Victoria tiene 29 años, es lesbiana, médica y ex miembro del Opus Dei, una congregación católica ultra ortodoxa con presencia en 68 países y 90 mil miembros. Muchos de ellos son profesionales de alto perfil, que ofician como alfiles de la Iglesia, y que se mueven en los tres poderes del Estado, en el sistema de salud, el educativo y el sector privado. 

Desde los 18 años hasta los 23, Victoria vivió en Capital Federal en un centro de esta institución, donde las directivas, que respondían a las prácticas “comunitarias” de la organización del Opus Dei, imponían sobre ella restricciones sistemáticas y sacrificadas. No le permitían administrar su propio dinero, sin antes tener que rendir cuentas y pedir permiso antes de usarlo. Tampoco tenía una llave del edificio que consideraba su “hogar”, -para que siempre vean a qué hora entraba y salía de allí-, ni podía comprar ropa sin supervisión, ni ver películas que no hayan sido “aprobadas”, ni quedarse con los regalos que alguien podía hacerle; ni siquiera tenía permiso para elegir qué comer, ni cuándo. 

Tampoco le dejaban tener amigas “muy cercanas” (eso era visto como peligroso), ni tener su propia computadora para usar internet, porque eso también era un riesgo. El tiempo de ocio no existía para ella: su rutina alternaba entre ir a la facultad, ir a misa o tener charlas “de adoctrinamiento”, reconoce. No tenía intimidad, ni siquiera, en su propia mente: incluso cuando rezaba sola y en silencio, tenia un libro de oraciones que seguir. Ella tenía la puerta de salida abierta, pero eso no era suficiente para poder irse.

Al mismo tiempo, ella observaba cómo el Opus coptaba a adolescentes y mujeres jóvenes sin herramientas para defenderse, en situaciones de vulnerabilidad absoluta, de provincias como el Chaco, y las traían a estos centros en Buenos Aires con la promesa de ofrecerles una vida mejor y de brindarles educación. Sin embargo, les hacían creer, a partir de manipulaciones ligadas a un compromiso de fidelidad religiosa, que Dios “les pedía” que hagan tareas de cuidado de los centros de mujeres y varones. Ellas, llamadas “numerarias auxiliares”, no podían irse de allí, porque tampoco tenían dinero, habían perdido contacto con su red de contención y no tenían experiencia laboral. Literalmente, quedaban en la calle.

¿Las tienen esclavizadas?

-Te sirven la mesa como si fueses un…¡te sirven la mesa! ¡Te sacan el plato!

¿Y vos pudiste decir esto, cuestionarlo?

-Sí, pero para todo tienen respuesta, te dicen que “en Argentina se dio así”… Son súper clasistas.

Las formas que tenía Vicky de mostrar lealtad a Dios incluían dormir, todos los días, sobre una tabla de madera, usar dos horas por día un metal adosado a su cuerpo que le pinchaba la piel y eventuales auto flagelaciones: todo esto debía ser puntualmente notificado a una superiora, que le exigía todas las semanas que le cuente absolutamente todo lo que hizo y lo que no. “Te digo que sigo soñando que sigo ahí, que no me fui”, revela.

¿Y qué soñás?

-La última vez soñé que estaba son Sabri, y que había gente del Opus. Soñé que estaba ahí, que no me había ido.

Sabri es su novia, con la que vive. Cuando la conocí, en su casa, ella estaba yéndose a jugar al fútbol, un deporte que le encanta a las dos. Vicky me recibió en su departamento en crocs y un joggin, me convidó un té de cítricos y me ofreció, para que esté más cómoda, que me saque las zapatillas. Su departamento tiene olor a sahumerio y a limpio, me dijo que es porque vine a hacerle una nota, pero no le creo.

Aproximación al rebaño

Vicky se crió en una familia católica de La Plata, sus papás también son del Opus y ella creció en una escuela de esta institución. Aunque recuerda que de chica jugaba con sus primos a la pelota, todo su mundo giraba en torno a un universo femenino: un colegio de niñas donde sus referentas eran mujeres adultas. Aunque en ese momento no sabía que era lesbiana, me cuenta que cuando era chica, una vez, recortó una foto de Pampita de una revista, sin saber muy bien por qué lo hacía. “¡Era tan obvio!”, me dice, riendo.

