Los noventa fueron muy crueles, máxime para los que no poseemos en el horizonte de la memoria la violencia de Estado producida en los setenta. Las ruinas dejadas por el liberalismo se visibilizaron casi de forma abyecta. Por esa época, una literatura se instala para dar cuenta sobre los orígenes de la derrota de las fuerzas progresistas, a la par de un libro emblemático La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera. Su abordaje, el protagonista Juan José Castelli, sus monólogos, las circunstancias del cautiverio, la enfermedad, significaron un parteaguas para la ficcionalización del pasado argentino. En el plano local, también dentro del período de recepción descripto, el maestro Aldo Oliva –dicen que hasta jugaba bien al fútbol–, erige su Ese General Belgrano. Un poema de un lirismo impresionante, incandescente diría, que continúa proyectando aún hoy, y creo por siempre, innumerables relaciones.

De registro alto y estilo narrativo asignado a los cantares épicos, el texto dividido en ocho cuadros, casi a modo de instantáneas, poetiza la labor pública del vocal de la Primera Junta. Desde sus primeras líneas uno ve de qué va el texto, la filiación del Doctor Belgrano a “las ideas de avanzada”: “Intentar generar la matriz de un país/ cuando sólo puedo escribir: tal es el caso. / Sé que pagaré por ello”, dándonos a entender además, que como el Quiroga de Borges, su protagonista también marcha “al muere”. Y es precisamente en ese terreno, el de los poetas relacionados al poder, donde el nuestro da la lucha, de visitante diríamos.

Al arribo de esta contienda titánica, la de mojarle las orejas a los guardianes del discurso poético nacional, elige un tono –la versificación– y un tema –el prócer– caros a la intelectualidad fundacional del Estado moderno. Así le otorga a su creación una lectura novedosa frente al marco –el neoliberalismo de fines de los noventa–, y a la vez lo coteja a cualquier cristalización de mito, o la simple mitificación de la historia propuesta por escritores afines a los dueños de la tierra en distintos pasajes de la historia, como por ejemplo Arturo Capdevila o Ignacio B. Anzoátegui. Pero veamos mejor las diferencias.

De linaje cordobés, Capdevila decía descender de los “salvajes unitarios”. Hacia el año 1943 comienza con las publicaciones de Romances argentinos, una serie de semblanzas poéticas que atravesaron los dos gobiernos peronistas, instalándose luego del golpe del 55, como una de las lecturas oficiales. Su último personaje en la saga fue Juan Manuel de Rosas, al que le atribuía características autocráticas similares a las del presidente Juan Domingo Perón. Tituló el último poemario, Romances de la muerte y resurrección de la libertad.

A la sombra del mismo árbol, pero en la vereda opuesta, pernotaba Ignacio Braulio Anzoátegui. Porteño, de familia salteña, Anzoátegui era un pre-diluviano, hispanófilo y antiliberal confeso. Sus temas se situaron mucho más allá de la lírica patria, concibiendo al país como una consecución moderna del retablo español. Así lo expresó en los poemas de Romances y Jitanjáforas y Dulcinea y otros poemas, donde revisó a los héroes de la gesta independentista bajo el credo occidental, hispánico y cristiano. En 1946 es separado de su trabajo docente por vinculaciones con el fascismo y  repuesto en 1956 a través de un decreto del presidente de facto Eduardo Leonardi.

En cambio Oliva, proveniente de una familia humilde de la ciudad de Rosario –su padre era cuidador de caballos en el Jockey Club–, maestro rural y docente universitario, enuncia al díscolo prócer en los momentos más críticos de su vida y los de la misma Revolución. Lo rescata del mármol impuesto por los herederos de sus detractores, dentro de otro escenario crítico para la vida de los argentinos. Y fue tan así, que muchos de los que fuimos jóvenes en las postrimerías del 2001, nos sentimos consustanciados con el poema, que hacia el final dice y cita: Pero / no eres muerte, quien por nombre de misterio, / pueda a mi mente hacer pálida/ cual a los cuerpos haces. / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos / Patria inexistente.