La semana pasada, entre el 1° y el 7 de mayo, Nueva York fue sede del PEN America: World Voices Festival, un encuentro de escritores y artistas de todo el mundo en la ciudad que, todavía hoy, está inquieta y furiosa contra su ciudadano más famoso y ahora presidente, Donald Trump. Por la 5ta avenida hay activistas solitarios que caminan a cualquier hora, sin orden, con carteles de “Impeach”: algunos cantan. La Torre Trump está custodiada. La fabulosa librería Strand vende merchandising rabioso contra el presidente: pins que dicen “Protest & Resist”, “Not My President”, imanes para heladera que parodian el slogan “Make America Great Again” (“Hacer que América sea grande otra vez”) con “Make America Read Again”, (es decir, “Hacer que América lea otra vez”), juegos de mesa llamados “La Humanidad odia a Trump” y desafíos por el estilo. 

El Festival abrió con el evento United Against Hate (“Unidos contra el odio”) con lecturas y shows de Patti Smith y su hija Jesse, Ani Di Franco, Marlon James y Salman Rushdie, entre otros, y durante toda una semana se dedicó a exponer la diversidad con paneles dedicados a la belleza de la mujer musulmana, la poesía de Medio Oriente, las mujeres en prisión, la vida gay, la vida en Cuba, la cuestión de la identidad en la diáspora africana, el feminismo en Rusia. Migración, género y poder: esos fueron los temas principales y los invitados, demasiados para enumerar, incluyeron a Carrie Brownstein (ex Sleater-Keaney, música, actriz y escritora), Ali Asgar, artista queer de Bangla Desh que trabaja con tabúes sociales y políticas del cuerpo, la superestrella nacida en Nigeria Chimamanda Ngozi Adichie, Teju Cole, Minae Mizumura (la autora de Una novela real), Claire Vaye Watkins y Jeff Vandermeer (entre los estadounidenses que están pasando un gran momento) y organizaciones como World Without Borders, que difunde ficción y no ficción traducida. 

Claro que hay que hacer una objeción bastante increíble dado el contexto: todo el World Voices Festival: Gender + Power se realiza en inglés. La organización no facilita traductores. De modo que los invitados o hablan inglés o se las arreglan. Y esto ocasiona que algunos artistas que no hablan un inglés fluido resulten desaprovechados o que otros directamente no puedan ser invitados, con lo que la diversidad se restringe al manejo del idioma dominante. Las paradojas del progresismo a la estadounidense.

De todos los eventos del Festival hay uno especialmente curioso, intenso e íntimo: las lecturas en Westbeth, que este año se llamaron Literary Quest. Tuve la suerte de que me invitaran al festival PEN y acepté participar de este evento sin saber del todo qué era, sólo porque sonaba bien: leer en las casas de los artistas que viven ahí, en el complejo Westbeth, para un público que podía aparecer o no.  

Un poco de historia: la Comunidad Artística Westbeth es un edificio que ofrece departamentos a precios razonables a artistas. El ingreso es difícil –el edificio, que fue alguna vez los Laboratorios Bell, es una belleza– y la lista de ingreso está cerrada desde 2007 con lista de espera de unos 15 años. El complejo abrió hace 41 años: la mayoría de sus integrantes tienen más de 60 y los que llegan a los 80 son muchísimos. 

El lugar es huella de una Nueva York que ya no existe. Sus residentes recuerdan cuando la zona de Union Square era peligrosa, hablan de Basquiat y el Bowery, fueron vecinos de famosos de Westbeth como Robert De Niro Sr (el padre pintor del actor), o Merce Cunningham, que tuvo en el edificio su estudio durante cuarenta años, o Diane Arbus, que se suicidó en su departamento subsidiado en 1971. Los artistas se pasean por los pasillos en sillas de ruedas y hablan de cuando el barrio donde queda el complejo, en el West Village, también era de temer: ahora lo llaman “Hollywood frente al Hudson” –el edificio tiene vista al río– y ahí cerca vive Hillary Swank. Estar en Westbeth es como entrar a aquella ciudad dura y personal y difícil y extraordinaria que ya no existe, al menos no de aquella forma que definió épocas. Y no es que los residentes extrañen a los yonquis y a los chicos perdidos pero sí saben que algo se esfumó en estos años de millonarios y gentrificación. Algo que vive, de forma algo fantasmal, es Westbeth.

Mi lectura fue en el departamento-estudio de una fotógrafa, Patricia Dillon. Una fotógrafa argentina que, me contó, se había exiliado durante la dictadura. Primero a Japón. Luego a Nueva York. “Argentina me quitó todo”, decía y al mismo tiempo murmuraba que tenía que volver, que lo había intentado pero, la última vez, se había bajado del avión en San Pablo y desde ahí volvió a Nueva York. Mitad en inglés y mitad en castellano, Patricia no era capaz de contar su historia, no del todo: sí podía mostrar sus cicatrices, describir el trauma, el resentimiento y la nostalgia. Se especializa en retratos de freaks, como Diane Arbus, que se mató en el departamento que queda justo al lado del suyo. Muy joven, era habitué de Danceteria y ahora, con un amigo, prepara un proyecto sobre Madonna y Jean-Michel Basquiat. 

La presencia de una escritora argentina en su casa, leyendo en inglés cuentos sobre Buenos Aires fue una experiencia tensa y onírica que posiblemente alcanzó al público: para mi era extraño leer lo propio en otro idioma, para ella era extraño tener en su casa recuerdos que quizá prefería mantener lejos. Y tenía algo frágil ese bello departamento iluminado por velas y un living lleno de lectores atentos mientras en el resto del edificio daban sus propias lecturas la japonesa Minae Mizumura, Han Yujoo de Corea, Dubravka Ugresic de Croacia o Filip Springer de Polonia. Irse de Westbeth por calles silenciosas también es raro, como un reingreso al presente, hacia otra Nueva York que conserva algunas pistas de aquella que está guardada en Westbeth, en sus pasillos con luz de hospital y sus historias de locos y tristes, una memoria de la otra ciudad justo ahí frente al río.