Cuando tenía diez años, en el 2002, tenía el siguiente ritual: volvía del colegio, revoleaba la mochila y miraba religiosamente Rebelde Way, una novela para adolescentes nacida del núcleo duro del universo Cris Morena. La tira era la obsesión de todas las niñas de la escuela y era más que solo un programa: marcaba pautas claras de conducta. En el mundo de esa serie, todas las protagonistas, -que eran adolescentes-, eran flaquísimas. Pero había una excepción en ese elenco de colegialas súper cool e híper delgadas: Felicitas Mitre. Felicitas no era gorda pero, por ser un par de talles más grande que sus compañeras, por un efecto de contraste resultaba ser “la gorda” entre un elenco de pibas cool híper flacas. Aunque vivía una vida de lujo, su cuerpo la condenaba a ser una infeliz, y no tenía ni 15 años. Su personalidad era llorar por los rincones porque los chicos no le daban pelota (¿quién iba a gustar de la gorda?) y comer como una aspiradora. Sus amigas, degladas y lindas, le exigían que aprenda a quererse: que aunque sea gorda, tenía una personalidad “re copada”. En las escenas donde las chicas estaban en bikini haciendo una coreografía, a ella le ponían un pantalón.

Eso veía mientras masticaba mis tostadas después de haber vuelto del cole. No me sorprende por qué en esa época mis compañeras de grado compartían en los recreos recortes de las dietas de la revista “Para Ti” y no terminaban sus viandas porque “siempre hay que quedarse con un poco de hambre”, o se jactaban de haber almorzado una manzana, o de la osadía de negarse a comer un alfajor porque, con nueve años ya “se estaban cuidando”. Y no las (nos) culpo: no teníamos a quién más mirar. Las de mi generación crecimos viendo en nuestras TVs de tubo a Britney Spears, Shakira y las Spice Girls revoleando sus cinturas XXS, o a las vernáculas Bandana. No teníamos herramientas. No teníamos contradiscursos. No podíamos imaginar otros mundos. Había solo una narrativa posible: ser gorda es lo peor que te puede pasar.

Como dice Lala Pasquinelli, fundadora de ‘Mujeres que no fueron tapa’, la cuenta de IG que se hizo viral con su campaña #HermanaSoltáLaPanza: “El mandato de belleza es uno de los que modela más silenciosa y eficientemente la vida de las mujeres y su identidad”. “Todas somos educadas en esta idea de que lo mas importante que venimos a darle al mundo es ser agradables a la vista y objetos de deseo, no importa lo que hagamos, nuestra profesión o logros personales del orden que sea, siempre lo mas importante va a ser que estemos flacas y que encajemos dentro de ese ideal de belleza”, sostiene. “¿Qué nos roba este mandato que nos atraviesa a todas?”, se pregunta Lala, y enumera: “Tiempo, plata, voz, la posibilidad de ocupar espacios material y simbólicamente. Es un modelo que nos quiere cada vez mas empequeñecidas, no solo en lo literal, y eso tiene muchas consecuencias, sobre todo en lo concreto: ir casi desapareciendo de lugares porque se nos siembra esta vergüenza que nos impide ser, existir, decir lo que pensamos, porque siempre la mirada está puesta en que no somos suficientes. Esta vergüenza estructural, con la que convivimos las mujeres en relación a nuestro cuerpo, nos roba disfrute, goce en términos de amor, sentir que no merecemos recibir afectos, y tiene consecuencias muy dañinas. Y como hay una pedagogía del meter la panza, esto arranca cuando somos muy pequeñas”, reflexiona.

Pero volvamos al principio. ¿Cómo fueron esas infancias de los 2000, puestas a dieta desde los seis, siete años, para que las niñas se parezcan a Christina Aguilera o a las protagonistas de “Chiquititas”? ¿Qué pasaba con los cuerpos infantiles que, en su pleno desarrollo, eran pesados, escrutados, analizados y rigurosamente disciplinados con regímenes alimentarios que ni la gente adulta podía cumplir? ¿Cómo la industria de la dieta y la cultura de la delgadez obligatoria operó sobre estas niñeces que, en muchos casos, eran obligadxs a pasar por experiencias humillantes, como subirse a la balanza en clases de educación física? ¿Cuáles fueron los efectos de todas estas enseñanzas? ¿Hay alguna reparación posible para tanta crueldad infligida en pos de “La Salud, la belleza y la felicidad” que auguran las corporalidades magras?

