Por mucho que lo intente, no puedo recordar la voz del abuelo. Se llamaba Juan Segundo Revello, era un hombre robusto y de pocas palabras. En lugar de su sonido aparecen, en cambio, otras cosas: sus anteojos de marcos finos, su camisa siempre blanca, su pantalón beige. Recuerdo que en su carpintería nos podíamos ensuciar con ganas y revolcarnos en la montaña de viruta, donde los rulos de madera se aferraban al pelo volviéndose una sola y misma cosa.

En su casa, por el contrario, era difícil jugar. Había adornos elegantes, metales relucientes, pisos lustrados y ningún juguete. A pesar de eso, la casa del abuelo tenía sus cosas buenas: el jugo de naranja con soda -porque en mi casa no se tomaba soda‑, los tomates de la huerta que trepaban por unos tutores enormes, las zanahorias escondidas bajo la tierra y aquel recipiente de vidrio repleto de caramelos masticables.

Era un tipo tranquilo mi abuelo. Elegante y silencioso, conducía un auto rojo que siempre olía a aromatizadores sintéticos y que, según me parecía, llamaba la atención cuando recorría las breves calles de un pueblo semiolvidado del sur santafesino: Elortondo. 

Alguna vez pensé que él se gastaba sus pocas palabras con mi hermano, a quien se las debía regalar como perlas preciosas, redondas y suaves que se deben manipular con mucho cuidado. Porque todos lo supimos siempre: mi hermano era su nieto preferido. Quizás por ello tampoco tengo recuerdos de mi abuelo enfermo: en mi memoria no hay toses, ni quejidos, ni dolores. Tal vez, porque nunca lo estuvo. ¿Estaba enfermo el día que falleció?

Aquella noche, yo había dormido en casa de mi primo menor, como lo hacía de vez en cuando. Era sábado o domingo o eso pensé porque a la mañana no había escuela y nos quedamos jugando. Mi tía interrumpió nuestro juego, me llamó y me sentó en su falda. Como eso no sucedía nunca, entré en alerta. 

Con su voz de maestra jardinera lanzó una pregunta retórica: "¿Viste que el abuelo estaba enfermo?". A eso le siguió el aviso de su fallecimiento. ¿Mi abuelo estaba enfermo? ¿por qué yo no lo sabía? ¿qué clase de nieta era? Asentí con la cabeza, con un hilo de voz dije que sí, que sabía y mientras bajaba la vista me descolgué de su falda a esperar que vinieran a buscarme.

De lo que pasó después, me acuerdo poco. En la siguiente escena ya estoy en un velorio con cajón, cadáver y gente alrededor. Yo tenía ocho años y nunca había visto un muerto. ¿Por qué dejan que los niños vean a los cadáveres? Por supuesto que tampoco había pensado en la muerte: morir no era algo que sucediera habitualmente.

Mi madre estaba parada a un costado del cajón, fuerte, erguida, topándose con la muerte de un padre de 62 años a quien el corazón le había dejado de latir. Sin entender qué pasaba, yo estaba parada a su lado, colgándome de una de sus manos y deseando estar en cualquier otro lugar.

No puedo olvidar la cara de su amiga cuando se le acercó. Vestía un guardapolvo de maestra, con cuadritos azules y blancos. Haciéndole una mueca de compasión, simplemente la llamó por su nombre: "Nanci". Bastó solo eso para que mi mamá se echara en sus brazos a llorar como una nena, mientras mi hermano no se despegaba de sus piernas, esas que les servían de escondite para una cara colorada y unas lágrimas redondas como la robustez del abuelo.

En ese instante todo se volvió blando, barro, algodón, plastilina, flaccidez. ¿Dónde estaba el suelo? Nunca había visto a un muerto, pero jamás de los jamases había visto a mi madre llorar ¿Quién podía con eso?

No se me ocurrió otra cosa más que pasar desapercibida. Quise que mamá no se preocupara por mí y entonces juré que no lloraría. Me tragué mis lágrimas filosas, ahogué la desolación en la garganta y me quedé quieta, portándome bien, sudando por la excesiva calefacción de la sala velatoria.

No sé si fui al entierro de mi abuelo y tampoco sé si los días siguientes estuvieron empañados por ese velorio. A veces creo que ese recuerdo se ocultó en algún pliegue remoto de la memoria, fue asomándose de a poco y acabó por adoptar su forma un día de fines de enero, en un lugar extraño de nombre seductor: Infierno.

Por entonces tenía entonces 24 años y acababa de llegar a ese pueblo caluriento del sur de la selva peruana, donde todo es tan excesivo que el cuerpo debe correr los límites de lo posible para poder sobrevivir. En esa tierra de brujos y chamanes, apretada por el calor y los mosquitos, me recosté en ronda dentro de una choza de madera después de haber tomado un vaso de Ayahuasca, la planta sagrada de los pueblos americanos.

Cuando el viscoso líquido verde llegó a mi estómago, cerré los ojos y entonces pude ver cómo una mano con forma humana me invitaba a viajar buscando respuestas a las preguntas existenciales que tenía en ese momento. El viaje era frenético, multicolor, tan desordenado como placentero. Pero, quién sabe por qué, esa planta decidió transportarme de nuevo a aquellos días en Elortondo: ahí estaba la escena como en la pantalla del cine. Una niña chiquita con mi rostro, mis gestos, mi angustia sin lágrimas, al lado de una mamá que lloraba abrazada a su amiga y a los pies del féretro de un abuelo que ya no estaba allí. Había llegado el momento. Fue la voz la que me lo indicó y no me atreví a desobedecerle.

Entonces, me senté de un tirón en la oscuridad, abrí los ojos y lloré en el calor húmedo de la selva peruana, de la misma manera que lloran las niñas cuando en una mañana de juegos, el mundo se detiene y se emperra en explicarles qué cosa es la muerte.