A los 14 años comenzó su camino como integrante del Opus. Fue en ese momento que docentes de su escuela se acercaron a ella para invitarla a participar de actividades que, al principio, le entusiasmaron mucho.

¿Cómo fue tu proceso para integrar el Opus?

-Primero, te agarran de joven, cuando no entendés una mierda de la vida, y menos viniendo de un colegio así de sesgado. Empiezan con cosas como “Vamos a un asilo de viejitos”, “vamos a un hospital a leerle cuentos a los nenes, cosas así, que vos decís “¡qué lindo!”, y en el medio te meten sus charlitas.

¿Qué te dicen en las charlitas?

-Que podés hacer cosas por los demás, que podés hacer que tu vida tenga sentido. Que si vos hacés lo que Dios te pide, vas a ser feliz. Y eso te va cerrando: hacé lo que Dios te pide, sé buena con la gente y te va a ir bien en la vida. Te cierra, pero en el medio te van cooptando y te meten ideas que no son tan buenas.

¿Como qué cosas?

-Como la idea del pudor, por ejemplo. Tienen reglas re pelotudas, como que "no podés usar bikini", ¿entendés? Todo es pecado y todo es culpa. O sea, pensá que para ellos, es pecado hasta pensar: "tengo ganas de tener relaciones con tal persona. ¡Qué bueno que estaría!", eso ya es pecado. Todo lo que es sexo es impuro.

¿Y vos te dabas cuenta de que estabas pecando? ¿Vos tenías esas ideas a veces?

-Sí, sí…

¿Y eso te generaba culpa?

-Culpa total, todo el tiempo. Por ejemplo, el tema de la masturbación, -que ahora yo me doy cuenta de que está todo bien-, en ese momento no estaba bien, era un pecado. Para ellos es un pecado mortal, te vas a ir al infierno por eso.

¿Qué era lo que te gustaba de todo esto?

-Lo idealista, la idea de que uno puede cambiar al mundo, boludeces así. Es como un club, te agarran de chica, tienen clases de cocina, de canto, de baile… Y en el medio te meten doctrina. Ahora yo me doy cuenta de que lo normal es que nada te cierre, o que dudes de todo. Pero en ese momento vos tenés todas las respuestas... O sea, es muy simple, las reglas no tienen grises, son muy sencillas y cortas, y tenés un grupo al que pertenecés, en el que todos piensan igual.

¿Cómo era un día en tu vida en ese momento, a los 14 años?

-Vivía con mi familia, me levantaba a las seis de la mañana, leía un poco la Biblia…después iba al colegio, iba a misa, rezaba el Rosario cuando podía; también a la mañana hacía una oración, que es como de media hora, en la que vos estás rezando con Dios, como si fuese una conversación. Y en esas charlas, te piden que estés abierto a lo que Dios te pida.

¿Y qué te pedía Dios?

-Bueno, yo flashié que Dios me pedía que yo tenga una entrega total, que yo sea numeraria, ¿entendés? A mi nadie me dijo “vení”, sino que yo lo “sentí”. Entonces, se supone que si Dios te pidió esto, lo tenés que hacer. Listo. ¿Por qué? Porque vos juraste fidelidad, entonces no querés irte de ahí, querés hacer todo tu esfuerzo para quedarte.

¿Y en ningún momento te cuestionabas lo que te decían?

-En realidad, sí. Hay cosas que no te cierran, pero su táctica es que te van metiendo, metiendo, metiendo, y después sentís que no podés salir.

La clausura

A los 14 años Vicky supo que quería tener una entrega total con Dios: ser, en el mundo Opus, una “Numeraria”, es decir, una persona laica que hace votos de castidad, fidelidad y pobreza, y que vive un centro de esta organización que es, básicamente, una casa habitada por otras numerarias. Estos lugares están solventados por los “Super-numerarios”, personas del Opus que están casadas y que viven con sus familias, pero que igualmente participan aportando dinero mensualmente y concurriendo a sus actividades religiosas periódicas.