Papá Noel, dame otro cuerpo

“Creo que me di cuenta de que era gorda cuando tenía 9 años; sí, una nena regordeta que iba a la primaria, que se la pasaba en la dirección porque le gritaban ‘Gorda’ en el recreo. Digo ‘creo’ porque no recuerdo el momento exacto en el que mi cuerpo se transformó en una plataforma de opinión pública”, escribe la activista por la diversidad corporal Lux Moreno en su libro “Gorda Vanidosa”. “En ese tiempo, de a poco empecé a creer que la causa de todos mis males era ser gorda, pero que, sin embargo, tenía algo que era mucho más valioso: era inteligente. Por un largo tiempo eso me sostuvo ante el señalamiento, la burla y, por supuesto, las falsas expectativas que me generaban algunos personajes”, relata.

“En todo este período, que se configuró como un amanecer, la luz del sol empezó a clarificar algo antes incierto: mi cuerpo gordo era algo malo. En el mundo yo representaba una figura repudiable no por sus habilidades cognitivas, sino por su aspecto físico”, suma Lux. A los 13 años se enfrentó a su primera Hitler Alimentaria: una nutricionista “heroína de la OMS”. “Era una profesional implacable, un villano de película en contra de la industria de la comida chatarra. F me dio mi primer plan de alimentos brutal. Es el día de hoy que no puedo oler sopa de apio sin que se me revuelvan las tripas del asco. La lógica de ese plan era privarse de todo con el fin último de la salud. ‘Sin sal’, ‘sin grasas’; una tristeza eufórica para lograr encajar en el modo de ‘normalización’ de ese cuerpo adolescente y gordo”, rememora.

Para hacer esta nota casi casi cien mujeres, -muchas de ellas anónimas-, de entre 20 y 35 años quisieron dar su testimonio. Formé un ensamble coral de aproximadamente una centena de voces y experiencias de infancias gordas marcadas por la vergüenza y la humillación. Historias de niñas que se escondían a comer en el baño de la escuela y que aprendían a vomitar las galletitas del último recreo. Nenas a las que les compraban la ropa dos talles más chicos para que eso las incentive a adelgazar y se acuerden de “no comer”; piñas en la panza y hostigamiento a la vista de adultos que normalizaban cualquier tipo de violencia.

Mujeres cercanas que las comparaban con otras primas más flacas, mamás organizadas para mandar a sus hijas a clubes de dieta, que requisaban los sanguchitos de miga que comían en los cumpleaños. Niñas que antes de su viaje de egresades de séptimo ya habían desarrollado un trastorno de la conducta alimentaria. Pibas que soñaban con cortarse la carne con un cuchillo, que fantaseaban con amanecer siendo flacas, que le pedían a Papá Noel que les regale otro cuerpo.

Padre me dijo en nochebuena: ‘esa camiseta viene con flotador’?”; “A mamá nunca le gustó su cuerpo y me insistía en hacer ejercicio de chica para no sufrir como ella”; “Cuando hice mi primera dieta era tan chica que ni siquiera podía comer por mí misma”; “Mi vieja miraba vidrieras de ropa de niñas y se lamentaba en voz alta porque a mí no me entraba”; “A los ocho me hicieron pesarme adelante de mis compañeros de curso y todos se rieron de mí”; “Nunca me voy a olvidar del nutricionista que me midió los rollos con una pinza, yo tenía seis años”; “Mi abuela era bulímica y traumó a mi mamá, a mi hermana y a mí con nuestros cuerpos. Once años y ya tomaba pastillas laxantes”; “En la primaria un profesor de gimnasia me hacía correr antes que a mis compañeras para darme ventaja ‘por mi peso’”; “Mi primera dieta fue no comer nada en la escuela porque no me sentía con derecho a comer siendo gorda”, “Mis amiguitas flacas comían panchos. Yo un día me llevé galletitas y era una gorda de mierda”; “Mis primeras autolesiones fueron en la panza”, “Quería estudiar periodismo, mi papá me dijo: ¿conocés a alguna conductora gorda?”.

