“Cuando hacemos la primera charla, les hablo de los beneficios del programa y les cuento mi historia en el deporte. Se me quedan mirando”. Román González lógicamente llama la atención por su altura (2.10 metros), pero los presos del Instituto Correccional Modelo Unidad 1 de Coronda también se sorprenden porque les brinda la posibilidad de dejar un rato sus celdas, salir al patio y jugar al básquet.

González lleva adelante el “Taller de Fortalecimiento Deportivo e Integración Funcional” que se realiza en el mayor establecimiento penitenciario de Santa Fe. La cárcel de Coronda tiene 88 años, una superficie de 224.750 metros cuadrados y una capacidad ideal para 1.456 reclusos. Su población se reparte en 12 pabellones, una mitad para rosarinos y la restante para santafesinos. Él trabaja una semana con cada grupo en dos canchas de básquet, con piso de cemento y tableros de madera.

“Estoy en Coronda desde marzo. A la cárcel voy dos días por semana, lunes y viernes. Paso dos horas como mínimo. De cada pabellón solamente hay 20 personas que tienen el privilegio de salir al patio. Las seleccionan por su buena conducta y les hacen exámenes psicológicos. Trato de darles una mano a través del deporte para que puedan reinsertarse en la sociedad una vez que recuperan la libertad. Es un trabajo duro y lo hago ad honorem”, explica.

Chuso tiene 43 años. Estuvo tres alejado del básquet, hasta que recibió el llamado de Diego Riboldi, ex asistente en Libertad de Sunchales y actual técnico de Regatas de Coronda. Además de volver a jugar en la A1 de la Asociación Santafesina, comenzó a colaborar en los entrenamientos de los chicos de las inferiores del club y habló con el intendente de la ciudad para activar su proyecto social. El director de la cárcel enseguida le dio el sí.

En la presentación que hace ante los presos, González dice con orgullo que jugó en la Selección de 2003 a 2010 y destaca que se colgó la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Beijing 2008. En ese torneo tuvo como compañeros a Emanuel Ginóbili, Luis Scola, Andrés Nocioni, Fabricio Oberto, Carlos Delfino y Pablo Prigioni. Ahí escuchó las indicaciones de Sergio Hernández y se abrazó con Diego Maradona en el vestuario.

Después de despedirse del equipo nacional en el Mundial de Turquía, su carrera se estiró hasta 2017 y en ella sumó más de 20 clubes. En la Liga Nacional vieron al pivote nacido en Punta Alta con las camisetas de Gimnasia de Comodoro, Libertad, Argentino de Junín, Regatas Corrientes, Peñarol, Quimsa, Quilmes y Atenas. Con Libertad ganó la Liga Sudamericana en 2002 y con Peñarol celebró la Liga de las Américas en 2008.

Su pasaporte también muestra los pasos por Italia, España, Uruguay, Venezuela y Arabia Saudita. Incluso tuvo una prueba en Denver Nuggets (actual equipo de Facundo Campazzo) para jugar una liga de verano en la NBA. “Algunos presos me reconocen. A veces me piden que nos saquemos fotos. En un cuestionario que les damos al principio del taller dejo una hoja en blanco al final para que escriban lo que saben de básquet. Nombran a Manu, a Luifa y a Chapu”, asegura Román.

Al terminar su carrera profesional vino la pregunta tan temida para cualquier deportista que se convierte en ex: “¿Ahora qué hago? Me puse a estudiar. Además, presenté proyectos relacionados con la inclusión para desarrollar con la Secretaría de Deportes y en Chubut me empecé a vincular con el trabajo social dentro de las cárceles. Tuve visitas a la de Rawson, la de Batán y la de Ezeiza”.

Coronda es un lugar perfecto para su propuesta. “No todas las cárceles son aptas. En esta pueden realizar distintos talleres. Hay primario, secundario y terciario, por ejemplo. A una persona que quiere rehacer su vida luego de cometer un delito le cuesta mucho conseguir trabajo. Pero el Estado ofrece beneficios. Las actividades quedan en sus antecedentes. Yo hago el taller con presos que tienen la idea de no volver a delinquir, con condena corta y cerca de la libertad”, aclara.

En estos seis meses de trabajo en la cárcel, dejó atrás la sorpresa y se acostumbró a la rutina. Igual no es fácil moverse dentro de ese espacio con muros de seis metros: “Entro al pabellón y paso por las requisas. A los presos los sacan al patio con personal de seguridad. Te vas cruzando con todo tipo de gente. Soy un filtro antes del grupo de psicólogos. Por suerte no hubo problemas graves mientras estaban conmigo, solamente un intento de motín durante una charla, aunque lo noté enseguida y no pasó nada más”.

González admite que el básquet en realidad sirve como excusa. “El 75% no tiene la menor idea de las reglas del juego. A algunos no les interesa picar la pelota. Únicamente hablan de fútbol… De entrada miran los aros sin entender demasiado, pero después se enganchan y hacen ejercicios básicos, como si fuera minibásquet. Me gusta el intercambio que tengo con los internos. Necesitan tomar aire. La celda es muy chica y en la cárcel hay superpoblación”, reflexiona.

Desde la primera charla en un salón, donde conoce a los presos y les resume el objetivo del taller, Chuso siente que su trabajo cobra sentido: “Ellos valoran ese momento de deporte. Lo disfrutan. Se abren un poco más conmigo porque saben que no formo parte del sistema carcelario. Aunque no puedo cambiar las leyes, trato de que modifiquen su punto de vista, para que salgan en libertad y tengan mejores oportunidades”. Hay medallas que se cuelgan en el alma.