Me rasco la cabeza. Son las 13.45 y no almorcé. El estómago parece insultarme enfurecido y el timbre suena por segunda vez. Ni yo, ni las personas a las que trato de ignorar con la cabeza sumergida en mi libro, podemos continuar prolongando nuestra estadía en la sala de profesores. Tomo mi mochila y mis libros y me dirijo al patio, donde cinco hileras desprolijas y movedizas como filas de hormigas parlotean sin cansancio. La directora pide silencio y hace referencia a un reciente acto de vandalismo, saluda e invita a todos a iniciar la jornada en paz. Tal vez pueda comer en el salón si les doy una consigna complicada, pienso mientras gesticulo indicándole a 4° año que camine conmigo hacia las escaleras. Me desplomo en la silla y miro el reloj. Hace siete horas que salí de casa, ya ni recuerdo qué había planificado para hoy. La preceptora entra a tomar asistencia y aprovecho para juntar fuerzas y ordenar la clase en mi mente. Les dicta una nota por un paseo venidero. Alexis levanta la mano y pregunta qué pasa si no tienen plata. Andá a hablar a dirección y vemos, no queremos que se pierdan el paseo. Charlamos un rato sobre la consigna. Consigo entusiasmarlos un poco, y la escribo en el pizarrón para que empiecen a trabajar. Pienso que ahora podré descansar un poco, pero tuve éxito en despertar su interés, por lo que no bien vuelvo a sentarme me llaman desde uno de los grupos de trabajo. Ya no podré picar nada hasta el recreo, pero me alegra que todo vaya sobre ruedas. Daiana me muestra un croquis garabateado en una hoja de dibujo que tiene una marca de agua con el logo de un sindicato. Le doy una enfática opinión al respecto y me sonríe mostrando los dientes, como si acabara de hacerle un regalo. Paso por otro grupo y los reto porque trabaja uno solo. Joaquín M (hay tres Joaquines en el curso) me dice que tiene una lija bárbara y que así no puede ni pensar. Recuerdo la pirámide de Maslow, y no puedo evitar evocar el sándwich en mi mochila. Lo abro y lo parto en tres trozos. Uno para mí, uno para Joaquín, y uno para Brian que no dice nada pero se toca la panza. Profe sos lo más, me dicen, y se ponen a trabajar. No es mucho pero al menos ese bocado me levanta un poco. Después del recreo tengo evaluación oral en 5° año, y voy a necesitar pilas. Cruzo los dedos y espero que las chicas hayan preparado los alfajorcitos de maicena que venden para financiar el viaje de estudios. A Córdoba, porque acá en el barrio Bariloche queda muy, muy lejos.

 

A la profe le gustó mi croquis. Me dijo que estaba muy bien pensado y que se daba cuenta de que soy muy reflexiva. Le pregunté qué quería decir bien y me dijo que era pensante, que pienso las cosas y tomo buenas decisiones. Cuando le dije al Laucha que yo quiero estudiar cuando termine la escuela se me cagó de risa y me dijo que vaya a estudiar de sirvienta. Pero la profe siempre me dice vamos Daiana que vos podés. No es como los otros que te miran como si tuvieras olor a mandarina. Pobre profe, siempre está cansada. Un día le preguntamos y nos dijo que su mamá tiene la enfermedad esa que se olvidan las cosas. A mí no me gustaría que me pase eso, pero si algún día me pasa, me gustaría saber mucho para tener muchas cosas de qué olvidarme, así por lo menos el que me conoce piensa: pobre Daiana, sabía tanto y ahora no se acuerda de nada. Si no, es lo mismo que si no hubiera estado viva. Digo, me olvidaría y no haría diferencia. ¿O sí? Creo que la profe tiene razón con eso de que soy pensante, porque yo me doy cuenta de que me pregunto cosas que los otros no. Aunque el Laucha me mire como si le diera mucho al paco, se siente bien saberlo. Algún día se lo voy a decir a la profe, así se pone contenta y se le olvida el cansancio por un ratito.