“Nada parece matarme, no importa cuánto lo intente / Nada cierra mis ojos / Nada puede voltearme, para tu disfrute o tu dolor / Y nada parece quebrarme”

(“Blow Up the Outside World”, Soundgarden, 1996)

 

Sobre los hijos de Seattle, pobre Seattle, parece pesar una maldición. Jimi Hendrix, el hombre que reinventó la guitarra eléctrica, murió a los 27 años. Kurt Cobain, el músico que le devolvió a la escena estadounidense la pasión por la furia sónica, se disparó un escopetazo a la misma edad. Layne Staley, líder de Alice in Chains, cayó por una sobredosis a los 34. Chris Cornell, según los primeros informes policiales, se habría suicidado en la noche del miércoles en el hotel MGM Grand Casino de Detroit, tras un show de Soundgarden. Tenía 52 años.

Se puede apelar a muchos lugares comunes. Cornell nunca ocultó su adolescencia difícil, su lucha constante contra las adicciones y la angustia y depresión que parecen atenazar a los representantes de la era grunge, signifique lo que signifique eso. Batalló contra eso como suelen hacerlo los artistas, buscando el exorcismo a través de las canciones, multiplicándose en iniciativas de tal diversidad que llegaron al por demás discutible proyecto electrónico de Scream, donde fue menos Cornell que nunca y por eso pasó al olvido. Fue el impulsor de Temple of the Dog, la banda que homenajeaba a su amigo Andrew Wood y donde compartía funciones con quienes luego formarían Pearl Jam. Fue el frontman de Audioslave, junto a fieros animales del rock duro como el trío instrumental de Rage Against The Machine. Fue capaz de lanzar un disco delicado y sensible como Higher Truth, donde vuelve a demostrar su capacidad vocal, no solo en lo técnico sino sobre todo en lo expresivo.

Pero Cornell fue, sobre todo, la voz de Soundgarden. Si Nirvana se alimentaba del punk americano e inglés y la combinación de furia y distensión de los Pixies, la banda que completaban Kim Thayill, Matt Cameron y Ben Shepherd filtró en su mapa genético el ADN de Black Sabbath, cierta oscuridad blusera que tiñe a dos discos monumentales como Superunknown y Down on the Upside. Hay más en su carrera (no se puede desdeñar Badmotorfinger o el debut Louder than love, claro), pero en esos dos álbumes está todo lo necesario para convencer al que pinte. En el universo grunge (otra vez esa palabrita, que en realidad no representa más que una etiqueta) Soundgarden puso su nota distintiva, imprimió su personalidad, se ganó un lugar por derecho propio y no simplemente porque la guitarra eléctrica estaba otra vez de moda tras el imperio de Michael Jackson.

En eso tuvo mucho que ver el cantante. Por presencia. Por sus letras. Y por esa voz. Del susurro al alarido, Cornell tomaba el micrófono y apuntaba directo al corazón del oyente, moviendo fibras que otros no sabían encontrar. Quizá por eso fue tan decepcionante la performance de la banda en el Lollapalooza de Buenos Aires 2014: tenían un gran disco de retorno como King Animal pero lucieron desganados, poco convencidos. Como si hacer “Black Hole Sun”, “Spoonman” o “Fell on Black Days” fuera una obligación demasiado pesada. Esos momentos de concierto en que uno tiene ganas de decirle a la banda “Muchachos, si no tienen ganas de tocarla no la toquen, toquen otra cosa y listo, los queremos igual”. Cornell tuvo revancha el año pasado en el Teatro Colón (¿¿Un Soundgarden en el Colón??), con el exquisito material de ese disco solista que le permitía mostrar al artista menos acorazado detrás de la pared sonora. Es imposible saber qué es lo que pasaba por dentro del hombre y no del artista, pero las últimas noticias muestran que se cansó de la batalla.

“Podés llenar el mundo de dolor si querés / Lo he visto / Podés llenar el mundo de odio / He visto cómo sucede y sé cómo funciona / Pero elegiré la verdad, la más alta verdad”, entona el último Chris Cornell, con esa voz que no solo canta sino también dice, busca el corazón de los que necesitan un exorcismo. En mayo de 2017 cayó otra noticia nefasta para el mundo de la música. Y el cielo se nubló sobre el jardín del sonido.