Las definiciones más confiables de la crónica como género periodístico indican que debe ser verdadera, actual, novedosa e interesante para un número significativo de personas. El libro Los días eran así (Ediciones Octubre, 2017) de Hugo Soriani cumple con esos requisitos y suma nuevas claves a este recurso narrativo.

A saber: un gran uso del lenguaje. No se equivoca con ninguna expresión, las eligió con serenidad, las utilizó con autoridad, preciso, sin forzar, sin exagerar. Se nota que, antes, tuvo que morfarse mucho porque ahora no se come una palabra, ni comas, ni puntos y, como si con eso no bastara, cualquiera de sus textos tienen un respaldo informativo real.

La lectura de los textos de Hugo son la prueba de que las cosas de la vida, las que nos pasan cotidianamente (buenas, malas, felices, horribles), si están bien contadas merecen integrar las hojas de la mejor literatura. Hugo supo y pudo convertir en reflexiones amigables las enormes injurias que recibió rejas adentro durante sus nueve años all inclusive en cuatro cárceles: “Ahora sí que a ustedes se les acabó la joda”, prometió un guardia de los que no se cansaban de repartir palazos. ¿Cuál joda, si las celdas ni siquiera tenían un mísero inodoro? Hugo y sus carnales de prisión saben desde el chillido de sus tripas que el dicho popular “Más difícil que cagar en un frasquito” no solo es chusco sino que tiene, por lo menos, evidencia práctica y hondura filosófica. Que la escritura es sanadora da cuenta el hecho de que Hugo pudo convertir la malaria en metáforas lindas y dignas:  “Los presos estaban a la sombra” / “Murió ayer en Lanús, su país más que su barrio” / “ El sargento Padován es de orejas grandes como sus ambiciones” / “Pasarse encerrados 23 horas por día en celdas tan pequeñas como sus placeres”, solo por nombrar algunas.

“Los días eran así” son los casi 3200 días que Hugo estuvo en cana (en cafúa, engrillado, atroden) y ahora es la marca registrada de ese manual de supervivencia que es su vida. O parte de ella. Y es la suerte nuestra de poder enterarnos de tantas cosas y, desde la lectura, acompañarlo y hablar con él, como si estuviera cerca. Es el modo como reorientó y transformó sus sentimientos y sus ambiciones sin mudarse de barrios ideológicos. Es cómo descubrió en prisiones infames islitas de felicidad y cómo desde su condición de náufrago tiró botellas al mar. Y es también cómo se recuperó, lo mismo que hizo con algunos vinilos entrañables aunque asegure estar como esos discos: rayado, picado, golpeado…

Digo: es tan triste este libro. “ Cataratas” y “Walter de Lanús me hicieron llorar.

Pienso: es tan optimista este libro. “Monte Hermoso” y “Hurón” me llenaron de ternura.

Advierto: es tan libre este libro. Es imposible no reírse con pasajes como “Hamburguesa” o con la respuesta a alguien a quien solo porque su apellido era Guevara le pegaban más de la cuenta. Solidario, un compañero de infortunio le aconseja: “Por favor, en el próximo retén decile que te llamás González”. O cuando en plena y cruel hambruna otro enjaulado con humor negro pregunta: “¿Quién quiere repetir carne?” “Yoooooo”, corea un montón de estomaguitos vacíos. Y el bromista remata: “Entonces repitan conmigo: Carneeee… Carneeee”.

Es imposible no moquear leyendo la carta en la que el papá de Hugo (militar, retirado del Ejército con grado de capitán, y capitán indiscutido del equipo de sus afectos) le cuenta al nene, preso en Magdalena, no el cuento de la buena pipa, sino que después de 18 años River había vuelto a salir campeón. Esto era en 1975. Es un texto que convive con otro referido a un hecho futbolístico de signo contrario pero que Hugo, ya libre pero prisionero de la banda, lo pasó sufriendo con sus hijos.

Capítulos como “36”/”37”/o “38”, que evocan aniversarios del golpe del 76, cualquiera de ellos, con su formato de pequeños estiletazos a la memoria contienen el germen de esa clase de películas que ahora se llaman corales. Son síntesis extraordinarias, así de auténticos son estos relatos salvajes.

Luego de 30 capítulos de crónicas tumberas, a partir de la página 149 Hugo nos hace escuchar otras músicas y nos invita a compartir ese mundo suyo hecho de distracciones artísticas, predilecciones musicales y cholulismo. Ya en libertad, Hugo quiso desquitarse y ponerse al día con ruidosos recitales después de nueve años del peor de los silencios. Ese respirito, que el lector agradece y que incluye a Fito y Lito, a Víctor y María Elena tiene una inspiración idéntica al tramo anterior: el interés de Hugo por lo artístico, lo derecho y lo humano. La historia de la “Lucía” que se va a hacer el ADN al hospital Durand equivale a ese portentoso momento que es “Gieco en la Antártida”. Las palabras de Julio Morresi, el papá de Norberto y Claudio, tienen tanta carnadura como sus encuentros cercanos con Neill Young o Cat Stevens. El relato de cuando de la mano de Nora Lafont conoció a uno de sus ídolos, Sandro, es imperdible.

Es cierto lo que Ernesto Tiffenberg aventura en el epílogo. Ernesto señala que el apellido del narrador Soriani contiene seis de las letras de otro fenomenal contador de historias apellidado Soriano. Y así como el querido gordo encontró su propia voz y a su inefable personaje Max Ferraroti, Hugo descubrió al mozo Osvaldo, al que vuelve protagonista en varios capítulos. Allí advierto metiéndome en lo que no debo, solo como intruso lector, hay un comienzo de otra línea literaria. Así como pienso también que la historia del papá militar de Hugo, exonerado antes del 55 por contrera, tiene tanto de paradójico como mucho de novelesco y da para continuarla. Las peleas en los almuerzos, los distanciamientos ideológicos que Hugo menciona al pasar, y el digno estoicismo de ese padre que nunca dejó de visitar a su hijo en las cárceles tienen destino de nuevas reflexiones.

Por lo que se lee, Soriani podía haber sido abogado o un hábil e infatigable carrilero por derecha y con llegada, si no en el River de sus amores en el Almagro de su barrio. Podía haber sido (sin duda, lo es) un serio crítico de música popular e incluso un productor de artistas. Podía haber sido un interesante diputado opositor. Pero es lo que es. Desde hace 30 años ha sido uno de los impulsores y sostenedores del diario más citado de la Argentina. Es un comunicador, un narrador de primera que acaba de sacar su primer libro y un  periodista forjado en el silencio carcelario. Bien apunta Estela de Carlotto en el prólogo que ese silencio lo llenó de palabras. En esos ámbitos tenebrosos Soriani escribía en delgadísimo papel de cigarrillos informaciones que salían de las cárceles y circulaban clandestinamente y, tal vez, fue uno de esos que, como dice en su texto “Homenaje” escribieron poesías malas pero aún así eran poetas.

* Extractado del texto leído en la presentación del libro.