Los pasos llegan hasta la plaza San Martín, vienen por Dorrego desde el Paraná. Una calle todavía empedrada, aunque la ciudad es otra, muy diferente a la de 1985. En esa calle, ahora, hay edificios en casi todas las cuadras, un hotel 5 estrellas, bares boutique. Era un barrio espectral en los 80, aunque un par de cuadras antes de la entonces Jefatura de Policía se hacía más paquete.

Esa vieja Jefatura hoy es sede de Gobierno. Imponente, laberíntico edificio, donde la vigilancia está facilitada. En la esquina, un espacio de memoria recuerda que allí funcionó un Centro Clandestino de Detención, el Servicio de Informaciones. El más grande de la región, por donde pasaron al menos 2000 personas.

¿Qué significarán esas señales para pibes de 15, 16, 17 años? Entonces, por los 80, las marcas urbanas no eran cuestión de estado. Todos los que allí habían torturado estaban en funciones, ahí. Una vez me indicaron que no podía caminar por esa vereda. No se habían enterado del estado de derecho.

Para nosotras, el horror era muy cercano. Mirábamos La Noche de los Lápices. Leíamos (leía) a Rodolfo Walsh y todas las heridas estaban abiertas. La Canción de Alicia en el país nos emocionaba, pero todavía no se había convertido en un clásico: era relativamente nueva.

Las reglas en las escuelas eran férreas: medias marrones, guardapolvos por debajo de la rodilla, pelo recogido. Caminábamos la ciudad, empezábamos a conocerla, y la reciente democracia nos daba un aire de libertad que en algunas revistas -o algunas docentes- llamaban “libertinaje”.

¿Por qué caminar por la plaza San Martín me llevaría a esos recuerdos? ¿Será nostalgia? Tantas cosas pasaron en la plaza desde entonces. Muy recientemente, la vigilia del 29 de diciembre de 2020 por el aborto legal, por ejemplo. La noche en vela del 10 de diciembre cuando Diputados dio media sanción a la ley que tanto habíamos pedido, reclamado, deseado. Sin embargo, vuelvo a 1985. Suena Virus, escucho Amor Descartable, esta vez sólo en mi cabeza porque, allí donde voy, no usaré auriculares.

La caminata tiene un rumbo: es como una flecha que va del pasado al futuro, o al menos ese es el Deseo que mueve a quienes se empeñan en construir esos puentes, lazos generacionales para lograr que la memoria no sea una cáscara vacía. Porque sí, la que suena en la banda de sonido interior es Sara Hebe.

Es raro volver a entrar a la escuela en la que cursé cuarto y quinto año, pasaron varias décadas. El edificio está tal como lo recordaba, aunque ahora parece más nuevo. En la escuela primaria transcurre el recreo. Les pibes corren, gritan, todo retumba en las altas paredes de esa construcción centenaria.

En el otro patio, el de la secundaria, hay hileras de sillas en el centro. Les estudiantes, adolescentes, están sentades en el cordón del patio. Es lindo verles amuchades: miran sus celulares, se hacen bromas, esperan que empiece el acto. Nada de medias tres cuarto marrones.

Un acto escolar, un fragmento de la pared tapado por una tela, el equipo de sonido preparado. La docente comienza: se descubrirá una placa recordatoria de las once ex alumnas de la escuela que fueron víctimas del Terrorismo de Estado. En el público hay familiares: hijas, hermanas, amigas de aquellas señoritas de los años 60 y 70.

Preparen los pañuelos: el momento es producto de un trabajo previo, iniciado por les profesores de Construcción de Ciudadanía y Participación, que convocaron a les estudiantes a investigar en los libros matrices, y hacer un cruce con el Registro Único de Víctimas del Terrorismo de Estado. Algunes quisieron desistir, el trabajo era largo, y por momentos parecía que no encontrarían a ninguna. Beatriz Argiroffo, Fernando Mut y Leo Simonetta dieron el puntapié inicial, después se sumaron otras docentes, como Micaela Giuliano. Encontraron once nombres.

