Como un ensamble, los dos textos de Santiago Villanueva y las 56 obras reproducidas que forman parte del libro El surrealismo rosa de hoy se desvían por el mismo camino: una ruta serpenteante que intenta salir de ese lugar miserable en el que la historia del arte argentino ubicó al color rosa. Como una fuga colectiva, esta colección de ideas, nombres y obras se ponen en movimiento para escapar de esa maldición que se le echó a todo eso rosado que intentó abrirse paso entre artistas de muy distintas generaciones. Escapismo cromático y conceptual de los cánones de una visión restringida, estigmatizante, de prácticas que en su impulso se desencuadran tanto de academicismos como de una visión contemporánea más cuadrada, un escape que puede parecer sigiloso pero que esta reunión en el libro vuelve elocuente.


Entre las revoluciones del arte argentino de los 60 también hubo lugar para una visión reaccionaria del rosa, denostando ese color que lo intentaron convertir en un signo contrario de la renovación y la vanguardia del campo artístico local. Se pintaba de rosa todo lo que quedaba del lado indeseable. Quienes supuestamente experimentaban más allá de los convencionalismos y academicismos del arte describieron como rosado ese lugar detestable. Un ejemplo: el pintor Rómulo Macció usó la expresión “rosa bombón” para referirse a un esteticismo vetusto denunciado por artistas de la nueva figuración y del informalismo. Santiago Villanueva escribe dos ensayos, en 2017 y 2019, donde trata de torcer la segunda vez que el arte local había estigmatizado el rosa, cuando Aldo Pellegrini, en el prólogo de su exhibición El surrealismo en la Argentina en 1967, caracterizó una tendencia nada auténtica que llamó “surrealismo rosa”, para hablar peyorativamente de un arte que no tenía el valor que ese movimiento europeo de vanguardia había instalado como ruptura. Villanueva apuesta a cambiarle el signo a ese “surrealismo rosa” para pensarlo y exponerlo en una nueva dimensión que permite entender el surgimiento surrealista tardío en nuestro país, pero también para “visualizar sus diseminaciones, recorridos y apariciones en artistas de otros momentos y generaciones.” Así, con una calidad excepcional, se reproducen obras de 1936 hasta 2020, una curaduría de artistas que forman una galería deluxe de colores brillantes, una exposición soñada como evidencia de un fenómeno en estado de ebullición, porque la mayoría de las obras son de los últimos cinco años y mapean la parábola actual del mestizaje queer del surrealismo vernáculo.

Naiture #3, 2015, de Emilio Bianchic.


La única verdad es la surrealidad

“Mucho del surrealismo, entendido en términos cada vez más amplios, tiene el peronismo, y mucho de vanguardia tiene la estructura de su pensamiento”, escribe Santiago Villanueva en la apuesta más fuerte del libro, cruzar el origen del surrelismo local con el surgimiento del peronismo. Como ilustración de ese cruce está la tapa de la revista “Mundo Peronista” con Eva Perón tras la muerte, suspendida en el cielo, como una “imagen onírica”. El surrealismo peronista, es un rosado plebeyo, pero eminentemente camp. Por eso es un acierto poner en Evita la cara de esta tendencia surrealista local caracterizada en el libro, porque ella es el ícono camp que diseminó como chispas muchas de las imágenes rosa que desorientaron en el arte local. Y aunque el concepto camp no aparece directamente en el libro, sí se piensa el surrealismo rosa como “secreto” y “maravilloso”, dos palabras fundamentales aludidas por Susan Sontag en su ensayo sobre lo camp. 

Tal vez el libro de Villanueva sea la primera voz que puede pensar lo camp como una genealogía de lo queer para trazar formas de una desobediencia rosa en el arte local. En esa rebeldía desfilan Alberto Heredia con sus esculturas monstruosas de maquillaje hiperbólico y harapos contra una ciudad higienizada, el surrealismo liviano de pinturas tibias y tonos pasteles de Juan Grela, el arte y la curaduría de Gumier Maier y su defensa del rosa como “color de ensueño, marica, liviano”, el personaje, las obras y la colección de búnker de Federico Klemm, y la belleza, la felicidad y los “estados de burbuja” de la regalería soñada por Fernanda Laguna. Esta genealogía se puede derivar del libro aunque no sea su objetivo, porque lo impactante es un efecto collage atemporal, de obras sin cronología que se suceden en las páginas interrumpiendo el texto, nunca como ilustración, sino como imágenes de pesadillas, de sueños húmedos, desestabilizaciones visuales pregnantes. Porque el surrealismo rosa que presenta el libro no es histórico, está siempre en un hoy, “quieto en el tiempo, detenido, por eso sus imágenes son permanentes, son imágenes para siempre”.