafiado a dar sentido por sí mismo a lo que está leyendo, a asumir sus responsabilidades para entender una vida que no se presenta de forma coherente y organizada. Los pactos de la novela realista están deshechos. La narración está fragmentada precisamente para proponer otra comprensión de la realidad, una que escape a los engranajes de producción de sentido del mundo de la mercancía, el trabajo y la moral burguesa, donde “todo funciona”.

-¿Cómo viviste el duelo desde la mirada de los otros?

-El libro se construye en gran medida a partir de esta mirada del otro, que en el libro son muchos, representada por la profusión de voces narrativas, algunas de ellas indefinidas, que ayudan a construir, a veces a espaldas del narrador, los contornos más o menos definidos de la figura de este padre. Estos protocolos de duelo están por todas partes: en los clichés que escuchas de los amigos, en los grupos de ayuda especializados, en la autoayuda y en todas las mercancías, desde la meditación hasta los antidepresivos. El libro trata de deconstruir estos protocolos utilizando diferentes estrategias narrativas: humor, ironía, absurdo, referencias a la cultura pop.

-¿Que la novela sea fragmentaria fue una decisión? ¿La muerte de tu hija solo podía ser escrita a través de párrafos breves?

-Fue una decisión consciente. Empecé a escribir el libro como un diario, que ya es una forma fragmentada de contar una historia. Sin embargo, surgieron recuerdos, deseos, dudas, una serie de elementos que no encajaban en el “tiempo vacío y homogéneo” (para usar la expresión de Walter Benjamin) y secuencial de un diario. Fue mientras escribía cuando descubrí lo que creía que era la mejor manera de contar esta historia. Y así empecé a destruir ese diario sin deshacerme de él por completo. Lo que quedaba eran las entradas con los días de la semana que terminaban representando la ruina del tiempo cronológico; el tiempo del trabajo donde no caben el placer, el amor, el delirio, la utopía; en definitiva, todo el poder de la vida. En este tiempo arruinado también están dispersos los pedazos de vidas interrumpidas por la muerte de la niña.

-¿Por qué incluiste una foto de Maradona, además de recordar el histórico partido contra los ingleses?

-Hay que decir que esos dos goles juntos representan un momento especial de potencia estética y política. Y la famosa frase "la mano de Dios" me hizo proyectar en él a alguien que por una fracción de segundo habría tocado la eternidad, habría reencantado el mundo al trascender la realidad concreta, algo que el narrador busca en vano. Pero después de eso, había que volver a vivir el día a día como cualquier mortal. Y ese retorno me fascina. De ahí la foto de él, (Yuri) Gagarin y el narrador. Maradona se aleja del mundo a través del éxtasis, Gagarin a través del desplazamiento espacial y el narrador a través del dolor extremo. Y los tres tienen que volver. Estos alejamientos de la realidad representan una ambigüedad en las búsquedas del narrador: quiere encontrar un sentido a la vida, pero ya no puede confiar en lo que se le ofrece porque ha visto la sociedad “del lado de afuera”. Todos los caminos parecen falsos, meras construcciones para que nada sea cuestionado, pero son los únicos disponibles, así que los prueba: las drogas, la compulsión sexual, la búsqueda de otros padres en duelo, la industria cultural, la melancolía de la infancia. Al final, la respuesta sólo puede encontrarse en el lenguaje, como intenté elaborar en la parte más larga y final del libro. De hecho, una solución menos que deseada para una búsqueda del sentido de la vida, pero al menos honesta. Cuando escribí el libro, Maradona estaba vivo. Sería muy interesante repensar su papel en la narrativa ahora que ha muerto. Tal vez el personaje cobre más importancia. Los lectores argentinos lo sabrán decir mejor que yo.