Escribe Paul Auster en su Diario de invierno que de los avatares de la vida van quedando en nosotros cicatrices, huellas y marcas, y cada una es un retazo de nuestra historia.

Las cicatrices tarde o temprano se cierran, pero queda para siempre la marca y la huella en el cuerpo, en la memoria del cuerpo magullado, punzado, herido.

Juegos infantiles, peleas, torpeza y muchas más situaciones o circunstancias.

Por mi parte, y como señala el novelista citado, cada encuentro matutino o nocturno con el espejo me remite a mi infancia, a mi juventud que se aleja.

La frente y aquel tajo sobre la frente que suturaron en un hospital de la zona sur, la cicatriz que persiste oblicua y que ahora se entrecruza con las arrugas.

Cada movimiento de la mano izquierda al empuñar un martillo, el tenedor o la pipa humeante me remonta a diciembre de 2008 y un mediodía de mudanza y ruptura, de despedida de un espacio transitado por años y que abandonaba sin decir adiós, sin mirar atrás.

Cicatrices, huellas y marcas, cada una inscripta a su modo en el cuerpo, persisten en la memoria del cuerpo, ocupan ya un espacio y son irreversibles.

Las huellas y las marcas no siempre son visibles, no siempre están “tatuadas” en la piel, pero están, persisten y afloran en los sueños. A veces emergen en los buenos sueños y otras veces pueblan las pesadillas que, como la “baba del diablo”, no se desprenden rápidamente.

La memoria de lo vivido persiste también en la imagen que, aunque lejana en tiempo y distancia, tenemos de una solitaria calle de madrugada oscura en una ciudad que sentimos ajena y hasta hostil, cargada de enigmas de la existencia humana y su finitud. La emoción interminable por el sonido al chocar las olas del mar en las piedras en un acantilado bajo la luna llena.

Las voces presentes, las voces de los ausentes, al decir de Pavese el riesgo de vivir con pasión.

 

Carlos A. Solero