Siendo ya Presidente Juan Domingo Perón dicta una serie de clases destinadas a dirigentes y militantes de su naciente movimiento, que luego adquirirán forma de libro bajo el título de “Conducción Política”. Esa retórica de impronta pedagógica ya había sido exhibida en un texto anterior, “Apuntes de historia militar”; solo que mientras en este último se expone una aplicación del pensamiento de Clausewitz para dictaminar cuanto la guerra tiene de drama y cuanto de ciencia, en aquél, Perón apunta a establecer algunos principios medulares del arte de conducir.

Por cierto que este ejercicio teórico se codea siempre con una paradoja, pues se intenta enseñar lo que en algún sentido no se puede aprender. Dicho de otra manera, si bien es detectable que hay determinadas técnicas que pueden ser adquiridas por cualquier aplicado aspirante, el Conductor en definitiva es un hombre extraordinario. Aquel que portando el “Oleo Sagrado de Samuel”, exhibe un talento especial imposible de ser completamente transferido.

La figura del Conductor es sustancial en la gramática peronista, y por lo tanto es fundamental delinear aquellos rasgos que lo distinguen. En la obra que comentamos, se puntualiza una sinopsis tajante de los liderazgos, y a partir de allí Perón se distancia tanto de los caudillos como de los políticos. Los primeros se aprovechan de la desorganización de la masa para ponerla al servicio de extraviados intereses, y los segundos son o bien meros ejecutores de orientaciones estratégicas que no fijan o bien arteros representantes de un partidismo faccioso.

El General-Presidente desprecia para si ambos títulos y se presenta como Conductor, cuya diferencia específica, precisa, es la de dar Doctrina. Conjunto sublime de verdades de la patria que permite que la masa inorgánica devenga pueblo organizado. La diagramación de esas clarividentes orientaciones quita a los caudillos territorio de incumbencia y dictamina para el mero político el marco en el cual debe desarrollar su secundario desempeño. Se suscita aquí un notorio malentendido, pues si por una parte los adversarios del peronismo le endilgan a su jefe máximo un supuesto desdén pragmático por una ideología minuciosa, este define su rol en la historia como dador de un cuerpo trascendente de conceptos.

Y la extrañeza no concluye allí, pues si bien es perceptible que a lo largo de su trayectoria el pensamiento de Perón va admitiendo desplazamientos y mutaciones, los textos que éste referencia como testimonio de su palabra vertebral son siempre los mismos. “Conducción política”, “La Comunidad Organizada” y “El Modelo Argentino para el Proyecto Nacional”, contienen la invariancia nutritiva de una Doctrina a la que nos atrevemos a catalogar como filosofía política.

Y nos interesa especialmente asirnos de esa calificación pues el peronismo, es imprescindible recordarlo, es más que un movimiento vigorosamente apto para la competencia electoral o un programa transformador de gobierno. Se concibió desde su origen como portador de una densidad cultural reparadora al calor de la decrepitud moral de Occidente; y resulta un dato central que es en el Congreso Internacional de Filosofía de Mendoza en 1949 donde el Conductor presenta ante lo más granado del supremo saber lo que considera un aporte atendible para corregir el destino alarmante que atisba para el género humano.

Pues bien, esa terapéutica filosófica parte de señalar dos disvalores medulares. El egoísmo (que queda caracterizado como la sobreestimación del interés propio) y el denominado “materialismo práctico”. Dicha denuncia no obstante siempre se despliega en torno a un equilibrio que debe ser restaurado, lo que implica tanto no caer en la estadolatría como establecer con nitidez el contrapeso adecuado de una ontología espiritualista.

Lo que luego se conocerá como Tercera Posición es el punto de articulación armónica entre la libertad de un individuo que debe subsumirse voluntariamente en un destino colectivo que lo contenga, y la combinación virtuosa entre el desarrollo de las fuerzas productivas, los avances tecnológicos y una antropología no cooptada por el consumismo y la mercantilización de la vida cotidiana. Respecto del primer planteo, Perón lo define como “la armonización progresiva del yo en el nosotros”, en una lógica que yendo de Aristóteles a Hegel pretende auspiciar una ética que no desligue al sujeto de su compromiso primordial con la cosa pública. El capitalismo exacerba una impronta individualista que repudia la intromisión estatal y abjura de las obligaciones que emanan del bien común, y el comunismo ahoga la singularidad irreemplazable de cada persona humana a través del uso totalitario del aparato estatal.

Pero detengámonos con más detalle en el segundo ejercicio conciliatorio, entre el materialismo y el espiritualismo. Tanto el capitalismo como el comunismo han quedado apresados por una moral productivista, aferrados a la maximización del consumo e idolatrando el avance científico como instrumento del progreso. Si bien en el marxismo el igualitarismo social distribuye los beneficios de ese progreso y con el liberalismo se concentra indebidamente la riqueza, tanto uno como otro subestiman toda experiencia vital que surja del altruismo y la ética del don.