Aunque recién pudo alcanzar este puesto a los 18 años, su vida ya estaba regida por sus reglas mientras vivía con sus padres; incluso, cuando era menor de edad, ya usaba un metal que laceraba su piel como forma de mostrar compromiso con dios a través del dolor, y todas las semanas se reunía con alguien del Opus para tener sesiones “como si fuesen psicólogos, pero con gente que tenía cero formación en salud mental”.

¿Y qué respuesta te iba dando esa persona?

-Te va guiando según su opinión personal. Mi gran problema en ese momento era que me hacía muy amiga de las personas y me enamoraba de las chicas, siempre tenía a alguien ahí…

¿Como un crush?

-Claro. Pero yo no podía tener amistades particulares con alguien, ¿entendés? Suponete que somos cinco numerarias, es obvio que alguien te va a caer mejor y te querés hacer mejor amiga de esa persona. Bueno, no. No podés. Tenés que ser igual de amiga con todas. Si te ven que siempre hacés actividades con una, te separan.

¿Y no te molestaba que te hagan eso?

-Me mataba. Me mataba porque, encima, yo estaba enamorada. Me pasó un montón de veces. Después me di cuenta de que era eso, pero en ese momento me costaba un montón y tenía que negarlo.

Vivir como numeraria implica un sacrificio, además del compromiso de tratar cooptar más gente, un trabajo que Vicky nunca logró, “por suerte”. Desde los 18 hasta los 23, casi no pudo verse con sus papás, que vivían en la Plata, porque no la dejaban dormir en un lugar que no sea ese centro. No podía ir al médico o a comprar ropa sin estar acompañada. No tenía tiempo libre ni vacaciones. Por eso, tampoco tenía ropa de entre casa: siempre tenía que estar vestida como para ir a misa, con una camisa, chatitas y pantalón de vestir.

Estabas metida en algo re heavy, ¿eras consciente de todas estas imposiciones? ¿No te querías ir?

-Ellos siempre dicen que la puerta de salida está muy abierta, refiriéndose a que en cualquier momento te podés ir. O sea, no tenés ninguna atadura, pero sí, tenés la atadura de tu cabeza. Y, además, la gente que se va del Opus, -porque se va mucha gente-, es como que desaparece. Yo me acuerdo que con mis amigas, a los 14 años, una de las chicas que nos daba charlas, se fue. Y chau, fue como que se murió. No es que te dicen "tal persona se dio cuenta que no le gustaba, pero ahora está re contenta...", no, ni en pedo te van a decir eso. No se habla más, no existe más. Y vos no querés ser esa persona. Querés darle para adelante, no sé hasta cuánto…

¿Y ellos no tenían problema con que seas estudiante de medicina?

-No, todo bien. Les gusta la gente universitaria, pero nunca te terminás adaptando. Es difícil hacerse amigos cuando sos del Opus. Una vez me vino a visitar una amiga y yo me morí de vergüenza.

¿Y qué les decías a tus amigas de la UBA sobre esta vida que vivías?

Es como un salir del clóset de ser religioso. Tenés que explicar que sos Numeraria. Y, encima, en el fondo es algo que no te termina de gustar y, entonces, te da vergüenza.

¿Te gustaba ir a la facu?

-Sí, sí. La verdad, que la disfruté un montón la facultad, porque era como mi desahogo.

¿Y no te escapabas? ¿No te daban ganas de mentir, decir que ibas a la facultad, pero en realidad te ibas a una fiesta, a tomar algo…?

-No, porque yo estaba súper metida. Además, no tenés ni llaves de tu casa, cosa de que vos tengas que tocar la puerta, que tengas que llegar a un horario.

Otra de las formas que tenía Vicky de mostrar devoción a dios era a través del sufrimiento físico. Todos los días dormía en una cama que era, básicamente, una tabla de madera. Arriba había un colchón -para que haya una apariencia de “normalidad”-, pero a la noche tenía que sacarlo.

Una vez, recuerda, se sintió “una boluda”: los numerarios varones se habían ido de vacaciones y las habían mandado a ellas a limpiarles la casa. Allí, descubrió que ellos sí podían dormir en colchones. Cuando protestó por esto, las directivas le dijeron que las mujeres tienen más capacidad de sentir dolor, y que eso era como un “privilegio”.

