Desde Barcelona

UNO Hoy hace 700 años y a los 56 años de edad (la misma de Rodríguez), un tal Durante "Dante" di Alighiero degli Alighieri cerraba por última vez ojos visionarios para que se abriesen cuencas ciegas en una de las más inmortales máscaras funerarias. Rodríguez la vio hace tiempo, expuesta en Florencia, en viaje del que no recuerda nada salvo la impresión que le produjo no verla sino ser visto por ella. Y sí se acuerda de que entonces pensó en el equívoco uso del adjetivo dantesco significando tanto "relativo a Dante" como a "escena o imagen o situación que causa espanto (ejemplos: Aeropuerto de Kabul el pasado agosto, o el World Trade Center hace veinte septiembres, o botellón en el Born cualquier fin de semana de estos"). Mal empleo sólo comparable al de kafkiano. Como si lo de Dante no pudiese aludir a regeneración paradisíaca y lo de Kafka a algo muy gracioso y ligero y flotante como el irse a nadar el mismo día en que comienza el ahogador hundimiento de la Gran Guerra. Dante, en lo suyo, subiendo y bajando divinamente, claro, fue más lejos.

DOS Pero en verdad (habiendo leído Commedia y Vita Nuova, donde Dante estrenó nueva forma vernácula del italiano que para Rodríguez conecta directamente con las órbitas cosmogónicas de otro maníaco referencial: Franco Battiato) todo arranca con el breve desplazamiento de Beatrice "Bice" Portinari. Nueve años de edad y, enseguida, depositaria de la adoración poética y amorosa y cortés del también niño Dante que hoy, seguro, sería entendida como acoso de psicópata con ideas un tanto extrañas. Tiempo después, novedoso y vital, Dante explica y siente y recuerda lo inolvidable de su tan íntimo y enseguida universal Big Bang: "Temblando, dije estas palabras: Ecce deus fortior me, veniens dominabitur mihi. En aquel punto, el espíritu animal, que mora en la elevada cámara adonde todos los espíritus sensitivos del hombre llevan sus percepciones, empezó a maravillarme en gran manera, y dirigiéndose especialmente a los espíritus de la vista, dijo estas palabras: Apparuit jam beatitudo vestra. Y a su vez el espíritu natural, que reside donde se elabora nuestro alimento, comenzó a llorar, y, llorando, dijo estas palabras: Heu miser! quia frequenter impeditus ero deinceps! Y a la verdad que desde entonces se enseñoreó Amor de mi alma, que a él se unió incontinente, y comenzó a tener sobre mí tanto ascendiente y tal dominio, por la fuerza que le daría mi misma imaginación, que vime obligado a cumplir cuanto se le antojaba". Lo que, en resumen, equivale a "Allá voy", a "al ataque" o, triunfal rendido, "al atacado".

Y ahí están hoy y esta semana todas esas páginas de secciones culturales y suplementos literarios y columnas de letraheridos (muchas de ellas más lastiman que curan) conmemorando siete siglos del adiós, cuando en lo que en realidad deberían celebrar sería ese hola con el que todo comienza para que nunca acabe y, amorosamente, ponga a girar las ruedas del sentimiento que mueve al Sol y a las demás estrellas.

TRES Y ahí está el cuadro que imagina la escena del reencuentro nueve años después y que Henry Holiday pintó en 1883 (ascendido o degradado a la categoría de postal y lugar común y hasta a selfie de turistas poniéndose en sitio y lugar pero no en sentimiento, entre el Ponte Vecchio y el Ponte Santa Trìnita). Cuadro en el que la joven pasea junto al Arno con amigas y Dante la contempla sin parpadear y sin dirigirle la palabra y tan consciente de que la procesión de su amor va por dentro y que sólo saldrá entintada en letras. Allí están los retornados turistas: con teléfonos móviles y mascarillas (los dos adminículos que más han modificado los paisajes verdaderos y las vistas de las ficciones en los últimos tiempos y tramas). Y allí están (más difíciles de emular y de instagramear y de postear) las ilustraciones de Gustav Doré o de William Blake que, por fin, los juntan rodeados por un tumultuoso y alado arrebato de serafines despidiendo la más encandiladora de las luces y, seguramente, resultando en factura de la luz más allá de toda esperanza. Y, claro, hay teorías de que la epifanía doble y el encuentro encandilador jamás se produjo y de que hasta es posible que Beatrice Portinari no haya existido. De ser así, por supuesto, esto la hace aún más real, más verdadera, más auténtica, más deseable.

CUATRO Ahora ya no a mitad de camino de su vida (aunque cada vez se sobreviva más tiempo) pero sí en espesa jungla de creciente oscuridad, Rodríguez no puede sino superponer la figura de la Beatrice de Dante con su equivalente en la vieja y para nada divina tragicomedia de sus días en los que Infierno y Purgatorio y Paraíso están en un mismo sitio que se parece bastante a cualquier "destino turístico" español ofertando vale-todo. No es el primero que lo hace. Edgar Allan Poe y Charles Dickens y Lemony Snicket y Jep Gambardella tuvieron a sus propias Beatrices a las que divinizaron en sus obras. Y hasta hubo best-sellers que tomaron el nombre del más enmusado que enamorado en vano. Rodríguez no tiene obra pero sí musa. Y --se sabe, ya saben-- ella fue y es y será Mirta Rodríguez. Prima argentina ahogada en Brasil y primer (y eterno) amor de Rodríguez durante viaje adolescente a Buenos Aires. Desde entonces, para Rodríguez, Mirta más cerca de la Paulina y la Faustine de Adolfo Bioy Casares: construcción mental y memoriosa máquina de movimiento perpetuo con las que Rodríguez repite y amplía días y noches junto a ella. También, se entiende (Mirta le llevaba a Rodríguez unos tres años que, a esa edad, equivalían a décadas) amor platónico pero de muy consciente para ambos alta temperatura. A Mirta le encantaba calentar a Rodríguez (Mirta pertenecía a esa especie de hembras histéricas que no se conseguían en España) y a Rodríguez le gustaba calentarse a la vera de Mirta. En cualquier caso, el cuerpo de Mirta jamás fue recuperado y arrancado a las traicioneras corrientes de Buzios, y es así como ahora Rodríguez no deja de rescatarla una y otra vez, inédito.

 

CINCO Y alguna vez Rodríguez no pudo sino imaginar a lo dantesco como suerte de video-game con tres diferentes stages (seguro que ya existe). O como serie de HBO (donde entraban los más justos) o de Netflix (donde entra cualquiera). O como colorido set de corte longitudinal en las que todos parecen muy ocupados realizando tareas imprescindibles que engalanan las películas de Wes Anderson: ahora filmando en Chinchón, en las afueras de Madrid, y no en la alguna vez mucho más cool y paradisíaca y ahora purgando sus rebeldes pecados y cada vez más cerca de las llamas que de las nubes Barcelona. Ah, cómo le gustaría a Rodríguez estar allí y mirar a la beatricesca Scarlett Johansson y escuchar la virgiliana voz de Tom Hanks y adorar de rodillas a ese entre angelical y diabólico poseído que es Bill Murray. Pero no. Todo eso (y todo aquello) le queda cada vez más lejos. Y se siente cada vez más extra/figurante en su más inhumana que divina tragicomedia, pletórica de círculos donde marearse y de fosas en las que caer a lo largo y ancho de su ya vieja vida. Ni dantesco ni kafkiano. Pero sí --por fin y al fin, algo es algo, no con máscara mortuoria sino con mascarilla sobreviviente-- inequívocamente rodríguezco.