“¿Ves qué desorden?”, dice Circe Maia en un momento de este libro. Se refiere a la forma en que la realidad va apareciendo en sus papeles, sin jerarquías, como una lista de pequeñas manifestaciones que la narradora absorbe y anota en esos días de incertidumbre, dificultad y una tristeza abrumadora a la que hay que resistirse con todas las herramientas disponibles. No es que se trate de acontecimientos desordenados, sino que su intensidad es tal, que la escritura aparece como una necesidad y a la vez un modo de preservar esa extrañeza, que no se desvanezca en el torrente de lo que sigue ocurriendo y avanza, como el tren al que en las primeras páginas van a subirse.

Con una forma singular –texto a dos voces, relato de viaje, diario- Un viaje a Salto narra hechos igual de extraordinarios. En los meses previos al Golpe de Estado de Uruguay, una niña y su madre viajan para ver a su padre y esposo, preso político por asistir como médico al Movimiento Tupamaro. Tienen el dato de que será trasladado en un tren que se dirige a Salto y que esa puede ser una ocasión para verlo, sin las limitaciones de tiempo y espacio que rigen las escasas visitas permitidas a la cárcel. Es por eso se lanzan a la aventura. En una parada de madrugada en Paso de los Toros se suben a un vagón oscuro donde intentan pasar desapercibidas a la mirada de los soldados que lo custodian, disimularse entre los otros pasajeros, para intentar un contacto. El tren al que se suben en también el de la historia.

Es que desde la primera página de este libro, firmada por Circe Maia en Tacuarembó en 1987, nos encontramos con la tensión entre unos hechos personales -una familia desmembrada por la dramática crisis política que estallaba en su país- y el deseo de que el peso autobiográfico se difumine en el de muchas otras vidas que pasaron por experiencias similares. La autora borra los nombres propios, “no fueron considerados importantes”, como un modo de abrir, de compartir esto suyo y hacerlo de muchos y muchas más.

Pero la historia se inicia de un modo luminoso. La que habla en las primeras páginas no es la madre sino la niña, que cuenta desde su perspectiva el viaje con su papá. Es una voz infantil –no infantilizada—la encargada de abrir este mundo. Su tono oral, sutilmente cómico o “muy optimista” como ella misma dice, nos acerca a los personajes, que se nos vuelven casi instantáneamente entrañables. Impone una familiaridad que será la de todo el texto.

Le sucede el relato de la madre de este mismo periplo, que continua con la calidez y le suma una extrema atención a las sensaciones, miradas, temperaturas, acciones pequeñas de ellas, él y el resto de los pasajeros. Es una primera persona constantemente abierta a la segunda: primero le responde a su hija, luego se dirige a su marido. Un monólogo que es a su vez diálogo y que se va escribiendo como si se estuviera conversando. Y también: pensando en voz alta. Es que quizás está pensando como si estuviera escribiendo, con el tamiz de la literatura. La misión es clara: escribir para recordar. Para no sintetizar el presente sino expandirlo en todos sus matices, sus contradicciones, sus sutilezas. Una búsqueda de preservación tanto personal como social. Retener precisamente lo que no se decía en los diarios y de lo que era preciso dejar testimonio.

La construcción de un inventario sensible de pensamientos, emociones, mínimos acontecimientos, o informaciones que llegan clandestinamente, se profundiza en la segunda mitad del libro. Páginas de un diario son las anotaciones que la protagonista hace en los meses anteriores al periplo ferroviario. Registran sus visitas a la cárcel y todo lo relacionado con ese régimen implacable al que preso y familia deben someterse. Texto también abierto a otras voces de madres, hijas, esposas en la misma situación, que se convierten en amigas, cómplices, sostenes mutuas, claves de esta historia.

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Por varias razones Un viaje a Salto es un tesoro. En principio por el singular lugar que ocupa en el recorrido de su autora. Poeta, traductora y profesora de filosofía, Circe Maia es una de las voces más relevantes del Río de la Plata. Ha publicado más de una decena de libros de poesía y otros tantos trabajos de traducción de autores como Shakespeare, Kavafis, William Carlos Williams, Dylan Thomas y Ezra Pound, entre otros. En este contexto, sus incursiones en la prosa fueron bastante infrecuentes: Destrucciones (1987), prosas poéticas que se integran perfectamente a su obra en verso; el volumen de ensayos La casa de polvo sumeria. Sobre lecturas y traducciones (2011); y finalmente, el librito que tenemos entre manos, publicado originalmente en 1987, en los primeros años de la restitución de la democracia.