¿Qué sentís sobre esto, ahora que mirás para atrás?

-A mí me genera bronca. Porque es como que te violan la cabeza.

Qué fuerte esa frase.

-Sí. Te agarran de chiquito, ¿entendés? Cuando no tenés herramientas, cuando no conocés nada de la vida. Es horrible, te manipulan. Y perdés un montón de tiempo, yo siento que perdí un montón de tiempo, me perdí un montón de cosas…Está bien, yo intento mirarle el lado positivo, aprendí un montón de cosas…

¿Qué aprendiste?

-Yo creo que la experiencia y el poder cambiar de mentalidad. Yo me burlaba de la profesora de hockey porque habíamos descubierto que era torta, y ahora yo me pasé al otro lado. Imaginate, yo estuve en la marcha contra el matrimonio igualitario...

Vicky tardó seis meses en poder irse. Los maltratos constantes de las directoras fueron determinantes. Sin embargo, ella no podía agarrar sus cosas y pegar un portazo porque sus papás eran parte de la organización y no quería que “quede todo mal”. Fueron meses donde trataron de convencerla de todas las formas posibles, incluso, la mandaron a un psicólogo (del Opus, claro). Sin embargo, ella se mantuvo firme, como pudo, y recuerda como un momento de “liberación total, liberación completa” el día que se fue, sabiendo que nunca más iba a volver.

Represiones del alcoba

“Volver a dormir en una cama normal, hacer lo que se te cante el culo es maravilloso. Hay que valorarlo cada día, te juro”, afirma. “Pero después hay otro tema: vos tenés 23 años y todos hablan de coger y vos no cogiste en tu vida. Es vergonzoso. No tenés ningún tipo de experiencia”, explica.

A los 23 años, cuando por fin pudo irse, su vida pegó un volantazo. Dejó de creer en dios y en la iglesia y en las instituciones religiosas. La culpa ya no la perseguía, dejó de confesarse e ir a misa. Entre Tinder y fiestas, recuperó el tiempo perdido viviendo una segunda adolescencia. Pero salir con varones no le interesaba. A pesar de tener muchas citas, “no sentía nada”. Fue entonces cuando decidió irse de viaje: desembarcó en Cuba, sola. “Ahí estaba en otro país y me relajé. Tuve una experiencia con un chabón, solo porque quería dejar de ser virgen”, rememora. “Y, ahí, en la última semana de mi viaje conozco una piba”, me cuenta, sonriendo, porque sabe que acá empieza lo mejor.

La piba era una austríaca con el gaydar afiladísimo: la vio a Vicky y enseguida supo que paki no era. La encaró y ella se dejó encarar. “Fue espectacular. Todos lo que yo no sentía con los hombres, lo sentí en ese momento. O sea, me tocó un brazo y sentía toda electricidad. Fue espectacular”.“ Pasé de 0 a 10 ahí, fue mi primer beso, mi primer todo”.

Cuando llegó a Argentina, ya era otra. “Me sentía de 10, me sentía yo, me sentí feliz por primera vez en mi vida”. En ese momento conoció en una guardia su actual novia, que fue presentada a su familia enseguida. Ya no toleraba ningún closet más, ni pensaba seguir escondiéndose. Demasiado le costó la libertad que se había ganado, y no pensaba dar ni un paso atrás ni perder ninguna victoria conquistada. No hay que imaginar demasiado que, a sus papás, al principio la idea no les gustó para nada, “pero terminaron aflojando”, confiesa Vicky. Ahora tiene amigas lesbianas, juega al fútbol, tiene ropa de entrecasa, vive con su novia, duermen juntas en un colchón, tiene un gato adorable que se refriega en sus piernas, tiene un balcón bellísimo del que puede ver toda la ciudad, desde un piso 17, y habita el ambiente LGBTIQ, del que se siente parte.

¿Sentís que tus papás fueron cómplices de lo que viviste en el Opus?

-Puede ser, pero sin quererlo. No siento que... No sé...

¿No les pesa una culpa? ¿No los culpás a ellos de eso?

-No, no, no. Culpo a la religión. Estoy enojada con la religión, con el Opus, pero no con ellos.

¿Sentís que sos sobreviviente del Opus?

-Un poco sí.