Carolina y el goce

“Sos tan inteligente, sos tan genial, sos tan hermosa, si adelgazaras serías perfecta”, le decía su mamá a Carolina cuando era niña (ahora tiene 30 años). “Yo creo que nadie realmente entiende o considera el nivel de impacto de todo esto, es algo tremendo. Esto tiene efectos en mí hoy en día, como parte de un dispositivo de culpa y represión sexual”. De su infancia como una niña con cuerpo “problemático” recuerda sus primeras visitas al nutricionista cuando tenía diez años y un manto sutil, hostil y continuo de comentarios que penalizaban su corporalidad y miradas que fiscalizaban todo lo que se ponía en el plato. Aunque a ella le gustaban los deportes, en su familia le hicieron sentir que, como “era gorda”, lo suyo eran los libros; y aunque a ella le encantaba el handball, no podía “entregarse” a ese placer porque creía que no le correspondía.

¿Te perdiste experiencias comunes en la infancia o en la adolescencia por haber estado expuesta a esta situación con respecto a tu peso corporal?

Si, obvio, además de no haber podido disfrutar del ejercicio físico, sentí toda mi adolescencia que era una ameba sexual. Los chicos no me daban bola y yo no hacía nada para que eso sucediera, pero yo me alejaba de esas situaciones porque me moría de vergüenza si me tocaban la panza. ¿Quién iba a querer estar conmigo si era gorda?

¿Cómo eso repercute actualmente en la forma de vivir tu sexualidad?

Mi vida sexual podría haber sido mucho peor si yo hubiese sido hétero. Yo pensé que desnudarme enfrente de alguien iba a ser siempre un infierno. Es verdad que en el lesbianismo operan criterios de belleza hegemónicos propios de la cultura en la que vivimos, pero el margen de deseabilidad se amplia y eso me salvó la vida, porque me permitió sentirme deseada y deseante y empezar a sanar esa desconexión con mi propio cuerpo, que es y sigue siendo algo muy cruel que por momentos continúa operando. Creo que con los años, haciendo terapia, con lecturas, con amigas, garchando con gente gorda, creo que una puede vivir un poco más en paz, pero es terrible y el efecto de esas violencias sistemáticas y sistémicas es duradero.

Maca y el activismo

Maca Alonso incursionó en el adverso mundo de las dietas en la edad en la que les niñes aprenden a escribir sus primeras palabras. “A los seis años hice mi primera dieta oficial, porque mi abuelo me dijo que tenía que ‘ponerme linda’ para primer grado. Estuve a té y galletitas de agua por semanas. Mi primera amiga, en la primaria, me obligaba a hacer dieta porque yo era demasiado gorda y le daba vergüenza que la vean conmigo”, comenta. “De repente, me acuerdo de mi primer cumpleaños en un pelotero. No quería ir porque me daba miedo de que al saltar se me notara la panza y la gente se riera”.

¿Qué estrategia encontraste para ayudarte a sanar esa parte de tu historia, si es que esto es posible?

A partir de los 19 fue cuando encontré el activismo gordo y me dio vuelta la cabeza. No solo me hizo entender que el odio que tenía hacia mi cuerpo no era mi culpa, sino que también me sacó un montón de estigmas que tenía asociados a la gordura.

Florencia y el hambre

Florencia tiene 28 años. Cuando era chica, su mamá murió y ella empezó a engordar. Alrededor de los diez años su familia hizo una intervención: la sentaron y le dijeron que había llegado a un límite. La pusieron a hacer ejercicio y su papá le reemplazó el desayuno y la merienda por batidos de Herbalife. “En el colegio no tenía amigos. Con los batidos y el ejercicio yo bajé un montón de peso y la gente empezó a acercarse a mí, y lo tomé como algo positivo. En la adolescencia tuve anorexia y bulimia hasta los 18. No había nadie a quien pudiera recurrir. Toda mi familia me felicitaba por mi nuevo cuerpo, me preguntaban cómo hacía para estar tan flaca y yo les respondía que no comía y se cagaban de risa. A mí esto me daba vergüenza y, por otro lado, lo naturalizaba. Para colmo mi viejo es médico, así que nadie hubiese creído que estaba atentando contra mi salud”, reflexiona.

