Es poco frecuente que se advierta que la publicación de un libro ocasiona consecuencias en el lazo social. En mi caso, una vez efectuado el acto escuché a una persona decir que nunca es gratis y a otra que no se sabe cómo será tomado el gesto. Claro que podría haberlo supuesto gracias al sentido común o la experiencia de presentar trabajos. Sin embargo, los efectos que ocasionan estos últimos, aunque símiles a los que me refiero, no son equivalentes. En el caso de la publicación de un libro, las consecuencias no sólo se expanden, también alcanzan otra dimensión. Esto, quizá se deba a que un trabajo compartido oralmente, por más avisperos que mueva, queda olvidado detrás de lo que se dice; mientras que lo escrito continuará diciéndose en la inmanencia de la letra. O mejor, la potencialidad que un libro guarda, respecto de la puesta en acto del decir, seguirá latente mientras existan un lector y un ejemplar.

El esbozo de explicación precedente no alcanza a los trabajos impresos ni a los libros de (varios autores). Puesto que aunque éstos también se asientan en la letra, como muchos podemos dar testimonio, sus efectos tampoco son equivalentes a los de la publicación de un libro escrito por un solo autor, por así llamarlo.

Mientras que quien escribe un libro lo hace, en cierto sentido, solito mi alma y en un estado de suspensión de cualquier orden de grupo. No me refiero únicamente a que para escribir es necesario aislarse a los fines prácticos, sino al hecho de que para escribir, lo que se dice escribir, como se dice decir a diferencia de hablar, se requiere salir del rebaño y de la jauría. Tomar distancia de tal o cual capilla de discurso, no con premeditación o alevosía sino por consecuencia del acto. Así, quien escribe de este modo lo hace sin que nadie se lo haya pedido y, muy probablemente, sin que nadie lo esté esperando. También lo hace sin formatos establecidos en los que apoyarse, y buscando una manera afín a la materialidad que hace pasar. Más aún, quien se encuentra haciendo esto, al escribir construye un espacio que antes no existía. Uno que no le quitó ni le disputó a nadie y que, entonces, nadie podría arrebatar aunque lo quisiera.

El libro, con independencia de lo que diga y de que sea magnífico o pésimo, es una creación ex-nihilo. Y, como tal, conlleva el labrado de un vacío con la mano del significante. No porque el libro salga de la nada, sino porque crea algo donde no lo había.

Un libro también es un cuenco.

La fisicalidad y el volumen del libro son una expresión imaginaria de este otro espacio. Y, aunque, tal spatium singular está hecho con letras, no se ve cuando leemos: se habita. Quignard, en Los desarzonados, dice:

"Ese espacio donde el libro procura engendrarse es inhallable en lo real. Es lo inimaginable en el seno de lo simbólico. Está vacío. Esa ocasión es imprevisible para quienes envidian la felicidad que no tienen, para quienes tienen sed de la sangre de los otros, para quienes se esfuerzan sin pausa en devorar las presas que se les escapan ante los ojos. Porque ellos no inventan su espacio en el espacio y no recobran allí la sangre que tanto aman".

Dejando de lado nuestras inocencias, que a veces conservamos como el avaro a su cofre, creo que es oportuno tener en cuenta tres consideraciones. La primera es que –tal y como lo dijo Lacan el 31 de mayo de 1961– en el centro de esta organización [de la sociedad analítica] están las publicaciones. También que todo impreso es político. Y por último, pero no menos importante, que, o bien por resistencias de estructura, o bien por intereses personales, siempre existirá la pretensión institucional e instituida de regular y censurar cualquier publicación.

*Psicoanalista. Directora Editorial de En el margen-Revista de Psicoanálisis. Texto completo en el n° del 15/08/2021.