Un libro que empieza con una cita que dice “Le olía mal el aliento, como a todos los cinéfilos” no puede ser malo. Contra la cinefilia - Historia de un romance exagerado no lo es. El autor, Vicente Monroy, dice “haber despertado del sueño cinéfilo” un tiempo atrás, por lo cual de esa herida aún no del todo cicatrizada parecería manar por momentos cierta clase de veneno particularmente ácido. Al fin y al cabo, quienes todavía profesan esa religión podrán ser ligeramente fanáticos o ponerse algo pesados de a ratos, pero no le hacen daño a nadie que no sea miembro de la pandilla rival. Y además lo más posible es que esas pandillas se hayan extinguido, como alguna olvidada variedad de gliptodonte o pterodáctilo. Sobre el final del libro (editado por Capital Intelectual) Monroy hace una de las acusaciones más duras contra esta etnia, imputando a sus antiguos pares de amar al cine como quien ama a la mamá.

Pero, ¿qué es ser cinéfilo? ¿Ver una película todas las semanas, día por medio, llevar la cuenta de cuántas se vieron en un mes o un año? ¿Saberse de memoria los nombres de hasta el último figurante de la más oscura película de la historia del cine? ¿Preferir la sala cinematográfica antes que el living? ¿El celuloide y no el streaming? ¿El cine más que la vida? ¿No practicar otros deportes que no sean el de sentarse varias horas por día en una butaca? ¿Amar la oscuridad? ¿Ir todos los años al Bafici y todos los meses a la Lugones? ¿Se pueden sostener hoy en día los más estrictos de esos principios? ¿El cinéfilo es el que ve mucho o el que sabe ver? ¿Qué es saber ver? ¿La cinefilia es una forma de elitismo? ¿Qué tradición la anima, quiénes son los dioses y practicantes históricos de este credo?

Son todas preguntas que Página/12 hizo a este toledano de poco más de 30 años, quien a pesar del título algo terrorista de su libro revisa en él con cariño (salvo cuando se pone rabioso, como queda dicho) tanto la historia del amor al cine y su relación con el mundo, como las costumbres más privadas de esta curiosa tribu. Lo hace sin imponerse una sistematización que su peculiar objeto de estudio tal vez no admita, combinando la sesudez del ensayo con la minucia colorida. Se agradece.

-¿El cinéfilo es aquél que ama el cine en su totalidad? ¿O el que ama determinadas formas de concebirlo?

-El cinéfilo es eso y es más. En tanto el cine fue el gran catalizador de las relaciones humanas del siglo XX, el cinéfilo fue quizás el individuo por excelencia de su época, como el del siglo XIX lo fue el flâneur, el del XVIII el turista y el del XVII el navegante. Si reconstruimos esta sucesión, todos estos personajes forman parte de un gran proyecto humano de los últimos siglos: el del desarrollo de una visión completamente moderna del mundo. La conquista del mundo a través de la mirada. Esa visión expansiva culmina en cierto modo en el cine, con la promesa de que ya no hará falta salir a buscar el mundo, ahora es él el que vendrá a nosotros a través de una pantalla blanca. Así que el cinéfilo es un mutante excepcional.

-¿La cinefilia, tal como la conocemos, nace con los Cahiers du cinéma?

-No exactamente. La cinefilia parisina del periodo 1945-1968 fue un movimiento complejo y contradictorio, vinculado con los grandes problemas de la posguerra y la reconstrucción de Europa, donde se jugó el último gran combate entre el socialismo de Estado y la democracia liberal. Fue un movimiento muy político, y de ahí su gran macguffin: la "política de los autores", que hacía referencia a una forma de hacer política con el cine, una máquina de combate. Truffaut pasó años queriendo escribir un artículo sobre la política de los autores que probablemente habría sido la culminación del proyecto cahierista, pero no fue capaz de terminarlo. ¡Así de complejo era el asunto! Lo que nos ha llegado hasta hoy es otra cosa, la versión Disney de este gran combate: la "teoría del autor", término vulgar acuñado por el crítico estadounidense Andrew Sarris, que representa la versión domesticada y simplificada de la "política de los autores" francesa. Esta versión estadounidense es la que utiliza la cinefilia actual cuando habla de los autores como figuras obsesionadas por una serie de gestos y estéticas, creadores de un universo cerrado, en lugar de pensar en el cine como un plano expansivo de la experiencia.

