Hace poco llegaron a mí dos libros de poesías increíbles escritos por dos personas que quiero y celebro que existan. La intensidad, de Marta Dillon y Este amor tan grande, de Marie Gouiric. El libro de Marie se terminó de imprimir el día de la primavera, el de Marta no sé el día, pero, también, parece que fue en septiembre de 2021. Me dieron muchas ganas de decir algo sobre estos cruces, estos trazos; me llevan a escenas importantes. Es lindo agradecer a quienes nos marcaron cuando ya no están, pero más lindo es hacerlo mientras están acá compartiendo con unx. Así que estas palabras son, también, un agradecimiento.

Resulta que en 2010 se publica una nota en la revista Rolling Stone que me afectó de un modo impensado. Tenía 21 y estaba empezando a darle besos a chicas en la vida real, más allá de las fantasías, después de sobrevivir a un colegio tremendamente moralista; esos de las clases medias que son peores que cualquiera pero que a la vez –en contra de todos los planes– muchas veces logran despertar las más deliciosas insumisiones. La cuestión es que en la nota leí la historia de 2 lesbianas que habían decidido tener un hijx con un chabón. Eran Marta Dillon y Albertina Carri, y él era Alejandro Ros. Pero no era sólo la historia de una familia cuir de la era de acuario; era la historia de la sobrevida, la militancia, la disidencia sexual, el arrojo; el relato de una vida intensa. No me olvido más. Marta para mí era la de la revista Rolling Stone, la que tuvo el coraje de animarse a vivir como se le dio la gana. El coraje de esa constelación punk y de esa intensidad fue, para mí, una invitación. Y no es que yo estuviera viviendo una vida aburrida, no, era bastante intensa y recuerdo esos tiempos y los anteriores con alegría, pero esa otra invitación fue un portal. Siempre quedan invitaciones pendientes, siempre llega una nueva, y eso es precioso.

Siento que esos relatos disruptivos salvan vidas. No exagero. No hay que dejar de narrar esas posibilidades; necesitamos imágenes para el presente y para el porvenir. Vidas vivas, fogosas, insumisas. Esas que arden, que pasan por los días y las noches haciendo ruido, que no se conforman con lo que existe, con lo que hay. Ahora mismo escribo esto y me acuerdo de otra escena, más reciente, siete años más tarde, cuando después de una marcha del orgullo, presentamos con Sudor Marika nuestro primer disco en el Teatro Mandril, en noviembre de dos mil diecisiete: Las yeguas del apocalipsis. Fue una fiesta inolvidable, todxs veníamos de gira con ganas de gozarla lindo. Cuando terminamos de tocar, Marta y otras lesbianas que habían tomado una de esas sustancias del amor que encienden las ganas de frotarse las pieles, me bajan del escenario –fue un rapto, consentido, pero rapto–, y empiezan a tocarme y besarme con mil lenguas ante la mirada atónita de mis dos hermanas, que jamás habían asistido a una de estas fiestas de las disidencias sexuales, pervertidas, y sudorosas. Otra imagen inolvidable que siempre recuerdo entre sonrisas; y ahí estaba Marta, la de la vida intensa, en la primera fila, viviendo, encarando, sintiendo todo y más. Esa vida ardida entre babas, sudores, calenturas; cuerpos dispuestos a un roce indomable.

Un éxtasis viscoso y teatral / nos mantenía alertas frotándonos / una encima de la otra y de la otra / Los ojos abiertos como canicas eléctricas / del color de las luces que fríen insectos / para ahuyentarlos de la carne / se oía el chasquido / mortal en cada parpadeo / Era un juego sostenerlos / hasta que ardieran / Una prueba de cuánto dolía el amor en las pupilas / el sexo pendiente de un hilo de pestañas

Marta Dillon por Sebastián Freire

Leo esas poesías y escucho la furia de esa voz ronca de tipa obstinada que agita tibiezas. ¡Vivan, cobardes!, dice esa vida hecha poesía. Y es que, ¿qué hermosura no es ruda?, esa voz lo sabe: Lo peor no es perder / Es haber jugado, / esa miseria.

