Este domingo es el Día de la Madre, una fecha que para mí nunca fue indiferente. Al no tener mamá, de chica ese día amplificaba su ausencia. A pesar del paso del tiempo, ese sentimiento sigue intacto. Hace unos días la estoy soñando mucho y me despierto a la madrugada llena de preguntas.

En el último tiempo, despertarme muy temprano se volvió una rutina. Aprovecho esos madrugones para acercarme a ver a mis hijxs y comprobar si están tapadxs (la mayoría de las veces los encuentro destapados). Siempre pensé que lxs niñxs se destapan porque siguen jugando mientras duermen. Esas pilas interminables no se agotan nunca, ni en sueños. En casa, todas las noches es la misma coreo: entro sigilosa a su cuarto, saco las mantas revueltas entre sus piernas y ellxs hacen un gesto, como si estuvieran por despertar. Les toco sus caritas, les susurro algo al oído mientras lxs tapo bien, como si una frazada lxs pudiera proteger de todo. De chica creía eso, que las mantas eran mágicas y me cuidaban de los gritos, las peleas o de las pesadillas. Lxs miro un rato mientras duermen. Para mí, esos son momentos únicos que me regala la vida de madre. Creo que esta es una de las escenas que más disfruto de mi maternidad.

Ayer, mientras volvía a la cama me preguntaba cómo hubiera sido mi mamá. ¿Una mamá protectora, cariñosa, comprensiva, de mente abierta? ¿Cómo se hubiera tomado mi decisión de ser Florencia? No lo sé, la verdad. Cuarenta años atrás, las mamás eran diferentes. Incluso hace diez años yo era otra, muy distinta a la que soy hoy. No nos olvidemos de que en los últimos tiempos vivimos un cambio social y cultural enorme que modificó la vida y la mirada de muchas personas.

Hoy me gustaría soñar que si mi mamá viviera, sería como Gabriela Mansilla. Porque, para mí, ella reúne todas condiciones que la convierten en el emblema del tipo de maternidad que admiro. Gabriela no es una mamá hegemónica, no figura en anuncios de perfumes, propagandas televisivas o publicidades llenas de flores, de mujeres con relucientes sonrisas y dientes blancos como perlas con hermosos vestidos y niñxs perfectos. Ella debería ser la imagen de este día porque es la mamá con más garra que conocí en mi vida. Una mamá valiente, que se enfrentó contra toda una sociedad que la juzgaba, la criticaba y le decía lo que debía hacer con su hija Luana. Golpeó cientos de puertas pidiendo ayuda, pero nadie respondía y cuando lo hacían, le decían que la castigara, que la obligara a vestirse de varón, que le cortara el pelo. Ni el pediatra, ni psicólogas o psicopedagogas: nadie podía decirle qué le pasaba a su hija. Solo proponían someterla a la violencia y a la discriminación. A los cuatro años, esta criatura se plantó y le dijo a su mamá: «Yo soy Lulú, Luana. Y si no me llamás así, no te voy a hacer caso». Gabriela la escuchó y se convirtió en un ejemplo. No solo por romper el molde de lo binario y de sus propios prejuicios personales, sino porque además terminó abriéndoles los ojos a muchxs que han sido criadxs en una sociedad hipócrita y patriarcal. Gracias a su lucha y a su fundación Infancias Libres, hoy hay más de cien infancias y niñeces trans.

Gabriela es un ejemplo para mí, que le demostró al mundo entero que el amor todo lo puede y lo único y más importante para una mamá es escuchar a sus hijxs y resguardarlxs, ser la manta mágica que lxs proteja frente a aquello que pueda ocasionarles sufrimiento.

¡Feliz día, entonces, a mi mamá, a Gabriela y a todas las que se animan a ser diferentes por el bien de sus hijxs!