El partido empezaba a las ocho y cuarto de la noche del sábado, día no laboral. Me senté en el sofá con platitos de queso, maní y papitas, el Cinzano con soda y rodajas de limón. Mis hijas me habían pedido que las llevara a un boliche de Pichincha, a las diez de la noche, hora en la que la contienda debía estar finiquitada. El partido llevaba un ida y vuelta tan vertiginoso que uno de nuestros juveniles clavó un golazo desde afuera del área en un ángulo inalcanzable para el arquero. Acto seguido tras la corrida de Caramelo, quien jugara alguna vez en Central, hizo un pase perfecto y nos igualaron. A las nueve y media apagué el televisor porque los saltos del corazón iban a la velocidad menos indicada para infartos, por eso decidí cenar tranquilo con mi familia.

Mis hijas se vestían, perfumaban, hablaban de tal remera o zapatos y yo esperando mientras suponía que el uno a uno continuaría con el resultado de mi ansiedad. En mi barrio no se escuchaba nada pese a que los bombazos por gol o partido terminado son frecuentes. Nos subimos al auto, encendieron la radio FM 97.9, a todo volumen de temas bolicheros, reggaetón y risas, pero: ¿el partido habría terminado? Cuando se bajaron en Oroño y Salta puse primera, segunda y tercera con la 97.9, en su volumen juvenil. Apenas doblé por Balcarce sintonicé la 102.7, radio en la que habitualmente relata Emanuel Greco a quien bauticé Manolo, luego de varias conversaciones amistosas que mantuvimos sobre fútbol. La sintonizo siempre por cábala cuando me toca conducir y en el 90% de los casos, Central gana cuando la escucho. La cábala se conforma sólo adentro del auto y en movimiento.

Manolo desesperaba con su relato por seis minutos que había agregado el referí al final del partido, pero no decía los resultados. En el semáforo en rojo de Tribunales, en Balcarce y Pellegrini, para volver a amasar mis nervios en una bolsita de nailon, Manolo dijo que ganábamos porque Marquito Ruben había hecho el segundo gol, de palomita. Acto seguido dijo que le concedían otro minuto más al visitante por un tremendo golpazo que se había dado nuestro otro héroe nacional: Fatura Broun, el arquero que por salvar un golazo prácticamente hecho, acabó doblándose el cuello contra el travesaño sin lesionarse, pero había quedado como inmóvil en el césped. Sólo un susto para la familia, concluyó Manolo cuando Fatura se levantó como Sandokán sin la espada, pero con la pelota en la mano.

En pleno parque Independencia y a velocidad crucero de 35 kilómetros por hora, la desesperación iba sin infracciones producto de una mala experiencia que tuve ante un partido clave, en la etapa en que Central estuvo en la divisional B, y jugaba contra instituto de Córdoba en un partido decisivo para los puntos necesarios del ascenso. Iba conduciendo por la calle Cerrito y mi nerviosa concentración de manos tembleques me llevó a doblar en contramano por Mitre, justo en una parte en que los autos levantan velocidad porque la calle adquiere un par de metros más de ancho. Por suerte no andaba nadie, eran las cinco de la tarde de un sábado mustio en el que Instituto nos ganaría 3 a 1.

Esta vez mi serenidad de adulto me llevaba tranquilo adentro de la comodidad insonorizada de mi auto que fue quebrantada cuando el Manolo dijo elevando su voz hacia el éter del entusiasmo canaya: “terminó el partidooooo, ganooooo Rrrosariooo Centraaalll”, justo en el embudo que se forma en Oroño y 27 de Febrero, cuando finaliza el parque Independencia y suelen haber vendedores callejeros. Esta vez un florista miraba riéndose cuando empecé a tocar la bocina sin compás de gloria frente al semáforo en rojo. Bocinazos descontracturantes de épica.

El florista preguntó el resultado, ganamos grité y levantó las manos para dejar caer el canasto y venirse corriendo hacia mí. Pero enfrente había una camioneta de gendarmes que se dieron vuelta mirando con caras de asombro. Uno de ellos se bajó desde el asiento trasero en dirección a nosotros. Era un pibe joven, de no más de veinte años, rubio, ojos color castaño y flaco. Un camarada le gritó algo desde adentro, titubeó, paró unos segundos hasta que avanzó hacia nosotros con la seguridad del oficio. Desde los autos vecinos empezaron a tocar bocina en señales de festejo, como buscando congraciarse ante la inminente llegada del gendarme.

-¿Qué le pasa señor? –pregunta el gendarme plisando sus dedos en señal de pregunta-. Está interrumpiendo la circulación.

-Ganó Central tíooo –le dijo el florista rodeando sus brazos sobre mi hombro.

-¿Central?

-Rosario Central, el cuadro, el equipo de fútbol.

-Ahhh, qué bien. Yo soy de Sportivo Patria, de Formosa.

-Aguante Patria –le dije- ¿En qué divisional están ahora?

-Uh, tan abajo que ya ni me acuerdo. Hace poco que estoy acá en Rosario, pero ya vi cómo se divierten ustedes con el fútbol.

Le tocaron bocina desde la camioneta, las luces del semáforo habían pasado a verde, los demás autos se fueron a los bocinazos acompañando la gesta. El semáforo había vuelto al rojo. Ya adentro del auto me puse a la par de ellos. Bajaron la ventanilla del costado derecho.

-No entiende nada el burro formoseño este –dijo el conductor que parecía un oficial. Hacía señas con su cabeza hacia atrás en donde se encontraba el joven gendarme.

-Pero es de Patria que no es poco –le contesto.

-¿Cuánto ganaron?

-Dos a uno, sufriendo como siempre. Disculpen los bocinazos.

 

-Está bien, continúe, proceda. Hasta luego.