El rey de la glotonería

A golpe de click, un jurado ha dirimido quién es el ilustre ganador al título de oso pardo más gordo de Alaska, alta distinción que se celebra desde hace ya siete años en el gélido estado norteamericano. Un corpulento veterano, de veinticinco años estimados, se ha hecho de la corona entre los doce dignos competidores: el fornido Otis, que ya había vencido en tres ediciones pasadas, logró nuevamente encandilar con su velocidad para ganar carnes, que se traduce en un estado de lo más saludable. Eso que “le faltan dos dientes caninos y, en general, el resto de su dentadura está bastante desgastada”, y encima es un poquito vago, conforme han explicado desde el Parque Nacional Katmai, región salvaje que alberga a estos animales y que organiza la Fat Bear Week, título oficial del concurso. Fotos de antes y después de hibernar, además de una pequeña biografía sobre cada contendiente, sirven al público para expedir su voto cada año. En esta oportunidad, la gente ha estado más entusiasta que nunca antes: alrededor de 800 mil personas participaron, superando ampliamente el récord de 2020 de 650 mil votos. “Acurrucados en sus guaridas, estos osos soportan una hambruna de meses cada invierno. Durante la hibernación, no comen ni beben, y pueden perder hasta un tercio de su peso. Su supervivencia depende de la acumulación de amplias reservas de grasa antes de ingresar a la madriguera, que logran atiborrándose de alimentos ricos y fáciles de conseguir. En Katmai, básicamente se trata de ingerir muchísimo salmón del río Brook”, explica la web oficial del concurso, sumando que ha visto a ositos pardos capturar hasta cuarenta peces al día, “¡y eso es mucha comida!”. El macizo Otis, favorito absoluto, ahorita mismo sigue poniéndose al día. Como advierte desde las filas del refugio natural, “mientras nosotros festejamos, él no para de comer y comer”.

Con ese ritmo indio, sonaría tremendo

Quedar atrapado en un atasco en Nueva Delhi y ciudades aledañas pronto podría parecerse bastante al ensayo de un concierto de músicos amateurs; al menos, de avanzar los planes que interesan al ministro de Transporte de la India, Nitin Gadkari. Un genuino melómano, a juzgar por la ley en la que está trabajando el político –en paralelo a ocuparse de tópicos sensibles como mejorar caminos o bajar índices de accidentes viales–. Y es que, conforme adelantó las semanas pasadas, Nitin Gadkari quiere que, en su país, todos los vehículos reemplacen las desquiciantes bocinas “por sonidos más agradables, de instrumentos musicales con los que se compone música tradicional de la India”; por ejemplo, el shehnai (suerte de oboe), el sitar (similar al laúd), los naqqara (timbales). Habrá que ver si, de prosperar su iniciativa, sus nervios toleran los ensambles potencialmente desastrosos, de orquestas involuntarias que improvisarán melodías espontáneas en hora pico, con sobredosis de tránsito. Siguiendo su línea de razonamiento, no resulta para nada sorprendente otro expreso enemigo de Nitin. Porque, como evidentemente podía preverse, tampoco le caen especialmente simpáticas las sirenas de ambulancias y de patrulleros, de sonido internacionalmente reconocibles. “Son tan pero tan irritantes, sobre todo cuando están a máximo volumen, que es cuando, además, resultan dañinas para los oídos”, manifestó el sensible varón, que pretende que las mentadas chicharras estén fuera del mapa, se vayan de una vez para siempre de las carreteras indias. “Estoy pensando que podrían cambiarse por melodías bonitas, como las que suenan en la estación de radio Akashwani, compuestas por artistas”, contempla un meditabundo Gadkari. Si su proyecto será un trabajo mancomunado con el área de cultura, nada ha especificado. Ver (o escuchar) para creer que el día de mañana consiga su anhelado objetivo de amenizar toda India de manera tan llamativa.

Dogs, ¿futuro musical?