Hay un excedente de la existencia virtuosa que proviene de la solidaridad con el otro sufriente, y donde esa otredad en tanto prójimo equivalente invita a un contacto mediado por la reparación que proviene de la militancia política. Lo que llamaríamos compensación espiritualista de estas desviaciones civilizatorias supone tanto una distribución mucho más equitativa de la riqueza producida como la promoción de formas del vínculo social no guiadas por la lógica del lucro.

Pero además, y en estos queremos detenernos particularmente, ese espiritualismo implica pensar en un tipo de humanismo no cientificista, en el cual la transformación de la naturaleza no implique agredirla ni degradarla, y los aportes de la técnica tengan un resguardo normativo que no la convierta en ariete sofisticado para la autodestrucción del planeta y de la especie.

Esta trama de conceptos sin embargo no deja de requerir mayores precisiones ni logra clausurar una serie de interrogantes. Dijimos que “La Comunidad Organizada” se organiza en torno a una ontología de la concordia entre principios contrapuestos. Ni el exceso individualista ni el desborde estadolátrico. La pregunta surge inevitable. La exacerbación del materialismo práctico requiere la cirugía cultural del espiritualismo; ahora bien, ¿en qué consistiría un espiritualismo desmedido? ¿Cuál sería el extremo espiritualismo que convendría evitar?

Si revisamos correctamente el texto, circula también una historia de la filosofía, al interior de la cual se descubre el despliegue de los problemas que inquietan. Y en esa secuencia Perón adopta una visión positiva de la modernidad, para empezar porque rescata uno de sus pilares conceptuales (la idea de un individuo libre) y su comunitarismo en ningún caso es organicista ni compulsivo sino construido y tendencial.

Es más, su visión del medioevo es claramente denigratoria, pues allí existió un exceso espiritualista, si entendemos por tal una suerte de totalitarismo de la fe. A este respecto, es muy sintomático que el peronismo quede asociado con El Renacimiento, como analogía que pretende asociar dos momentos que advienen para sacar al mundo de las tinieblas. El Renacimiento de las penurias del Medioevo y el peronismo de una decadencia moral de Occidente que a través de la acción imperialista somete a los países del Tercer Mundo a la dominación económica y la expoliación social.

Es incluso llamativo que en los artículos que publica en el diario “Democracia”, y que luego se compilarán en el libro que se titula “Política y estrategia”, Perón utilice como seudónimo el nombre “Descartes”. Es enigmática esa elección, pero bien podría ligársela a su mirada cordial para con la modernidad filosófica. Ese pertinente apunte viene a cuento además para despejar cierto equívoco que proviene de las influencias de la Iglesia Católica en el primer peronismo, y de las constantes menciones de Perón a que su doctrina es humanista y cristiana. Efectivamente lo es, pero de un cristianismo primitivo muy en sintonía con el que Eva menciona en su texto póstumo conocido como “Mi mensaje”. Un cristianismo de los pobres, antiimperial y crítico de la connivencia de las burocracias eclesiásticas con las oligarquías y el golpismo.

Perón, entonces, humanista y moderno que rescata la idea de individuo y por lo tanto su escisión constitutiva respecto de la naturaleza. Centralidad de la persona humana como dadora de sentido y fuente última de todo orden social. La inquietud surge entonces transparente, ¿cómo dar cabida a un humanismo que no degenere en algunas de las desviaciones del materialismo práctico? Esa duda se incrementa si nos detenemos en el conocido discurso de Perón del 21 de febrero de 1972, “Mensaje ambiental a los pueblos y gobiernos del mundo”, donde con notable lucidez anticipa muchos de los dilemas y alertas que hoy declaman ciertas corrientes del ecologismo contemporáneo. Es obvio que retorna a viejas preocupaciones, solo que devenidas ahora en amenaza geopolítica.

Transcurre en estos tiempos una controversia que parece estancada. Por un lado, una corriente (que sus adversarios denuestan por “desarrollista”) que enfatiza la importancia de favorecer un aprovechamiento productivo de recursos naturales que facilite al país divisas que necesita para alcanzar mayor niveles de inclusión social. Por el otro organizaciones (que sus críticos denuncian por “fundamentalistas”) que bajo la imputación de “extractivismo” observan depredación en cualquier forma de explotación sistemática de las rentas primarias de la economía.

El dilema es delicado, como ya lo advirtió el propio Perón. No es ya por cierto viable un retorno bucólico y premoderno a la hermandad sujeto-naturaleza, ni es aceptable subestimar el altísimo riesgo que corre el ecosistema frente al desenfreno del lucro capitalista. Habría tal vez que apelar a los que los clásicos llamaban sofrosine o principio prudencial del justo medio. Rentabilidad razonable para una serie de actividades sin las cuales los pueblos resignan ingresos sustanciales para su bienestar, y extremos recaudos del poder público al momento de controlar el desprecio del Capital por la tierra que nos cobija. Filosofía del equilibrio. La Comunidad Organizada.