En el acto del 24 de marzo de 2019, entregaron una copia de los legajos a los familiares que lograron ubicar. Esta semana fue el momento de dejar una marca en el edificio. Una placa que es una intervención artística, hecha por Cynthia Blaconá y Jimena Rodríguez. Las artistas hicieron una cerámica con los nombres escritos en pañuelos blancos. Están ubicados de modo que, si aparecen nuevos nombres, se puedan incorporar. La memoria está siempre en movimiento.

Hablan los directivos, y llega el turno de las familias. La hermana de María Amarú Luque emociona a todo el mundo. Algunas pibas lagrimean. A Amarú, asesinada en la masacre de Palomitas, le gustaban las películas de terror, tenía una víbora viva y un murciélago disecado en casa.

La hija de Estrella Augusta González, Clarisa, se emociona: es ex alumna de la escuela y se le quiebra la voz cuando agradece la tarea de memoria.

Como no todas tienen quien hable de ellas, la docente a cargo de la locución lee breves biografías de algunas. Pero no es lo mismo: la voz de las amigas de Susana Broca, el relato sobre sus tareas de apoyo escolar en barrios de la ciudad, llega a los corazones. “Este silencio en un acto es algo inédito”, dirá después una docente.

El hermano de María Cristina Márquez, Marcelo, les habla a les pibes: a ella le encantaba la música, eso los unía. Con ¿Qué ves?, de Divididos, traza un paralelo con la vida de su hermana.

Una palabra se repite: alegría. Vivir la militancia con alegría, luchar con alegría. Lo menciona cada familiar. Iris Pérez recuerda a su hermana Marisol: parece verla con su personalidad arrolladora.

Es un acto pero hay mucho más: una amiga de Susana Broca les pide a les chiques que valoren la libertad que su generación no tuvo. Y la palabra retoma su sentido, ese que hoy está tironeado hacia el pasado. Pilar se llama la ex alumna convocada para cerrar el acto: lejos del trap, elige Todavía Cantamos y la emoción se combina con una pregunta. ¿Qué significa esa canción para una veinteañera?

El tiempo vuela en la memoria: estoy en el patio del colegio, convocando a las compañeras de todos los cursos para las actividades artísticas y culturales que había organizado el Centro de Estudiantes, a fines de 1985. Era el segundo año de las jornadas. Las alumnas eran todas “señoritas” y una de las actividades de la jornada fue hacer murales en la fachada de la escuela. Estoy ahí, siendo una piba de 16 años.

¿Por qué elegí terminar la secundaria en el Normal 2? Una pelea con la rectora del Normal 1, precipitó la decisión. Y mi nueva escuela era objeto del deseo: en la esquina de Balcarce y Santa Fe, un curso había pintado a las Madres de Plaza de Mayo, con un fragmento de “Nueve lunas”, de José Pedroni y una frase: "por ellas las madres, locas de amor, locas de dolor, verdaderas defensoras de la vida". Lo habían hecho en las primeras jornadas culturales, las de 1984. La obra tenía un mar de pañuelos blancos. El centro de estudiantes del Normal 2 era para nosotras, estudiantes secundarias que comenzábamos a organizarnos, un lugar deseado. Queríamos ser parte de esa experiencia.

La organización estudiantil era incipiente, nos encontrábamos en la Federación de Estudiantes Secundarios y planeábamos acciones por el medio boleto. Estaba todo por hacer: esa esquina refulgía, nos trazaba un camino, nos abrazaba. Todavía cantamos “Madres de la Plaza, el pueblo las abraza” como entonces, aunque la mayoría no esté. Y en el patio del Normal queda la estela lanzada hacia el futuro. 

PD: Las once ex alumnas del Normal 2 víctimas del terrorismo de estado son: María Amarú Luque, María Susana Brocca, Liliana Marta Delfino, Rut González, Estrella Augusta González, Julia Natividad Huarque, María Cristina Márquez, María Teresa Latino, Graciela Elena Teresa Lo Tufo, Guillermina Elsa Carlota Santa María y María Sol Pérez.