En reciente charla con revista Variety, el compositor y productor teatral Andrew Lloyd Webber se sinceró sobre su complicada relación con el cine, dados los pobres resultados de algunas adaptaciones de sus imperecederos musicales. Sin pelos en la lengua, el legendario varón contó, por ejemplo, que no le había convencido demasiado la versión fílmica de Jesucristo Superstar, de 1973, dirigida por Norman Jewison (“aunque no la he visto por un tiempo, quizás debería repasarla”); tampoco le pareció un acierto que Joel Schumacher fichase a Gerard Butler para el protagónico de El fantasma de la ópera, de 2004 (“demasiado joven para el papel”). Para sorpresa de nadie, empero, la versión cinematográfica que casi le da un soponcio data del 2019, y es –obviamente– Cats, su exitosísimo musical inspirado en poesías de T. S. Eliot, que bajo las riendas del realizador Tom Hooper fue destrozada despiadadamente por la crítica y el público. Que Hooper la lió parda no hay quien se lo discuta: ni los micifuces Judi Dench, Ian McKellen, Taylor Swift y Jennifer Hudson pudieron salvar las papas, rematadamente carbonizadas. “Todo, absolutamente todo estaba mal. No había ninguna comprensión de la obra, de las canciones. Recuerdo haber visto la película y pensar: ‘Oh, Dios mío, ¡no, no!’”, las contundentes palabras de Andrew. Quedó tan traumatizado, de hecho, que salió corriendo... a adoptar un perro. “Fue la primera vez en mis más de 70 años de vida en este planeta que contemplé la compañía canina. Hoy puedo decir que lo único bueno que salió de ese film ha sido mi pequeño cachorro habanero”, aseguró Lloyd Webber, al que le vino pipa la adopción del animalito, que lo acompañó durante toda la pandemia. Se ha encariñado tanto que suele llevarlo en viajes intercontinentales. “Hace poco le expliqué a una aerolínea que debía tenerlo en el asiento de al lado, a modo de terapia, yendo a Nueva York. Me preguntaron si podía demostrar cuánto lo necesitaba, y le respondí que solo mirasen el estropicio que Hollywood había hecho con mi musical Cats. Me extendieron la aprobación con una notita que decía: No requiere informe médico’”. A buen entendedor...

Una gran puesta en escena

A diferencia del embaucado Jim Carrey en The Truman Show, quienes visitan el idílico condado de Xiapu, en la provincia de Fujian, al sur de China, son conscientes de estar participando de una farsa. O al menos, lo sabe la vasta mayoría, porque –según reporta el New York Times– nunca falta el turista despistado que realmente cree que se trata de una zona detenida en el tiempo, llevándose flor de fiasco al descubrir in situ que agricultores, pescadores, incluso niñitos jugando a la vieja usanza, son en verdad actores que se calzan el disfraz de otrora como parte de un decorado gigante, especialmente diseñado para que los visitantes puedan sacar imágenes para sus redes sociales. Durante años, Xiapu se ha consolidado como el perfecto destino instagrameable para cámaras ávidas de escenas bucólicas. Pero, claro, si la niebla de la mañana es idealmente espesa es porque se ocupan los locales de generar el humo justo a través de una medida quema de paja (obviamente fuera de cuadro). Si los granjeros con hacha al hombro usan trajes de otrora, dignos de museo, es solo para el postureo: fuera de toma, sus looks distan de ser centenarios. Los búfalos no les sirven para la faena rural, como presumen para la foto; jubilados, no han servido para el cultivo desde hace añares. Y los párvulos con sombrero de paja que persiguen gansos seguramente preferirían estar jugando con sus celulares… Al igual que quienes asumen sus puestos de pescadores con redes “bonitas” que, en verdad, tienen utilidad nula, salvo darle un toque de color a las composiciones fotográficas. “Cientos de residentes se turnan como modelos, mientras que otros trabajan vendiendo entradas, como guías turísticos, como quemadores de paja”, explica el rotativo yanqui, explicando que, en la última década, “el número de visitantes de la región se multiplicó por diez, según cifras oficiales”. Lógico, visto y considerando que se trata de uno de los sitios más populares por sus viralizados registros visuales. Pura fachada, una auténtica fábrica de apariencias para lograr la ilusión de tierra pintoresca. En principio, porque el clima allí dista de ser grato, y el cielo suele estar nublado. Un paseo por la playa no es recomendable: demasiado fangoso, y resulta un pelín peligroso sumergirse por su oleaje. Ni siquiera el pescado local es demasiado fresco; las aguas son sucias y los restaurantes tienen fama de estafar a la gente. “Algunas personas vienen sin saber lo que, en realidad, perspira y se te parte un cachito el corazón viendo la desilusión en sus rostros. Por eso suelo decirles, para animarlos un poco, que no se preocupen, que solo han venido en la temporada incorrecta”, cuenta la empática Liu Weishun, gerente de una de las atracciones más concurridas, que con el walkie-talkie se ocupa de que los pescadores estén listos para atrapar... la nada misma.