-¿Por qué hay cinéfilos y melómanos, pero no “literatófilos” y “arteplastófilos”?

-Godard solía comparar el cine con el rock, como dos artes completamente modernas. Es innegable que el cine y la música fueron las dos únicas artes capaces de recuperar, en el siglo XX, una de las funciones fundamentales del arte: la creación de formas de vida. Hasta hace poco la música y el cine no se consumían, se vivían, configuraban maneras de vivir a su alrededor. Eso es lo que vulgarmente hace que las reconozcamos como expresiones "populares". El cine inventó aspiraciones, deseos, formas de estar, de actuar y hasta de amar. "El amor moderno nace directamente del cine", decía el poeta Robert Desnos. Lo mismo con la música.

-¿Por qué la cinefilia siempre fue una forma de la pasión, y no de la simple apreciación?

-Porque presenta una experiencia previa a lo racional: una imagen intuitiva del mundo, puntos de vista que se acoplan intuitivamente con nuestra experiencia, un montaje de imágenes y sonidos que nos ayuda a ver más y mejor. Eso es también lo que convierte el cine en un fenómeno puramente moderno. Igual que el cubismo, que puso en práctica una regresión (histórica y psicológica) a un momento anterior al gran arte. Cuando uno lee mucho sobre cine se va dando cuenta de que hay una dimensión del cine que permanece inaccesible a la razón, y que ha obsesionado a sus mejores teóricos y críticos. El cine demuestra que el hombre moderno no es un hombre racional.

-¿La cinefilia era un culto o una iglesia, con sus fieles y apóstatas, sus santos y renegados, sus dogmas y rituales?

-Sin duda. Hasta sus últimas consecuencias. La sala de cine es el gran espacio ritual del siglo XX, donde se concentraron las últimas aspiraciones religiosas del hombre moderno. Un templo donde, a cualquier hora del día, se hace una noche artificial para que se haga otra vez la luz. La luz de un mundo nuevo.

-En las primeras páginas del libro ironizás sobre la cantidad de veces que se profetizó la muerte del cine y esa muerte no se produjo. Sin embargo más adelante vas más allá todavía, hablás de un posible apocalipsis del cine.

-No creo que el cine se vaya a acabar, porque el cine no es lo mismo que la industria cinematográfica, ni que las salas, ni que los festivales, el cine ni siquiera son las películas. El cine es una gran revolución de la mirada, un fenómeno de la imaginación que se ha integrado de muchas maneras en nuestra forma de ver el mundo. ¿Desaparecerán las películas en formato 100 minutos, las convenciones del guion estadounidense, la obsesión cinéfila por los planos secuencia, los premios de Cannes? Supongo que lo harán tarde o temprano, pero el cine seguirá existiendo. A lo que asistimos es a un cambio de modelo, en el que el cine como objeto histórico tendrá que encontrar su lugar en la periferia de un universo de las imágenes que sigue en expansión. Así que el apocalipsis no es necesariamente una mala noticia.

-En tu libro hablás de muchas formas de “cinefilia extrema”. Mareos, pérdida del sentido de realidad, trastornos del habla, sensaciones físicas, vampirización del espectador por parte del dispositivo cinematográfico. ¿Por qué el cine es la única de las artes que produce esos efectos?

-Es un arte de cualidades sensoriales muy avanzadas. "El cine enseña como Santo Tomás: tocando", decía el legendario fundador de la Cinémathèque Française, Henri Langlois. El cineasta español Val del Omar hablaba de la táctil-visión. El montaje y el sonido nos introducen virtualmente en un mundo que nos absorbe, y este sueño de la absorción táctil ha pervivido a lo largo de toda la historia del cine: el color, los formatos panorámicos y expandidos, el 3D… Todavía hablamos de sonido envolvente y parece que las realidades virtuales vuelven a estar de moda. Como si siguiera vivo el sueño del teórico André Bazin: el de una sustitución completa del mundo real por uno ficticio como destino del cine.

-Ese estado próximo a la hipnosis, a la pérdida de sí, fue incluso tratado desde el interior de las propias películas, como en Sherlock Jr, de Buster Keaton, Videodrome, de Cronenberg, y Europa, de Lars von Trier.

-Y mucho antes. Uno de los temas recurrentes de las películas de entre 1895 y 1915 es la constante recurrencia del adentro y el afuera de la pantalla, ese leve muro inmaterial. Como sucede ya en The Big Swallow (1901), de James Williamson. El cine nació demasiado tarde para ser inocente, siempre fue consciente de sus poderes.