“Cuando era chica vivía todo lo que fuera comida con muchísima culpa, quedé traumada y asociando mucho la falta de alimento sólido como la única forma de ‘ser flaca y tener amigos’. Me costó un montón volver a tener una relación saludable y amena con mi cuerpo y recién lo hice viviendo sola, a los 24 años.

¿Cómo vivís eso en la actualidad?

Me cuesta no ser gordofóbica conmigo misma, me mido con una vara muy injusta y contra todo lo que creo. Intento racionalizar pensamientos de mierda para evitar torturarme. No me puedo sentir cómoda y, ¿sabés que es lo peor? Que siempre voy a ser así, a menos que me cague de hambre. Y eso ya no va a pasar. Cuando estaba flaca tampoco estaba cómoda, me tengo que amigar con la idea de de que nunca voy a tener el cuerpo que me gustaría tener.

Daiana y la rabia

Para Daiana, de 32, la tortura comenzó por el lado de su abuela paterna. “Tu papá no te puede hacer upa porque lo vas a lastimar, pero a tu prima sí porque ella es flaquita”, le decía. “Llegó el casamiento de mi hermana mayor y ahí fue como ‘pongan a dieta a la gorda, porque si no ¿Qué vestido le vamos a poner?”, recuerda.

“Y llegó la dieta. La dieta del terror. Volvía del cole y olía el coliflor en la olla y ya sentía náuseas, pero me la tomaba con mi mamá diciendo: ‘hasta el final, hasta el final…’. Puedo recordar mirar la tele sin verla, oír sin escuchar, solo oler esa sopa tortuosa y tener ganas de comer algo sólido.

¿Cómo fue tu paso por el colegio en ese contexto?

El aula era una tortura y quizás yo también lo era, porque hacían conmigo a veces lo que yo hacía con otros, por tratar de pertenecer. Escribían cosas en el pizarrón: como yo era gorda era la ‘fácil’. Volvía llorando y mi viejo, que era el único que me entendía, me consolaba. Mandé todo a cagar y dejé el colegio. Me autolesionaba y me exponía a peligros. Además de gorda estaba psiquiatrizada, más bullying no podía tener.

¿Cómo vivís ahora la crianza de tu hija después de haber atravesado estas experiencias?

Siento que estoy haciendo las cosas bien. Crío a mi hija distinto y le doy herramientas para que ella sea feliz con él cuerpo que le tocó y que jamás le haga daño a nadie. Me siento empoderada, me siento feliz, le pude transmitir todo lo que necesitaba yo. Su mejor amigo es un niño autista y eso no le da vergüenza. Cuando yo era chica, en mi entorno, eso hubiese sido imposible. Ella ve fotos mías de niña y me dice: “Mamá no eras gorda, ¿por qué te burlaban?”

Julai liberada

Julai tiene 26 años y, cuando ella era chica, su mamá pesaba 130 kilos. Tras haber hecho unas dietas muy restrictivas, bajó de peso y su principal prioridad pasó a ser que su hija no fuera gorda. “Yo tenía seis años y desde esa edad dejé de tener permitido consumir ciertos alimentos. Capaz a la tarde iba a un cumple en un pelotero y a la noche no me daban la cena porque ya había comido en la fiesta”, cuenta.

“Esto se desarrolló toda mi vida, cuando entré a la pubertad se puso peor. Era una constante estar a dieta. Empecé a vomitar, lo que mutó en bulimia, y a los 13 años tuve una pequeña internación en una clínica. Fue un mes y medio, del verano entre séptimo grado y primer año. Fue algo corto, porque mi mamá no quería que se enteren que estaba ahí.

¿Cómo siguió esta situación durante tu adolescencia?

