En 1984, de regreso a Argentina, Germán García encuentra en una librería de calle Corrientes un pequeño libro de Carlos Correas titulado Kafka y su padre. La anécdota refiere que luego de leerlo con el interés del recién llegado, pero también con la fatalidad del embrujo que el estilo de Correas siempre reclama, García volvió a la librería y compró el saldo que a más de un año de su edición acumulaba polvo e indiferencia. Inmediatamente lo repartió entre los participantes de sus grupos de estudio. Con el tiempo García rescataría a su autor de la miseria y la soledad; pero ya en ese primer gesto compulsivo de arrebato, se esconde la incógnita de una pregunta. ¿Qué lleva a escribir sobre un padre? El libro de Correas desmenuzaba esta pregunta tal vez en el momento más alto de la literatura, cuando Kafka alzaba la voz en una carta que jamás llegaría a destino porque su madre al leerla así lo decidió. Sin embargo, más allá de todo, el destino que sí se cumple es el que Correas, con erudición e ingenio, nos señala respecto a Kafka: hizo la mejor literatura por encima de las demandas, las incomprensiones, el conflictivo amor en el que todo padre e hijo se pierden.

Hace unos días terminé de leer Íntima y El origen de todo de Roberto Appratto, publicadas este año por Bulk editores, dos nouvelles que trazan una continuidad de recuerdos que va del padre a la madre. No sé muy bien por qué, pero ni bien cerré el libro vino a mí la anécdota de Germán García propagando su entusiasmo por aquello que hasta hace un tiempo le era desconocido. Inmediatamente pensé en posibles lectores, tracé en el aire recomendaciones, incentivos felices para este libro, demandas para que lo lean y, mientras avanzaba en su lectura, recuerdo que se sucedían diálogos con interlocutores inexistentes a los que les señalaba el origen y los motivos de su extrañeza. Es algo que siempre pasa; si la soledad es un extremo de la lectura, la generosidad -que nadie pide- es el otro hacia el cual todo entusiasmo se encamina. Pero tal vez se deba a que para mí el tema de Appratto resulta imposible, porque, a decir verdad, esquiva muy bien la larga tradición de enconos familiares de la cual Proust, Dostoievski y el mismo Kafka son exponentes del malentendido. Sin embargo, ahí está en su escritura ese espejo oscurecido de donde provendría todo. ¿Si el padre y la madre no son literatura qué son entonces? ¿La vida misma? ¿A quién le importa un padre y una madre intrascendentes, grises, diletantes en la oscuridad de sus días, sin espectador alguno para sus actos, protagonistas solo de sus insignificantes rutinas? De seguro a Appratto, para quien el padre y la madre son fantasmas a los que visitar en cualquier momento, ya que no son despóticos ni exigentes; tampoco estrafalarios o crueles, menos aún ideales; pero sí íntimos, tanto que en el enigma de lo cotidiano se dibujan como propios: son los padres que todos podríamos tener.

Un padre de familia, un médico respetable, un autodidacta, la encarnación de la sapiencia y prudencia uruguaya ‒morosa en actos cuando no vacilante en decisiones, pero sí o sí mesurada en sus juicios‒ todo esto hace al retrato que Íntima en un solo movimiento despliega en cien páginas. Pero Appratto persigue al melómano de su padre, cantor y compositor de tangos en la intimidad de sus ratos libres; y, sobre todo, atento escucha de lo que no se aprende: el gusto como distinción. Por lo cual, si un padre deja un legado a todo hijo, este es “lo que entiendo por buen gusto musical” dice Appratto. En realidad, lo que esta nouvelle de sesgo autobiográfico tiene de extraordinario es que antes que la representación de una figura lo que busca es el recuerdo de ese legado, el fragmento que cual vieja llave abre el cajón del todo. Pero como el legado no es más que un repertorio de piezas musicales ‒y los efectos que estas causan en uno, el legado debe entonces desentrañarse hasta sus últimas consecuencias. Escribir sobre un padre no es más que desentrañar su música; la cadencia de voz, el silbido, los silencios que cuentan su historia. Hay una música del padre que no es lo que éste escuchaba, sino más bien lo que con esa música se estaba escuchando de una época. Si no se la recuerda se pierde, se olvida; y si se la escucha, tan solo se comprueba que nos pertenece por ausencia de su dueño. Es el ayer del tango, con todo lo que hay de insólito en que regrese hoy. De ahí en adelante, el resto es literatura, al extraño modo que tienen los uruguayos de hacerla: “Escribir es inevitablemente eso: dar al recuerdo una cadencia lírica, como si hubiera algo ahí que no se pudiera traspasar de otro modo”. Appratto viene entonces a invertir la tradición de esa escritura sobre el padre, pues no está en el pasado para decirnos de dónde venimos o quiénes somos, sino que está en el futuro para transformar el pasado en lenguaje, “para que uno reciba un lugar, cambiante, momentáneo, a punto de perderse”.

 

Últimamente de tanto leer preocupaciones ajenas de marcada inclinación egotista -siempre las preocupaciones de uno son insignificantes-, he llegado a pensar que el único lugar posible al cual seremos arrastrados con convencimiento es la soledad. Allí se llega por vocación y esfuerzo; allí se decide estar por felicidad futura. Uno entonces lee vidas ajenas, del mismo modo que Germán García leía lo cumulado en el olvido, porque toda autobiografía busca eso, el lugar adonde lo que desapareció regresa para irse, pero esta vez, atado a esa cadencia lírica del lenguaje. 

En El origen de todo uno se convence de que no hay lugar más solitario que el detentado por la madre; su cerrazón sentimental, la mansedumbre tediosa que detenta como poder, los laberintos de fechas, datos, zonas en las cuales aparece y se pierde hacen de ella el habitante de ese país en el corazón de cualquier hogar. Lo cual lleva a invertir los alcances de lo materno; y así una madre, antes que el horizonte del lenguaje otorga a todo hijo la profundidad de su soledad en la cual, hacer lugar a ese lenguaje. He aquí el otro legado que Appratto desentraña; he aquí la respuesta a “ese retiro a la invisibilidad” que él cultiva y que tiene su origen en la vocación de “quedarse con uno”, “cultivar el mundo interior hasta que casi no se oiga”, movimientos todos provenientes de lo materno. Por lo cual, uniendo uno y otro relato en las puntas de sus extremos, si un padre nos transfiere un nombre a desentrañar por su resonancia futura, una madre nos lega el silencio con el cual contornear el alcance de ese nombre. Y no es una fatalidad, es la vida misma como aventura escrita de manera excepcional.