-Hablás también de la cinefilia como una forma de la clandestinidad. Aunque esté en una sala llena de gente, el cinéfilo siempre está solo, o sólo con el objeto de su deseo. ¿La hipervisibilización del mundo contemporáneo trajo consigo la abolición de la clandestinidad?

-Indudablemente. El creciente control simbólico del espectador sobre las imágenes transformó la economía de su consumo y terminó con gran parte de la "magia del cine", que se sustentaba en el hecho de que el espectador era sumiso frente a una pantalla que lo triplicaba en tamaño y sobre la que no ejercía ningún poder. Hoy vemos las películas en pantallas más pequeñas que nosotros, podemos parar, rebobinar, fácilmente obtenemos fragmentos de video, fotogramas, hacemos memes con ellos, los intercambiamos en Internet, los volvemos virales. Es, como digo, un cambio profundo en la economía de las imágenes que afecta profundamente a la identidad del cinéfilo.

-¿Por qué el libro se llama como se llama? Vos te asumís como cinéfilo, y más allá del mal aliento y alguna pulla final no atacás a la cinefilia.

-La cinefilia fue el movimiento más importante que se desarrolló en el siglo XX alrededor de las imágenes. Warburg, Benjamin, Eisenstein… todo apunta al cine. La cinefilia exploró el efecto de las imágenes sobre la razón y sobre el cuerpo, de un modo desorganizado pero absolutamente novedoso en la historia del pensamiento. El cuerpo de textos que ha dejado es de un valor incalculable, más valioso que las propias películas. Pero creo que es hora de mirar más allá. El gran proyecto humanista del que el cine es un episodio grandioso está lejos de completarse. La cinefilia actual está en contracción, y debe aceptar su valor residual en un mundo de las imágenes que la excede.

¿La posibilidad de una pandemia sin final a la vista supone un paso más en la cesación del cine como acto social?

-La pandemia ha sido un golpe duro para la industria, pero no estoy seguro de que los cambios en el cine como acto social se hayan agravado excepcionalmente en el último año. El paso de las salas a las pantallas caseras lleva décadas en desarrollo, y la consolidación de los focos de debate en Internet han sido el leitmotiv de las últimas dos décadas. En este sentido, como ocurre en muchos otros ámbitos, la pandemia se está utilizando como metáfora de una crisis estructural que viene de lejos.

¿La cinefilia termina con el VHS, cuando las películas empiezan a hacerse visibles para todos? ¿Se trataría en ese caso de una práctica elitista?

-No se trata del formato doméstico ni de la democratización de las películas, sino de la tecla PAUSE. El sonado apocalipsis cinéfilo no tiene tanto que ver con la crisis de una conciencia de clase cinéfila como con el creciente control del espectador sobre las imágenes, la desaparición de los viejos ritos y el avance de nuevas formas audiovisuales. No es una crisis política sino de fe.

-¿La cinefilia está llamada a morir en un plazo relativamente breve?

 

-Parafraseando a Érik Bullot, la cinefilia es una invención post-mortem. El surgimiento tardío de la conciencia cinéfila coincide con un periodo de crisis, con la reducción masiva del número de espectadores y el final del clasicismo americano. Así que en cierto modo la cinefilia nace como un lamento sobre el fin de la cinefilia, y ha sido así desde entonces. Podemos buscar todo tipo de razones a su desaparición, pero lo cierto es que el proyecto cinéfilo ha perdido su carácter combativo, y no parece que tenga mucho más que aportar a un universo de las imágenes que, por el contrario, es tan estimulante hoy como hace cien años.

-Vos señalás que Deleuze llegó a creer que “el cine era el nombre del mundo”. Sin embargo sostuvo que el “hecho fílmico consiste en expresar la vida, vida del mundo o del espíritu, de la imaginación o de los seres y de las cosas, por medio de un sistema determinado de combinaciones de imágenes”.

