Es curioso cómo se llega a un libro. En febrero de 2002, en plena crisis, unos amigos deciden irse a vivir a España y un sábado a la tarde organizan una especie de remate para, con el dinero que juntaran, comprar los pasajes. Todo lo que forma parte de su hogar será vendido. Los muebles, los cubiertos, los libros. Yo fui esa tarde porque estaba interesado en lo que pudieran tener en la biblioteca. Había ido dos o tres veces a esa casa. Era una casa grande y generosa. Por eso cuando entré no dejó de impresionarme la voracidad de los que iban de una habitación a la otra para llevarse cosas. La casa estaba ocupada. La casa estaba siendo desmontada. Yo también era parte de ese proceso. Pero como buscaba libros sentí un poco menos de culpa. Después de filtrar algunos títulos, decidí llevarme ejemplares de Graham Greene, Vargas Llosa, Bioy Casares y una novela editada por Bruguera de un autor que desconocía. Era La larga noche de Francisco Sanctis.

Unos años después, escuchando la radio, un periodista confundió a Haroldo Conti con Humberto Costantini. Hablaba de la desaparición del escritor Costantini en la dictadura militar. Contaba la historia de Conti pero nombraba a Costantini. De inmediato, como un acto reflejo tal vez, como una forma de corregir eso que era imposible de corregir –las palabras del periodista contando una historia equivocada– me puse a buscar la novela que le había comprado a mis amigos en febrero de 2002. Y esa misma tarde comencé a leerla.

No había leído nunca a Costantini. Y me encontré, primero, con una prosa que busca, todo el tiempo, despojarse de cualquier pretensión. Que busca, desde la simpleza, construir una cercanía con el lector. Hay una serie de expresiones coloquiales que irrumpen, de un modo constante, para dar ese efecto, que arraiga en la sencillez: por ejemplo, “reíte vos de Henri Bergson” o “a la bartola”. Pero también la prosa porta una fuerte transparencia. Es decir, Costantini hace que las palabras se vuelvan invisibles para que, de este modo, la historia se vea, se transforme en imagen: se incruste en la memoria del lector como una experiencia vivida. La escritura de Costantini logra, siempre, ese efecto. Que lo leído se incorpore como experiencia vivida.

La larga noche de Francisco Sanctis comienza con una síntesis. “Esta es al fin de cuentas la historia de un conflicto íntimo, de índole moral”. Francisco Sanctis, empleado en las oficinas de Luchini & Monsreal, recibe en la tarde del 14 de noviembre de 1977 un llamado telefónico de Elenita Vaccaro, compañera de la juventud, a quien hace rato no ve. Ella quiere verlo con cierta urgencia. Esa misma tarde, en un Renault 4L, recorriendo las calles de Belgrano, Elenita Vaccaro le cuenta que para esa noche la

marina tiene planeado secuestrar a dos tipos; ella, por algún extraño motivo, no puede alertarlos, además cree que se trata de una trampa. Por eso lo eligió a Sanctis (que no está metido en todo eso). Sanctis duda. Pero termina memorizando los nombres, las direcciones. Está en sus manos la posibilidad de salvar dos vidas. La novela entraría, así, dentro del tópico de la dictadura militar. Hay distintas representaciones literarias de la dictadura según las épocas. La primera tiene que ver con una escritura que se gesta

de manera contemporánea al poder militar. Esa escritura, de algún modo, está marcada por la tensión entre lo que se puede decir y aquello que debe ser callado. El modo de cifrar lo importante es la forma que adquirió esa representación, cuya novela más icónica sería Respiración artificial de Ricardo Piglia. La segunda representación –luego vendrán otras– respondería al contexto de los años ochenta, el retorno de la democracia, el Nunca Más y la aparición de un imaginario ligado a descubrir lo que había pasado. Ahora se cuenta lo que antes no se podía contar de un modo más

explícito. La novela de Costantini funciona, en ese sentido, como una novela de transición. Con una estructura que no devela sino que juega con las sutilezas (“Él mismo ha usado las palabras aparición y desaparición, y eso le da un poco de risa”) pero también plantea una discusión de tipo moral.

La novela pone como protagonista a un personaje que tuvo, en su breve paso por la universidad, una conexión con la militancia –tal vez de las pocas conexiones vitales que sintió: Sanctis “había vibrado con la Historia”–. Pero, ahora, todo eso forma parte de su pasado. Es una isla, un fragmento de vida que, poco a poco, se aleja. Como una especie de Bob, en el cuento “Bienvenido Bob” de Juan Carlos Onetti, la vida adulta lo va anestesiando a Sanctis progresivamente. Su trabajo estable, su familia, su departamento en Belgrano, le dan la apariencia, como dice, de “una vida equilibrada”. Es la música el refugio que le permite canalizar su deseo de cambio, de transformación. Un refugio individual, sin dudas. Un refugio que no amenaza ningún orden sino que encaja perfecto en esa vida equilibrada. De esta manera, la irrupción de Elenita

Vaccaro –esa esquirla del pasado iluminándose en el presente– instala el gran problema de la novela: la salvación individual o la salida solidaria.

Los nombres y las direcciones que Elenita Vaccaro le pasa a Sanctis –y que Sanctis memoriza– se transforman en un disparador que organiza un mapa de la ciudad. Porque esos nombres adheridos a las direcciones funcionan como destinos que articulan la ciudad en la noche. Y ordenan, a su vez, el tiempo narrativo de la novela. El dilema de Sanctis de quedarse en su casa o de deambular por la ciudad marca de un modo muy potente el contraste entre “la vida equilibrada” (su mujer, sus hijos, el perro, los vecinos) o “la vida en estado de conflicto” (el riesgo que supone hundirse en la trama de una ciudad dominada por los militares). Ese impulso vital que vuelve con el mensaje de Elenita Vaccaro no sólo lo conecta con su breve militancia, también con su pasado como seminarista, es decir, con su humanismo. El humanismo de Sanctis se filtra, en definitiva, como un sustrato que lo constituye para enfrentarlo con una época y para resolver, finalmente, el dilema.

La historia siempre se entrevera para modelar las voluntades personales. Ese tal vez sea uno de los grandes temas en la obra de Costantini y, sin dudas, es el eje central de esta novela extraordinaria de la cual sólo existía, hasta el momento, una edición, la

de 1984. Pero la reedición de Tren en Movimiento repone esta historia –que es la historia de un hombre frente a un desafío fundamental– para seguir interrogando al lector sobre el pasado reciente de la Argentina y también, con la misma fuerza, sobre esas marcas dejadas por la dictadura que perduran o que reaparecen bajo otros ropajes en nuestro presente.