¿Qué es lo que más disfruto de mi profesión?

¡Vaya pregunta difícil de responder!

Sin duda me enciende potenciar el credo a mi favor. Insuflar vileza en la virtud, otorgar carnets vitalicios a seres de existencias acotadas. Anegar, abolir, mentir. Manipular. Azuzarlos a obtener mi tutela a como dé lugar.

Engatusarlos con versículos sencillos y a partir de ellos sumergirlos en sufrimientos pomposos. Que a mi nombre hipotequen sus voluntades.

¿De qué no sería capaz yo si de verdad fuésemos libres?

Mas una norma restrictiva nos alcanza con su letra.

Hasta nosotras, divinidades oficialmente reconocidas, nos vemos sujetas a freno, límite, valla de contención. A buen entendedor… si esa suerte corremos las deidades, ¿qué pueden esperar Ustedes, que caen en escuelas públicas laicas?

Nos está absolutamente vedado instituir carreras pedestres modeladas al imaginario de cada fiel.

Saben de qué hablo, el caso fue muy sonado. La justicia divina no es tan equilibrada como se supone. Por el pavoneo de un ídolo sin quicio pagamos todos.

Cierto creador eterno, al que llamaremos Emilio para evitar problemas, organizó en su propio honor unas olimpíadas de rito y purificación. Sobre el precipicio al que confluían aguas atestadas de medusas, delineó —con realismo escalofriante— una planicie vasta, verde azulada, rebosante de olor a dulce pasto.

“¡Acérquense, fervorosos devotos, a recibir mi fáctica bendición!”. —Su falta total de conmiseración liberaba al minotauro que subyace en cada laberinto—. “¡Sabré premiar a quien en verdad me venera! ¡En la corte de Emilio la fe refracta sobre el diamante que a cada uno de Ustedes obsequiaré!”. Dicho esto, con la concupiscencia propia del matador en la arena, trazó al parpadear un círculo a su alrededor y empezó a despojarse de las vestiduras. Las prendas, confeccionadas en telas tejidas de trasluz, flotaban perturbadoramente perfectas. Prótesis de jade de muertos que todavía no han vivido, collares de perlas y ébola, esmeraldas maceradas en los intestinos de Alá, espinas de la corona del Cristo de la Quebrada, sandalias de plumas de jaguar. Maravillas diseñadas por el delirio en el que caen los maestros joyeros cuando la fe es oficio y no impostura.

Emilio hacía relucir la fastuosidad de cada premio que una mano entregaba mientras la otra empujaba a la presa al abismo. La artimaña, de exacta ejecución, pasaba desapercibida para el próximo, quien no podía intuir la suerte corrida por el anterior. Miles sucumbieron. Sus cuerpos, henchidos de avaricia, estallaban contra una nueva reencarnación.

Tranquilos. El aturdimiento, en frenética cópula con la desesperación, no llegará al pavor.

Nos resta mucho handicap el suicidio de un fiel dentro del rebaño. Y la reincidencia es irremontable. Grey con dos auto-inmolados es grey que cierra. Así de simple. Les voy a recitar un pasaje, breve, no se alarmen, del Código que nos llega todos los meses junto al recibo de los aportes jubilatorios: “… no importa la edad sino la manera en que se ejecutan. En una parte de la Tierra se prefiere la soga, en otras la asfixia o bien la electricidad. La semejanza suele ir todavía más lejos. Familias enteras, a varios años de distancia, abren el cajón de la cómoda donde el arma espera amigables dedos y sienes tersas”.

Los humanos, en similitud con los monos de los que intentan huir, portan en el parasimpático una estructura que los habilita a imitar acciones presentes en el ámbito. Si un siervo, con la facultad volitiva abolida o potenciada, se mata a su arbitrio, la intuición colectiva olfatea.

Súbditos apesadumbrados, quemen energías en otra pulsión. Los autoconvocados “Omnipotentes Mesurados” repudiamos a los corderos suicidantes.

Dan un ejemplo pésimo.

Say no more.

@dr.homs