Gilles Deleuze

-Deleuze fue el pensador más emocionante del cine en las últimas décadas del siglo XX, un momento que concentró una gran cantidad de contradicciones. Esas contradicciones están expresadas en los momentos más hermosos de sus libros, que son verdaderos fogonazos de lucidez. Supo ver mejor que nadie que existía un mundo anterior al cine, al que nunca volveríamos, y otro posterior, que era cada vez más fragmentario y cambiante. Entendió que la conciencia del ser humano se había transformado profundamente en 1895, que el pensamiento contemporáneo solo podía expresarse mediante efectos dinámicos y de montaje, y que, en adelante, solo podríamos entender la realidad en la medida en que entendiéramos sus imágenes. El mundo y las imágenes habían llegado a confundirse. Se alineaba así con Freud, con Benjamin, con Warburg, con Eisenstein y con muchos de los grandes pensadores del siglo XX, que anunciaron que la distancia entre nuestro mundo y el de las imágenes era cada vez más pequeña. En ningún lugar como en el cine ha quedado expresada esa gran tempestad que fue el siglo XX, que la obra de Deleuze se atrevió a surfear. Su defensa del cine como expresión del mundo es mucho más que un llamado al humanismo: es un verdadero acto de fe.

-En la última parte de libro (capítulo 7) aclarás que “despertaste del sueño cinéfilo”. Como la astilla del mismo palo, ahora parecería que hablás de la cinefilia desde la vereda de enfrente. Se te lee enojado: “un artificio ingenioso”, “artilugio cultural fastuoso”, la referencia a Deleuze (que creo que era más un teórico que un cinéfilo stricto sensu), “urdieron estrategias intelectuales” (el verbo “urdir” tiene una connotación conspirativa). Creo que generalizás demasiado: “cambiaron su visión irreflexiva por otra más astuta, etc.” ¿A qué cinéfilos te referís, que pasaron de la ingenuidad a la “ciencia de la mirada”? Porque los críticos de los Cahiers ya desde un comienzo sometieron el cine a una reflexión profunda…

-En un momento dado, quizás a partir de los años 70, la cinefilia, que había sido un fabuloso y enriquecedor combate entre una pulsión conservadora y otra progresista de la visión del arte, tendió inevitablemente hacia la melancolía y el revisionismo. El conservadurismo —como suele ocurrir— ganó la partida, y la cinefilia dejó de luchar contra la sumisión del cine al capital. El carácter utópico del cine como creador de una nueva conciencia fue desapareciendo, y en su lugar se impuso un tratamiento convencional de los argumentos más dogmáticos de la cinefilia clásica. No creo que haya que culpar a nadie, aunque sin duda es posible encontrar pruebas de este cambio en los mismos espacios que en otra época fueron el epicentro del despertar de la conciencia cinéfila. Leer las ideas del joven Olivier Assayas en Cahiers du cinéma sobre la importancia del "autor" en la creación cinematográfica es realmente deprimente. El cine, ese gran universo en expansión, entró en contracción. Hoy observamos los frutos de ese Big Crunch por todas partes: las películas y las series remiten a estéticas y narrativas de los años 80, los remakes y reboots invaden las carteleras; también el cine de autor se ha convertido en una copia de sí mismo; en pleno 2021 somos incapaces de dar una definición creíble del cine que no pase por la industria de Hollywood. Estamos de lleno en el simulacro de un cine de otra época. La pulsión conservadora de la cinefilia, con sus ansias de distinción, ha condenado al cine a repetirse a sí mismo.

-“Está bien amar el cine, pero no hay que confundir ese amor con el de una madre”. ¿La cinefilia sería una forma de infantilismo, de edipismo crítico?

 

-Es posible que por momentos lo haya sido. De ahí la obsesión de muchos cinéfilos con la experiencia cinematográfica de la infancia, que tan bien se cuenta en esa película por lo demás espantosa: Cinema Paradiso. En cualquier caso me gusta que hagas este apunte de tintes psicoanalíticos, porque el cine ha sido un fenómeno psicológico muy poderoso. En este sentido, creo que deberíamos hablar menos de la historia del cine y más del cine en la historia: de sus efectos en nuestro comportamiento, en nuestro pensamiento y en nuestro inconsciente. Cuando los historiadores del cine se remontan a los orígenes, a finales del siglo XIX, se contentan con reconstruir los medios técnicos, ópticos y químicos que llevaron al desarrollo del invento de los hermanos Lumière, y lo tratan como un invento teatral, relacionado con otros aparatos ilusionistas del siglo XIX. Creo que es un error. Deberíamos prestar más atención al hecho de que el cine nació casi al mismo tiempo que el psicoanálisis de Freud y la psicohistoria de Warburg, e incluso que la relatividad de Einstein. El cine es mucho más que un arte o que un entretenimiento: su nacimiento forma parte de un momento de transformación a gran escala de nuestra percepción del universo sensible.