Están vestidos con pantalón y camisa azul. Sostienen varios carteles, como ese que dice: "Trabajo sí, despidos no". Y lloran. La escena repetida tantas veces frente a las cámaras de televisión que llegaron hasta allí en la que se ven obreros luchando por su fuente de empleo se parece a muchas otras. Pero no. Esta vez es distinto.

"En un momento el plano me pareció la imagen de un velorio, como si ellos estuvieran velando la planta", confesó el camarógrafo Javier Doino luego de retratar el conflicto de SanCor en Centeno. "Me impactó la relación de la gente con el trabajo, como si la planta fuera parte de su familia, no solo su lugar de trabajo", observó con la lucidez de quien lleva 20 años con la lente al hombro.

El pueblo de 3 mil habitantes en el departamento San Jerónimo transcurre en silencio desde que la fábrica de muzzarella fundada en 1967 cerró sus puertas. Se paralizó, al igual que el resto de las fábricas del país correspondientes a la cooperativa.

"Mi papá fue uno de los primeros que trabajo acá, él decía que SanCor no iba a cerrar nunca. Si viviera no podría creerlo", afirma María Teresa y la voz se le entrecorta por el llanto. La mujer, de 60 años, lleva entre sus manos un cartel que dice: "Necesitamos una solución: dos meses sin cobrar". Está escrito en fibrón negro sobre una impecable cartulina blanca. Acaba de llegar para a acompañar a su esposo en el reclamo por la continuidad de la única fábrica de Centeno.

"En el pueblo las cosas están mal, hay cuentas sin pagar en la farmacia, en la tienda, en los almacenes", repasa el presidente comunal, Juan Gufi. El posible cierre de una fábrica es una herida mortal difícil de digerir para las poblaciones más pequeñas.

Son 62 hombres que aún no saben si perdieron su empleo, pero que desde hace dos meses no pueden ingresar a trabajar porque están bajo licencia obligatoria. Cada uno carga con su historia. Algunos la cuentan. Otros no. Hugo se quiebra frente a las cámaras al contar que lo está ayudando a sobrevivir su mamá de 72 años con una magra jubilación, y que al mediodía, cuando se sienta a la mesa y mira a su hijo de 21 años, siente que no tiene futuro. El sollozo escapa antes de que termine la frase. Sus compañeros lo abrazan y el silencio pesa en el aire.

Unos minutos después, una mujer llamada María Victoria se acerca y explica que su hija se mudó a Rosario este año para empezar la universidad, pero que si la planta cierra no podrá seguir estudiando porque no podrán pagarle el alquiler del departamento. A su lado, otra mujer bajita y de mediana edad la abraza y repite que ella y su familia se consumieron "los ahorritos y ya no queda casi nada".

Las 62 historias de Centeno parecen inexistentes en el contexto de los 4 mil empleados de la láctea SanCor que pueden perder su empleo por la debacle financiera de la empresa. Pero están allí, resistiéndose al olvido, aferrándose a la esperanza. Diciendo presente con lo que resta de voz.

La mayoría de los hombres destaca que la culpa no la tienen ellos, que los sueldos no son tan altos como la gente dice, que SanCor está así "pero no por nosotros". Es una afirmación obvia, pero sin embargo en Centeno hay quienes responsabilizan a los operarios de la situación por sus "abultados salarios".

Y no solo las vecinas del pueblito lo rumorean mientras barren la vereda, hacen los mandados, tienden la ropa, o esperan que llegue una clientela ahora diezmada. También lo piensan funcionarios del gobierno nacional que obligaron a los trabajadores a aceptar modificaciones en su convenio colectivo para que la cooperativa pueda recibir un salvataje de 450 millones de pesos. En Centeno, sin embargo, la noticia que copa la tapa de los diarios parece lejana. Es un esbozo de esperanza que aún no los roza. Extraoficialmente, les han dicho que en Brinkmann, Charlone, Moldes y Centeno "la desactivación" sería definitiva.

Pero los 62 siguen allí, resistiendo, amparados por unos pocos carteles. Y sobre todo por su propia dignidad. De pie. Desde el 6 de marzo, el día en que apagaron la luz.