Me empecé a desarrollar y mi vieja se empezó a obsesionar más y mis desórdenes empeoraron. Solo pensaba en hacer ejercicio y en comer lo mínimo para no descompensarme. Era un trastorno. A raíz de dos abusos sexuales que tuve a los 16 años empecé a pensar: ¿cómo hago para dejar de ser deseable? Y me empecé a obligar a mí misma a tener atracones para ser gorda y que nadie más me vuelva a tocar. (Así pensaba por tener la cabeza tan cagada por la gordofobia). Empecé a subir mucho de peso, sumado a que estaba pasando por una depresión muy fuerte. Mi vieja estaba enloqueciendo totalmente, obligándome a hacer ejercicio a toda costa. También pasaba mi número a grupos de WhatsApp de dietas, donde tenía que mostrar fotos de lo que comía y todos los días qué número me daba la balanza. Cuando no bajaba de peso, me humillaban.

¿Cómo mirás ahora ese momento de tu vida?

En la adolescencia estuve tanto tiempo odiándome que me olvidé de disfrutar de mi vida, o de preocuparme por otras cosas que no sean mi cuerpo. Hoy, esto repercute en mi intimidad. Durante la adolescencia me costaba verme como un objeto de deseo y me sobresexualizaba para compensar, porque yo sentía que no era deseable.

¿Crees que podés encontrar algún tipo de reparación, de alguna forma? ¿Algo que te haga sentir un poco más en paz?

Cuando fui al taller de activismo gordo en Chaco me cambió la cabeza y, desde ahí, todo fue para arriba. Reparación total no creo, pero sí puedo trabajar en cómo me siento yo y aceptarme, quererme, cuidarme y liberarme de ese auto castigo al que nos exponemos por la mirada del afuera. Pero no puede haber una reparación personal sin que cambie lo que pasa a mi alrededor, sin que cambie la reacción de la sociedad para con la gordura. Por eso es muy difícil aprender a aceptarse a uno mismo y estar en conformidad con el cuerpo que a cada quién le tocó, cuando ves a todo el mundo a tu alrededor diciéndote todo lo que está mal con vos. Es difícil llegar a ese punto de paz con una, cuando lo único que escuchás son insultos.

¿Cómo te presento en la nota?

Julai Farioli, gorda.

Activismos gordos, horizontales y populares para vivir

 

Pasaron casi veinte años y aun hoy la forma de visibilizar cuerpos con rollos y estrías es a través de campañas feministas y activistas como #HermanaSoltáLaPanza. Los abdómenes grandes y blandos continúan penados en la industria del consumo cultural mainstream: mientras continúan siendo demasiado pocas las historias de personas gordas amadas y con reconocimiento, personajes como Pampita se hacen virales bailando en el caño pos parto para demostrar que, a días de haber parido, no tiene panza. Y todo lo que ya sabemos con respecto a la estigmatización sistemática de la gordura como una normativa socialmente enquistada.

Vuelvo a mi yo de diez años mirando la tele, con el uniforme del colegio puesto, muriéndome de ganas de ser flaca como las chicas de Rebelde Way. Pienso en mi amiga Yami, que cuando era chiquita le escribió una carta a Papá Noel pidiéndole como regalo que le saque la panza. En todas las niñas que laceraban sus cuerpos, que se iban a dormir con hambre, que se retorcían vomitando mientras en casa las felicitaban por ser más flacas. Me pregunto si ese momento hubiese sido el mismo si hubiese existido, como hay ahora, un activismo gordo cada vez más organizado en todos los territorios, horizontal y popular, impulsado por activistas que tejen redes, organizan encuentros, se meten en los intersticios del mandato de la delgadez obligatoria para hackearlo con un mensaje contundente: la cultura de la dieta gana millones a costa de nuestra vergüenza. El activismo gordo me enseñó que no solo las flacas merecen ser amadas, que hay belleza en corporalidades diversas, que la delgadez no es sinónimo de salud. Me pregunto cómo hubiese sido el destino de Felicitas si hubiese tenido acceso a estos contrarrelatos. Me gusta pensar que hoy ella también sería activista.