Se trata de un a todo o nada; no hay grises, matices ni regateos para quien tiene hambre y sed de vida; para quien construye una casa con lo que hay, lo que queda; los restos de un naufragio:

En un pantano de whisky hicimos / de nuestros agujeros una casa / una constelación propia en la que refulgían / los cadáveres que nos faltaban y el desamor / que bebimos en la infancia / Dos animalitos salvajes / destetados a destiempo / que se reconocieron antes / de haberse husmeado haciendo / de la falta un vergel de ramas y plumas / para el nido amalgamado con sangre (…) La orfandad es como el hambre / que deja a su paso la guerra / un pico abierto al alimento / que no alcanza / que nunca / se sacia.

Marta dedica la última poesía del libro a la concha de fútbol de Cañuelas; ese refugio para fantasías. Imprime un recuerdo de los días del techo, las manos ardidas, el calor del verano, los clavos, las maderas, las estrellas y los guisos:

Con los platos en las rodillas comimos los ojos / en el cortejo de luciérnagas rendidas / ante las estrellas las manos / tiznada del carbón que coció el guiso / Nosotres trajimos los torsos desnudos las cicatrices al sol una pelota clavos y martillos / reparamos el techo del refugio / la tierra herida / de cascos y pezuñas / Seres anfibios que ensayamos / desear entre el cuidado y el daño / Un satélite león ronroneó al último rayo del día / perdió la cola trepando nácar por la bóveda oscura / ¿Quiénes somos fumando entre cortaderas / para salvar a la brasa del pampero?

Le digo gracias a Marta y a esa poesía que se gestó, también, alrededor de un fuego en el que Marie se puso un poco triste. Estábamos leyendo poesías y yo dije: “Claudia Masin es mi poeta preferida”, y ahí creo que se le estrujó el corazón. Hace unos días, cuando me firmó mi ejemplar de Este amor tan grande, escribió: “Nunca seré Claudia Masin, pero escribí estos poemas de amor, pero si prestás atención, la palabra que más aparece es llorar”. Ahí nomás me conquistó. Me encontré con las poesías más hermosas, las que me hacen escribirle ahora esto: Marie Gouiric, quiero decirte que, aunque Claudia Masin sea mi poeta preferida, vos sos la maestra precarizada que odia los lunes que más quiero, la más galáctica e increíble, la que escribió cosas así de inolvidables: La infancia volvió a mí a través de tus ojos / como una oportunidad. También / la ternura y la paciencia.

Este libro tiene las poesías más bonitas que jamás haya leído, una al lado de la otra. Saboreo esas poesías, tan mágicas que dicen lo importante mientras custodian el misterio; ese que se dice con palabras, silencios y puntos suspensivos. Poesías extienden la mano, y acarician el lomo de ese amor tan grande, de ese bollito de rulos que nombró Preta; el lomo de las desilusiones, los insomnios, de todos los otros amores. Poesías que miman el lomo de los gestos de torpeza que provocaron las heridas que todavía siguen latiendo en los pliegues de la piel. A esos lomos también abraza esa poesía, que sospecha de que la gente no cambie, porque dicen que la gente no cambia, pero sabe que “Hay un hombre que pide perdón / y escribe mal la palabra / que usa para nombrarse”, porque dicen que la gente no cambia…

Sin embargo yo escuché hacer / a mi padre silencio / y preguntarme podés mostrarme / cómo lo hacés, así aprendo

Leo gratitud, y siento gratitud también por estar cerca de estas furias tiernas, Marie y Marta, que también son mis preferidas. Grito también que, si hay que elegir, siempre querría estar del lado de las malas, las jodidas, las intensas. Esas que también abraza esa poesía inaugural, que siento como un manifiesto, que me da alegría y un alivio tremendo, porque algunxs nos rehusamos a servir a esa angosta y aburrida fórmula de unx mismx y jugar para los puros. Así que ahí van mis preferidas, de Marie Gouiric:

Que vivan las zorras, las negras, las putas, / las rubias teñidas. / Las que invitaron con su desobediencia / a que la violencia les rompa la jeta / y aprendieron a sanar sin dejar de retobarse. / Las que no aguantaron / las que duermen con pastillas. / Las atorrantas, las que no cocinan, / las que se dejaron caer al piso / las que trabajan cama adentro / las que tienen verga / esas, por favor, que vivan. / Las que cuando casi se la estas poniendo / se te ríen, te dicen “no, no quiero”. / (…) Y si mueren, / que una procesión de todas nosotras las abrace, / las llene de flores / y las llore y las nombre / tan fuerte y tan alto / hasta resucitarlas.