Prosa breve y -más o menos- veladamente autobiográfica, en sus páginas, sin embargo, brillan algunos de los elementos propios de los poemas de Maia: una escritura de apariencia sencilla y sin embargo muy compleja, que se nutre de la vida cotidiana, dolida pero de expresión serena, de palabras precisas, imágenes exactas y una gran condensación. Además de poeta y traductora, Maia siempre ejerció como profesora de filosofía y ese filo del pensamiento, sin ser demasiado ostensible, delinea sus versos. Y también aparece aquí. Observación atenta, percepción abierta, reflexión que no se detiene, son las bases de estas líneas.

Por todo esto es que Un viaje a Salto es un objeto tan particular: por la lucidez, la sensibilidad y la perspicacia con la que testimonia una historia íntima en el marco de la fase más trágica de la vida política de su país. Aun en la constatación de que la palabra no puede ser igual a la experiencia, sino que es una traducción insuficiente. Y sin embargo, se sigue escribiendo y el ejercicio adquiere cada vez un significado distinto. A veces ensimismado, otras poroso al afuera, siempre siguiendo la línea del renglón que pasa en limpio lo que se viene a la cabeza, para mantenerla a raya, para no perderla.

De muchos modos este relato nombra, rodea y piensa la capacidad de resistencia del ser humano. No sólo la de ella y la de él, sino de muchos y muchas otras de los que se recoge una anécdota, una imagen, una frase. Es la voz de quienes no tienen voz, de quienes hacen esas largas filas frente a los cuarteles en Tacuarembó, en Salto, en Montevideo.

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Es imposible leer esta historia y que no resuene la de Anna Ajmátova, poeta arrasada por el régimen stalinista, que logró vivir –sobrevivir- para contarlo. Ajmátova envejeció en su país, devastada por la historia de los suyos: su primer esposo y padre de su único hijo fue fusilado. Su último esposo murió de agotamiento en un campo de concentración. Su hijo fue encarcelado y recluido en campos de trabajo y ella tuvo que, cada día, acudir a la prisión de Leningrado para saber de él. Fue censurada, se vio obligada a que quemar sus papeles, vivió en la pobreza. De todo esto escribió en su libro Réquiem: “Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío– que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en el que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurros): –¿Y usted puede dar cuenta de esto?. Yo le dije:–Puedo. Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.”

Por eso, ante la pregunta de qué hacer con el sufrimiento o cómo sobrellevarlo, que Circe Maia se hace una y otra vez, una de las respuestas es a través del ejercicio de la memoria que se practica en la escritura. El “Puedo” de Ajmátova se hace presente cada vez que Maia encuentra una forma de contar lo que están atravesando. A veces es sólo una imagen: “Somos como troncos hundidos en la nieve sobre una pendiente, parecen prontos a rodar al primer golpe de viento, pero no es así: están firmemente apoyados en la nieve. Pero ¡cuidado! esto también es apariencia.” Una resistencia relativa, frágil, que puede desmoronarse.

Y sin embargo no lo hace: “No nos hemos muerto de pena”—dice Maia—“No hemos enloquecido tampoco”. Y ahora la voz que resuena es la de Natalia Ginzburg, escritora de familia judía y antifascista, otra vida partida por una dictadura que durante dos décadas persiguió y encarceló a los suyos. Ella escribió: “Cuando el miedo dura mucho, se transforma. Se vuelve valentía, no: acostumbramiento. Eso. En definitiva, cuando uno tuvo demasiado miedo, no es que todavía lo tiene. O enloquece, o se mata, o no lo tiene más.” Leone Ginzburg, su primer marido, había muerto en una cárcel en Roma, en mano de los alemanes. Natalia le llevaba comida a prisión, aunque no le permitían verlo. Tras su muerte escribió uno de los dos únicos poemas de su vida, llamado significativamente Memoria. Poco tiempo después, llegó la liberación.

Es muy hermosa la aparición, en medio de las páginas de lo que podemos imaginar como el cuaderno de Circe Maia, de otro cuaderno, el de él, que le hace llegar clandestinamente, dentro de una revista. También aquí aparecen desordenados los pensamientos, tal como se le iban ocurriendo a lo largo de los días de su reclusión en Montevideo. Casi podemos imaginar los dos cuadernos enfrentados, en dialogo amoroso, arborescente, yendo del recuerdo de un paseo en auto, al impacto de ver dibujada en el cielo la constelación del Escorpión, después de muchos meses de no estar a cielo descubierto.

Una conversación dilatada, fuera de tiempo, que se adelanta al encuentro que tarde o temprano –y más allá de las páginas de este libro- iba a llegar para ellos. Pero no para todos. Y es así como Circe Maia decide terminar su texto. En un último gesto de generosidad, de correrse del foco, difuminando la luz hacia otras vidas, más allá de los protagonistas de esta historia.